Colaboración: La otra Carmen de Bizet

por © NOTICINE.com
Paz Vega, la Carmen de Aranda
Por Sergio Berrocal

Cocineros sin más talento que el indispensable para el espectáculo y humoristas sin humor mandan en esta parte de España que yo vivo a orillas del Mediterráneo. O los más sencillos valores que teníamos se están desmoronando o algunos perdemos el sentido del humor. Pero es cada vez más penoso vivir entre tanta mediocridad agravada por los ladrones con corbata que atracan sus propios bancos. Busco y rebusco y no encuentro ningún título de película que me haya preparado para tamaña ignominia.

Si no estás metido en una emisión de televisión en la que te “enseñan” los secretos de la cocina internacional, si no eres capaz de decir payasadas sin más sentido no eres nadie en este país que certificaron primero Merimée y luego Bizet con su singular Carmen, aquella guapa que nos embelesó a todos.

Desde Carlos Saura a Vicente Aranda, el cine elevó estatuas de celuloide a esa mujer enamorada del amor. Y la disfrutamos como si de un amor profundo con sábanas blancas de hubiese tratado.

Amé A Carmen, adoré a esta mujer sin límites de sueño, en París, en La Habana, en Madrid cerca de la calle de la Aduana, en Tánger, a la entrada de la Emsallah y en Villanueva de Algaidas y Archidona, provincia de Málaga. Hasta que llegó la desesperanza, la sensación de derrota total.

Carmen nació en Ronda, ciudad de tajo suicida encumbrada en un museo de piedra y sensaciones. Pero yo, me, como diría Cantinflas, mi otro yo, la encontré en Archidona, un pueblito del que hablo mucho y hago poco retrepado a orillas de montañas que guardan los más bellos secretos de amores entre cristianas y moros, entre lo posible y lo imposible.

Corona el pueblo una ermita, que mezquita fue, donde se idolatra a una virgen tímida y callada pero milagrosa que atrae a todos los desesperados de la tierra que en algún momento han circulado por esta ciudad con patente real de serlo, señorial por su gente y popular por su vino blanco enternecedor que probablemente hoy ya ha sido reemplazado por el gin tonic ese de las burbujas y del pasado real.

Siempre han dicho las malas lenguas, y las otras, que la Reina Madre de Inglaterra duró tanto como duró porque usaba la ginebra, que al fin y al cabo no es más que cebada de la que comen los burros, que por eso lucen siempre tan pizpiretas y bonitos.

Tuve que entender, y así lo hice, que mi vida, la que corría por mi cabeza, no era la que yo vivía todos los días de todas las noches con mañanas más o menos aciagas, era la que las películas me transmitían.

Mi Carmen, la Carmen de Archidona, la conocí una tarde de calor agotador. Todavía quedaban rastros de la espantosa Guerra Civil (1936-1939) en las mentes. Cerca del Paseo, centro archidonés por excelencia, oí aquella tarde unas castañuelas y una música que encontré bellísima sin haber aprendido todavía qué era lo bello.

En un patio cuajado de macetas y de sombra benefactora en aquel verano que para mí fue el del 42 de toda la vida, una mocita morena, morena hasta el carmín violento y embrujador que adornaban sus labios, bailaba acallando sus pasos, como si no quisiera que la oyeran.

Cuando su rostro giró con un abanico lleno de encajes me enamoré locamente de ella.

Pero pronto comprendí mi error. Ella tenía 18 años y yo apenas acababa de cumplir los 12.

Desde entonces, cuando veo a Carmen la imagino a ella, aunque sea en todo lo alto del Teatro de la Maestranza de Sevilla, donde una noche me embelesó María Teresa Berganza.

En aquel entonces, yo ya tenía 30 años. Pero ella, la Carmen de Archidona, me había adelantado un cacho, con  hijos mayores.

Durante mis primeros años en París, finales de los cincuenta, la desesperación del poder y no llegar la enterraba casi siempre en una descomunal sala de cine que se encontraba en el Boulevard de la Chapelle, frente al Metro aéreo y en pleno barrio de gente pobre y gente sin ley. Era entonces. Porque todo cambia más de lo que querríamos.

En aquella sala de cine se proyectaban a lo largo de todo el día únicamente películas del Oeste en pantalla supergrande, con una sonoridad espantosamente buena y en petit comité. Parecía que allí no iban más que los desesperados..

Mi primer periódico fue el semanario “Cosmópolis”, todavía en Tánger, donde descubrí que cristianos, musulmanes, judíos, buscavidas, empleados del montón, muchachas bonitas y otras más feas, gente que hablaba inglés, español, árabe, judeo.español. Todos intentaban sobrevivir.

Y raramente había problemas. Salvo cuando aparecieron los vientos de la independencia y políticos sin fe ni ley que obraron para que Tánger dejara de ser internacional, dejara de ser un Eden, para convertirse en una ciudad más de las tantas miserables que adornan Marruecos.

En mi primer periódico, el Redactor Jefe permitió que yo me ocupase de las reseñas de las películas de la semana. Yo todavía no sabía que se podía criticar algo tan maravillosamente hecho como un filme.

Cuando me pusieron al frente del tinglado de reseñar las carteleras, yo iba regularmente a los cines, recogía los folletos, veía alguna película, pocas porque todavía me faltaba metraje, y reproducía respetuosamente los datos que daban los productores.

La risa es que cuarenta años después, me percaté de que los cronistas de cine consumían los dossiers de los productores, con un lujo de detalles que yo no conocía en Tánger.

Pasaron años antes de que me atreviese a dar mi opinión sobre una película. Y todavía hoy sigo pensando que es una tremenda inmoralidad poder cargarse, o, por el contrario, subirlo al cielo, el trabajo de actores y técnicos.

Pero ya no hay críticos, y Carmen, la de Prosper Mérimée, que con su compinche Don Bizet hicieron el más bello regalo que un gabacho podía hacer a la esencia de Andalucía.

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