Colaboración: La belleza según José Martí

por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal 

Las olas de la playa del Pirata, así me contaron que se llamaba, muy cerquita de La Habana, le rizaban el rizo a dos gaviotas mal encaradas que aturrullaban con sus graznidos a una pobrecita cría de tiburón en su primer paseo a dos pasos de los cocoteros. Monique se reía de mi carrera espectacular desde el mar hasta la arena más risueña del mundo. El pequeño tiburón, pobre cría tan bonita, se había despistado en su navegación y yo me sentí un desgraciado figurante de Steven Spielberg.

Monique era modelo de Alta Costura y había recalado en la Isla para visitar a su padre, un francés del mediodía que había visitado Cuba cuando tenía veinte años y creía, como tantos otros hipis o asimilados, que podrían salvar la Revolución y sacarle la lengua a Estados Unidos uniéndose a la zafra. Nos habíamos conocido en Gander, Canadá.

Aquella cosecha de azúcar, me contaron, fue una de las peores de la historia de Cuba y mucho se debía a los voluntarios llegados a puñados de Europa que con una buenísima voluntad pero manos de señorita recién salida de la manicura habían llegado hartos de ron de Cubana Aviación dispuestos a salvar la RRevolución, bueno, entonces se escribía con una sola erre y minúscula.

Monique se había dado como misión acompañarme en mi primera visita a La Habana, supongo que para que no me perdiese.

La muchacha, apenas veinticinco años, era una mezcla de un padre francés y de una madre de la provincia cubana de Matanzas, de donde ella, decía muy bajito, casi en un susurro, había pillado aquellos ojos verdes que paseaba por las primeras pasarelas que se celebraban en la capital de Cuba.

Antes de dar luz verde a esos desfiles de modas, Fidel Castro se había empeñado en fabricar queso camembert en pleno Caribe y lo había conseguido.

Era el más delicioso queso camembert que yo había probado en la Francia donde nació. Me lo puso a tiro de diente un compañero de prensa, corresponsal el hombre en Cuba, que poco después sería expulsado, porque en aquellos tiempos el Régimen no se andaba con chiquitas y por un artículo que no le gustase te enviaba de vuelta a casa, vía Gander.

Ese aeropuerto canadiense era de visita obligatoria entonces si querías cubanizarte. Todos los Iliuchin de la flota de Cubana de Aviación, generosidad de los amigos soviéticos, tenían que repostar allí. No podían hacerlo en Estados Unidos.

Los pobres y viejos aviones soviéticos estaban para pocos meneos y aquello de volar de París, aterrizar en Gander, volver a despegar y finalmente llegar a José Martí, desvencijado pero entrañable aeropuerto habanero que durante unos años fue nuestra  puerta de entrada, era más de lo que los constructores soviéticos habían previsto.

Y a veces, más de una, el Iliuchin se rendía al tocar la helada pista canadiense. Casi siempre con un cacho del tren de aterrizaje para más ver.

Seguro que no les sorprende si les cuento que estábamos en la vorágine del más loco y sabroso festival del cine, el Latinoamericano de La Habana.

Todo era entusiasmo. Los organizadores estaban o parecían convencidos de que rompían barreras frente las películas yanquis que más de un cubano robaba tranquilamente gracias a unas diabólicas antenillas parabólicas, confeccionadas principalmente con alambre de percha.
 
Era muy difícil no contagiarse de aquel entusiasmo pavorosamente bello.

Aunque fueras de derechas o incluso de extrema izquierda rozando el anticomunismo más primario, en aquel caldero comunista donde observadores nada objetivos decían que se cocinaba una nueva sociedad, te sentías sumergido por tanto cariño, tantísima simpatía y un entusiasmo que brotaba en las calles, sobre todo a la hora de ver una película en salas populares como la del Yara, donde tu acreditación que teóricamente te reservaba una butaca vitalicia por un rato en el mejor lugar del teatro, se deshacía ante el asalto de los espectadores, que arrollaban a los acomodadores por mucho apaciguador "¡Compañeros, compañeros!” que los pobres les lanzaban como una letanía de reggae o tal vez de pura santería.

En aquellos años todavía se creía que Fidel, ¡ay Fidel!, lograría el milagro de los peces y del vino e incluso conseguiría separar el mar para llegar a los odiados Estados Unidos sin necesidad de jugarse la vida en una cámara recauchutada de camión averiado.

La última noche, siempre hay una última, una last night para los más finos, la pobrecita Monique –sólo espero que la Virgen de la Caridad del Cobre haya premiado tanta bondad--, me sacó a bailar en el Capri.

Estaba la muchacha deslumbrante y aquella noche no había cría de tiburón que me hiciese correr.

Una negra cobriza cantaba uno de esos boleros que probablemente convencieron a más de un norteamericano que alguien que baila a ese ritmo no puede ser un peligro para Estados Unidos.

Le dije a Monique que estaba guapísima de la muerte, pero en francés que agrava los síntomas. Parecía que había esperado aquel momento como el torero que ve la ocasión ideal para entrar a matar:

- Que conste que no me he puesto guapa para ti. Nosotras las cubanas nos arreglamos lo mejor que podemos porque José Martí así lo quería.

Ya comprenderán que si una mujer cita al apóstol de la Revolución Cubana, las dos con mayúsculas, en medio de un bolero que da para volar de felicidad, la situación es grave por no decir desesperada.

Finalmente, el ascensor arrancó.

No sé por qué entonces, en el preciso momento en que el ascensorista me sonreía mientras accionaba el botón del último piso, recordé unos versos de Santa Teresa de Jesús.

Íbamos de nuevo rumbo a Gander, lejos del paraíso que yo había soñado y que no era, finalmente, más que el sueño de un europeo tan perdido como el tiburón de la playa.

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