Colaboración: Una llamada al Hotel Marigold
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
En este último fuerte cristiano antes del África misteriosa ofrecen la posibilidad de telefonear a Bangladesh por cuatro chavos, vamos, que es una ganga. Me dieron imperiosos deseos de entrar inmediatamente en el locutorio pero entonces me percaté de que no conozco a nadie en esas tierras. Tuve por ahí, en tiempos prehistóricos, a un amigo argentino que de su reportaje regresó a París con un virus por lo visto inoculado por la mierda sagrada de las vacas sagradas que lo dejaron más pallí que pacá.
He estado rebuscando en viejos repertorios telefónicos míos guardados desde hace años en un cajón y no he dado con nadie conocido que viva en Bangladesh, al ladito de la India de los conquistadores británicos que también dejaron bonito recuerdo. Peor que las vacas sagradísimas a mi amigo.
Lo cierto es que mis conocimientos de ese continente son, como muchas otras cosas, esencialmente cinematográficos.
Claro que sí, hubiera podido telefonear a otro sitio que también tiene vacas sagradas, Ranchipur, donde supuestamente se situaba la acción de “Vinieron las lluvias / The Rains Came", con Tyrone Powers y Mirna Loy, 1939).
Creo que fue una de las primeras películas que vieron mis ojos de futuro cinéfilo. Nunca hasta entonces había sentido tanta emoción, en medio de unas inundaciones feroces hechas para resaltar el heroísmo de una pandilla de colonizadores o indígenas colaboradores del bwana.
La impresión me duró tanto que cuando tuve edad leí el libro y quedé todavía más prendado.
Eran tiempos en que se filmaba la heroicidad, la caridad, el amor con los labios sellados, empleos ellos todos en los que los buenos siempre ganaban y los malos eran implacablemente castigados.
Todo esto suena ahora a sueño delirante en un fumadero de opio, de aquellos que existían en Asia, y especialmente en China, y por donde pasaron grandes escritores antes o después de masticar obras maestras.
En la larga avenida sin sol, la única que no lo tiene en este pueblo de la Costa del Sol, el bar Esperanza se anima nada más amanecer.
Para cuando los últimos cachos de noche se han ido perseguidos por el sol, porque esto es un sol de ciudad, la señora mayor con bastón que quisiera ser elegante que ya vio otros inviernos rebeldes al frío desde su ciudad natal por la Inglaterra, se pone en marcha.
Sale de su pisito y la silla metálica e incómoda la espera a unos doscientos metros.
Tiene el pelo casi blanco, gafas sin flirteo con la elegancia y sus ojos, aunque rimeados por la abéñula y algún que otro mejunje para miradas perdidas en el tiempo, están cargados de otra vida en versión original.
Su perro chiquitito y endeble la mira cada cuatro pasos con el respeto que le merecía su amo, el sargento de la Guardia de Su Majestad allá en la India.
Para cuando ya ha alcanzado el sillón que la espera siempre en la misma mesa y a la misma hora, la camarera que ha bailado más de un rock and rol con algún que otro Paquito el chocolatero le habrá servido el primer copazo de brandy en un vasito bajo y panzudo.
Es mirar los titulares del periódico británico que arrastra debajo de su brazo derecho y ya hay otro lingotazo preparado.
Pregunto, me pregunto desde la distancia que separa a los extranjeros del Café Esperanza de los hispanos que desayunan pan con mantequilla y un descafeinado con leche, si Lady Trump echará de menos otro establecimiento hotelero que seguramente practicó cuando todavía su esposo y rey de la selva daba órdenes a los nativos de la India.
Me atrevo a pensar que estuvo alojada más de una vez en el Hotel Marigold, en medio de esperanza atrevida, porque esperar algo en nuestros tiempos de oscuridad, sin Voltaire que llevarte a la boca, es tan osado como esperar que la british fauna y la norvegian fauna que consumen un alto porcentaje del sol que baña casi hasta de noche las costas de estas playas hable un día la lengua de los nativos.
Todos estos indígenas del norte profundo, donde las tinieblas son casi más profundas que lo más profundo del mar Mediterráneo, que arrastra sus aguas saladas con tranquilidad monástica, todavía no saben, pobrecitos míos, que una feria con mucho cacharrito, mayor ruido y noche regada de cola o uvas pisada, merece todos los miramientos.
La gente de este continente batido por el sol hasta la hartura más absoluta se cuelan en las ferias de pueblo con la misma exaltación con la que otros contemplan la incompleta Venus de Milo en el Louvre de París.
Lady Trump levanta los ojos de un titular sensacionalista de su amarillento periódico.
¿Estará soñando otra vez con el Hotel Marigold?
