Colaboración: Tacones cercanos

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''Belle de jour''
Por Sergio Berrocal

Inacabables ganas de pura náusea te entran, sientes deseos de agarrar el cuchillo jamonero de László Krasznahorkai para ajustar cuentas con los mentecatos que no vacilan en jugar con el dolor de los demás. Me escudo en este enorme escritor húngaro, también plebiscitado en el cine, porque su último libro, que nadie sabe decir si es una novela, un tratado filosófico-artístico o qué, “Y Seiobo descendió a la Tierra”, es una gozada. Puro orgasmo místico que te hace sentirte tan pequeñito entre tanta maravilla divina y humana, desde las bondades de la pintura que desfilan por sus páginas hasta reflexiones bajamente humanas.

Te cuelas en los talleres de pintores italianos que sólo podrás conocer en un museo o en un buen libro de arte.

Es de una cultura pictórica tan rica, tan profunda, que te preguntas qué diablos has hecho tú en la vida mientras él aprendía tan bellas cosas.

Pero en ese mismo libro tiene un personaje tan profundamente enfadado, cabreado sería más justo, con la vida y con la especie humana, que un día  (“odiaba los domingos, mucho, muchísimo más que los otros días de la semana, cada día poseía algo que atenuaba un poco, aunque sólo fuese por unos instantes, la angustia de comprobar que todo resulta insoportable, pero los domingos no mitigaban en absoluto esa angustia…”) decide comprar un cuchillo jamonero en una tienda de Barcelona, España.

He rebuscado en los párrafos que se prolongan durante varias páginas y no he averiguado a quién destinaba tan exquisito utensilio.

Quizá fuese a alguno de esos mentecatos que se definen en la prensa instantánea, diaria, semanal y mensual, destripando el mínimo derecho a la intimidad, al llanto en tu casa encerrado entre cuatro paredes.

Y de pronto descubres, sin que hayas buscado nada, que tal personaje de la actualidad futbolística tiene un cáncer de pulmón, dicho sea con toda la voracidad del mundo.

Casi nunca he leído que tal actor de cine, célebre hijo de otro célebre astro de la pantalla con cara de vikingo y de enfadado Van Gogh, se curó precisamente de ese cáncer.

Cuchillo jamonero merecen todos esos que utilizan y abusan del dolor de los demás.

En los años setenta anduve por Holanda buscando a Johan Cruyff, un futbolista entonces muy jovencito que por lo visto quería fichar el Barcelona.

Con un fotógrafo precisamente catalán anduvimos tras su pista y tuvimos que hacer noche en Amsterdam.

Como estábamos reventados de patear el asfalto y las carreteras en busca del astro del balompié (perdonen, pero no he podido evitar la cursilería) nos metimos en el primer hotel que vimos frente a la estación de la capital de todos los pecados.

Dejamos nuestro equipaje y seguimos buscando al huidizo Cruyff –creo que entonces muchos millones estaban en juego.

Cuando regresamos, con la noche ya bien avanzada, todo el barrio era una verbena.

Se habían encendido los escaparates en los que apetecibles mujeres de todas las edades ofrecían sus bondades con poca ropa y amplia sonrisa.

El fotógrafo dio rápidamente con el hotel –era más listo…-- y tras escalar una empinada escalera nos refugiamos en la habitación.

Habían subido las maletas y quisimos colgar la ropa.

No había armario.

Tan solo un diminuto perchero detrás de la puerta.

Por supuesto, nos dijimos a modo de consuelo, aquello no era el Ritz sino más bien un hotelito baratito aunque en florines se ponía por las nubes.

Colgamos lo que cupo y nos acostamos.

Fue imposible dormir aunque estábamos razonablemente cansados.

Toda la noche y hasta el alba resonaron los tambores que tacones cercanos tocaban en las estrechas escaleras de madera.

Por la mañana, apenas amaneció, no pensábamos más que en pillar la puerta en busca de un litro de cafeína.

Cuando nos sentamos en un café cercano, mi acompañante fotógrafo y catalán soltó una burrada en la lengua de sus antepasados.

-  ¡Carajo, Sergio, hemos pasado la noche en un burdel! – dijo el hombre con un triunfal sarcasmo.

Luego lo comprobamos.

Efectivamente, los tacones cercanos, cada vez más, eran los de las muchachas que desde sus vitrinas subían y bajaban al paraíso con el ángel de la guarda que les había solicitado.

Por fin conseguimos dar con Cruyff, recogimos sus declaraciones y unas fotos maravillosas y nos apresuramos a regresar a París por el primer tren que salía.

Prefiero recordar a aquel enorme jugador así, entre las luces de Amsterdam.

Y no porque unos insensatos aireen sus problemas de salud.

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