Colaboración: "Ni fresa ni chocolate"

por © NOTICINE.com
Vladimir Cruz
Por Sergio Berrocal *

Creía haber destruido el último puente que me unía al malecón de La Habana. Ya ni me acordaba de aquella voladura de las muchas que he realizado últimamente con el pasado. Ni pensaba que me habían quedado puentes que atravesar donde alguien que mereciese la pena me esperara al otro extremo, cuando surgió ese fantasma pasado que en la vida, la mía, la suya, la de aquel señor que sueña con los angelitos, se transforma en un definitivo THE END del gran pasado del cine.

El fin, el s’acabó, aquí ya no cabe ni un beso de misericordia, se presentó a las cinco de la tarde, en la plaza Ochavada de Archidona, o por lo menos muy cerquita, que a uno ya se le va la cabeza al trote de los recuerdos que quiso borrar.

Pero tú ya no te acordabas que a los días de rosas, de vino, güisqui y mojito suceden los de hiel y vinagre para todos.

Y ya puedes pasarte la película al derecho o al revés, que ya no oirás nunca más la música de Ennio Morricone. Porque Sergio Leone se murió. Y se murieron todas las ilusiones de quienes siempre vimos en el cine remedio para todas las dolamas.

Andaba ya pensando en mis recuerdos de risas y lágrimas que corrieron y alguna vez se estancaron en las calles empedradas de este pueblo de la serranía malagueña.

Por el rabillo del ojo me trasladé sin querer, sin pretenderlo, a la que para mí fue, ha sido y será la noche más gloriosa del cine cubano.

En la pantalla del Karl Marx de La Habana, dos muchachos se funden en un abrazo, en un adiós de exilio y fin de curso y comienzo de vida.

Uno de ellos era Jorge Perugorría  y el otro Vladimir Cruz, cara y cruz de una Cuba que en aquel año de 1993 todavía andaba encharcada en contradicciones sociales de saber y no querer que la homosexualidad fuese un hecho consumado.

La película era la historia de un homo valiente en un país donde entonces se reprimía la belleza, y de un muchachito de las Juventudes Comunistas, machito de vocación por la gracia del comité central del Partido comunista.

El chiquillo, con la inocencia de los pocos años trata de saber si hay realmente vida detrás de los uniformes y de los cantos patrióticos.

Que la vida, con amor entre un hombre y una mujer o entre dos personas del mismo sexo, es también vida.

Y si no que se lo pregunten al Jesús nuestro de todas nuestras angustias que nos enseñó que el mal y el bien nada tienen que ver con el sexo ni con el deseo. Ay, María Magdalena…

Vladimir Cruz, con su pelo ensortijado, me sonreía junto a una muchacha bella, su esposa, que había conquistado en las tierras moras.

Repicó la campana del tiempo, la que dicta el ko técnico, y resulta que se estaba a punto de cumplir veintiún años del estreno de "Fresa y chocolate".

--No, no –dice Cruz—no hemos venido para asistir a una reposición de la película. Nos contrataron para presentar la gala de apertura de este festival.

Te quedas enajenado. Toda esta gente que pasa y que aquella tarde vio llover o por lo menos oyó que llovía, no puede ignorar que uno de los momentos políticos-sociales más importantes y decisivos del cine mundial se produjo en 1993, en La Ciudad de La Habana, Cuba.

Sí, sí, señores que presumen de saber de cine porque han visto la última majadería made in Hollywood en pantalla grande y colorines, ese filme obligó al gobierno cubano a abrir la mano con los homosexuales nacionales que hasta poquito iban a parar a un campo de concentración, se les condenaba al ostracismo o cuando mejor les iba podían salir de la isla para buscarse la libertad más allá de Miami, aunque arrastrasen un SIDA de aquellos que todavía no tenían cura, vamos que te condenaban a morir.

Recuerden al escritor Reinaldo Arenas. Un poquito de memoria por favor, que la cultura no deja ciego.

"Fresa y chocolate" fue un feroz combate entre el bien y el mal.

Pese a que detrás de su realización estaba el inefable Alfredo Guevara, dios del cine hasta su muerte y hombre de coraje, los burócratas del Partido Comunista Cubano no querían que aquella aventura de los dos muchachos viese la luz y menos aún que la pudieran ver los cubanos, machos por decisión gubernamental.

Tan espantosa era la situación cuando la película se presentó en el Festival de Cine de La Habana que en la convocatoria del Premio Glauber Rocha, el galardón más prestigioso de esa muestra fuera de los Corales oficiales, y el que anuncia el color del palmarés, tuve que pelearme para que no se arrinconase a la película, para que no se la ignorase.

Nunca olvidaré al ignaro cubano de alto rango que me hizo frente en aquel jurado de periodistas extranjeros "explicándome" con una petulancia staliniana: "¡No podéis dar el premio a "Fresa y chocolate" porque es una película de maricones!".

Aquella tarde de mucho calor con olor a chirimoya, el Glauber Rocha fue para ese filme que luego sería premiado oficialmente, en un teatro donde los partidarios del sí a la libertad aplaudían a rabiar mientras las momias comunistas se comían las uñas de rabia y quizá de desvergüenza.

Vladimir y yo evocamos aquellos tiempos, ya con la sonrisa modesta del triunfo. El sigue una carrera internacional, ahora en España.

Pero pese a que los dos parecemos aceptar como normal que allí, en este festival que quiere hablar de cine, no se haya aprovechado la presencia del actor para reponer "Fresa y chocolate" y brindar por la libertad conquistada, hay tristeza en las sonrisas fotogénicas.

Me dan ganas de pegar gritos para llamar la atención de los "cinéfilos" que mueven su palmito con la importancia del caso y que pasan a nuestro lado sin saber o querer ignorar que Vladimir Cruz protagonizó uno de los momentos más bellos del cine que busca libertad, aunque esta palabra ya esté hueca de sentido y realidad.

¡Oigan, que hay que sacar a este muchacho a hombros! ¡Que abran la puerta de las grandes tardes de toros!

Ni siquiera llueve para lavarme la angustia.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro, recién publicado, se titula "Calle Falange Española" .

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