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En este último fuerte cristiano antes del África misteriosa ofrecen la posibilidad de telefonear a Bangladesh por cuatro chavos, vamos, que es una ganga. Me dieron imperiosos deseos de entrar inmediatamente en el locutorio pero entonces me percaté de que no conozco a nadie en esas tierras. Tuve por ahí, en tiempos prehistóricos, a un amigo argentino que de su reportaje regresó a París con un virus por lo visto inoculado por la mierda sagrada de las vacas sagradas que lo dejaron más pallí que pacá.
He estado rebuscando en viejos repertorios telefónicos míos guardados desde hace años en un cajón y no he dado con nadie conocido que viva en Bangladesh, al ladito de la India de los conquistadores británicos que también dejaron bonito recuerdo. Peor que las vacas sagradísimas a mi amigo.
Lo cierto es que mis conocimientos de ese continente son, como muchas otras cosas, esencialmente cinematográficos.
Claro que sí, hubiera podido telefonear a otro sitio que también tiene vacas sagradas, Ranchipur, donde supuestamente se situaba la acción de “Vinieron las lluvias / The Rains Came", con Tyrone Powers y Mirna Loy, 1939).
Creo que fue una de las primeras películas que vieron mis ojos de futuro cinéfilo. Nunca hasta entonces había sentido tanta emoción, en medio de unas inundaciones feroces hechas para resaltar el heroísmo de una pandilla de colonizadores o indígenas colaboradores del bwana.
La impresión me duró tanto que cuando tuve edad leí el libro y quedé todavía más prendado.
Eran tiempos en que se filmaba la heroicidad, la caridad, el amor con los labios sellados, empleos ellos todos en los que los buenos siempre ganaban y los malos eran implacablemente castigados.
Todo esto suena ahora a sueño delirante en un fumadero de opio, de aquellos que existían en Asia, y especialmente en China, y por donde pasaron grandes escritores antes o después de masticar obras maestras.
En la larga avenida sin sol, la única que no lo tiene en este pueblo de la Costa del Sol, el bar Esperanza se anima nada más amanecer.
Para cuando los últimos cachos de noche se han ido perseguidos por el sol, porque esto es un sol de ciudad, la señora mayor con bastón que quisiera ser elegante que ya vio otros inviernos rebeldes al frío desde su ciudad natal por la Inglaterra, se pone en marcha.
Sale de su pisito y la silla metálica e incómoda la espera a unos doscientos metros.
Tiene el pelo casi blanco, gafas sin flirteo con la elegancia y sus ojos, aunque rimeados por la abéñula y algún que otro mejunje para miradas perdidas en el tiempo, están cargados de otra vida en versión original.
Su perro chiquitito y endeble la mira cada cuatro pasos con el respeto que le merecía su amo, el sargento de la Guardia de Su Majestad allá en la India.
Para cuando ya ha alcanzado el sillón que la espera siempre en la misma mesa y a la misma hora, la camarera que ha bailado más de un rock and rol con algún que otro Paquito el chocolatero le habrá servido el primer copazo de brandy en un vasito bajo y panzudo.
Es mirar los titulares del periódico británico que arrastra debajo de su brazo derecho y ya hay otro lingotazo preparado.
Pregunto, me pregunto desde la distancia que separa a los extranjeros del Café Esperanza de los hispanos que desayunan pan con mantequilla y un descafeinado con leche, si Lady Trump echará de menos otro establecimiento hotelero que seguramente practicó cuando todavía su esposo y rey de la selva daba órdenes a los nativos de la India.
Me atrevo a pensar que estuvo alojada más de una vez en el Hotel Marigold, en medio de esperanza atrevida, porque esperar algo en nuestros tiempos de oscuridad, sin Voltaire que llevarte a la boca, es tan osado como esperar que la british fauna y la norvegian fauna que consumen un alto porcentaje del sol que baña casi hasta de noche las costas de estas playas hable un día la lengua de los nativos.
Todos estos indígenas del norte profundo, donde las tinieblas son casi más profundas que lo más profundo del mar Mediterráneo, que arrastra sus aguas saladas con tranquilidad monástica, todavía no saben, pobrecitos míos, que una feria con mucho cacharrito, mayor ruido y noche regada de cola o uvas pisada, merece todos los miramientos.
La gente de este continente batido por el sol hasta la hartura más absoluta se cuelan en las ferias de pueblo con la misma exaltación con la que otros contemplan la incompleta Venus de Milo en el Louvre de París.
Lady Trump levanta los ojos de un titular sensacionalista de su amarillento periódico.
¿Estará soñando otra vez con el Hotel Marigold?
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