Colaboración: Aquella portada de Bohemia
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
La vi en un kiosco de la Place de la Bourse, en París. En la portada de la revista cubana Bohemia un barbudo sonreía con una gorra verde olivo y uniforme del mismo color. Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos. Eran de color esperanza. Durante el trayecto en Metro hojeé la revista. El papel que recuerdo era amarronado, de grano grueso. Olía a algo que nada tenía que ver con la realidad que me rodeaba. Más tarde, después de un descafeinado sin güisqui, los tiempos no estaban para grandes alegrías, me di cuenta de que era mi primer contacto con la Revolución cubana.
Todo lo que yo conocía de Cuba era Chelo Alonso, la estrella cubana salida de Camagüey que con un cuerpo que más tarde se convertiría en símbolo sexual europeo hacía babear a toda Francia. Y todas las noches, en el teatro “Folies Bergère” de París, señores encorbatados y de posibles le rendían pleitesía como a la reina que era.
Chelo, a la que conocí fuera del templo donde sus fieles la veneraban, tenía unos años más que yo, cuatro o cinco, y era una mujer también de enorme belleza espiritual.
A mí, la política no me interesaba entonces pero cuando Fidel y su gente entraron en La Habana y forzaron las primeras planas de la prensa mundial, supe realmente de lo que ocurría allá en el Caribe, tan lejos de nosotros. Porque entonces sólo unos pocos viajaban en los aviones que se tragaban ocho mil kilómetros como si nada.
Uno, que tenía veinte años, todas las ilusiones del mundo pero poco dinero que manejar ni soñaba con esos vuelos de ricos. El tren era nuestro único modo de locomoción y cuando podías permitírtelo.
Y que supiéramos no había ningún tren que cubriera la línea París-La Habana.
Aquel día en que descubrí la portada de Bohemia me pasé de mi estación. En las páginas de la revista se contaban pormenores de aquellos insolentes muchachos, les llamaban guerrilleros, que habían conseguido echar a un dictador llamado Batista y del que pocas ideas teníamos nosotros, pijos europeos.
Pero había otros dictadores en América Latina y la verdad es que el día a día en una gran capital donde abrirse paso con una máquina Rollei y una Olivetti portátil, lujo insigne, era bastante dificultoso y copaba todas nuestras energías.
Aunque es cierto que en ese momento Europa necesitaba lo que pomposamente viejos políticos designaban como una “renovación política y moral”.
Con sus barbas que aparentemente no estaban todavía recortadas y sus uniformes verde olivo, los guerrilleros que salían de un lugar llamado Sierra Maestra se comieron nuestra imaginación.
Era como si a más de un europeo de mis años, chiquillos con ansias de escritura en busca de personaje, aquellas imágenes de “Bohemia” nos comunicaran una cierta idea de la justicia.
Aunque todo era muy cinematográfico. Los malos habían perdido y los buenos ganaban por goleada.
Fidel daba la impresión de tener ya muy claro que una buena imagen valía más que todos los discursos, sobre todo de cara al extranjero que le miraba con curiosidad y hasta desconfianza.
(Ya vimos luego cómo el cine cubano se desarrolló nada más acabar la Revolución, con eficacia y muchísimo talento. Fidel no olvidaba la lección de las cámaras).
Y no hizo nada por desmentirnos a los que casi desde el primer momento le vimos en el papel que Errol Flynn llevó a la cima de la gloria, el Robin de los Bosques pobre y valeroso, también con una barbilla, que puede con todo un poderoso y altivo Sheriff de Nothingann.
Batista, por supuesto, nunca había estado en los bosques ingleses ni tratado de seducir a Lady Marian, para el registro civil Olivia de Havilland, pero nos daba igual.
La portada de Bohemia terminó enmarcada modestamente en la pieza principal de mi minúsculo pisito, un séptimo sin ascensor del 21 rue Rodier, noveno distrito de París.
Porque tendría que esperar hasta 1985 para volar a Cuba por primera vez.
Veinticinco años habrían pasado desde que descubriera la Revolución de los barbudos allá en Cuba hasta el momento de aterrizar en el aeropuerto habanero.
Veinticinco años después de la portada de Bohemia, la Agencia France Presse, una de las tres más importantes del mundo, consintió en enviarme a La Habana para el Festival de Cine.
Fueron las mías crónicas tan sinceras y casi bucólicas que Fidel Castro no desaprovechó la ocasión al comparecer en el Teatro Carlos Marx el 15 de diciembre de 1985: “…Hubo una agencia europea cuyo reportero dijo: el Festival de Cannes se ha quedado pequeño al lado del Festival del Nuevo Cine de La Habana”.
Cuando regresé a París, con el retraso prescrito por la aviación internacional, y con mi primer nieto esperándome para ser bautizado, no pude menos que decir como si hubiese sido abducido: “He visto cosas maravillosas…Los niños”.
Y algunos compañeros del cono sur advirtieron al personal que “el Berro ha vuelto comunista”.
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La vi en un kiosco de la Place de la Bourse, en París. En la portada de la revista cubana Bohemia un barbudo sonreía con una gorra verde olivo y uniforme del mismo color. Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos. Eran de color esperanza. Durante el trayecto en Metro hojeé la revista. El papel que recuerdo era amarronado, de grano grueso. Olía a algo que nada tenía que ver con la realidad que me rodeaba. Más tarde, después de un descafeinado sin güisqui, los tiempos no estaban para grandes alegrías, me di cuenta de que era mi primer contacto con la Revolución cubana.
Todo lo que yo conocía de Cuba era Chelo Alonso, la estrella cubana salida de Camagüey que con un cuerpo que más tarde se convertiría en símbolo sexual europeo hacía babear a toda Francia. Y todas las noches, en el teatro “Folies Bergère” de París, señores encorbatados y de posibles le rendían pleitesía como a la reina que era.
Chelo, a la que conocí fuera del templo donde sus fieles la veneraban, tenía unos años más que yo, cuatro o cinco, y era una mujer también de enorme belleza espiritual.
A mí, la política no me interesaba entonces pero cuando Fidel y su gente entraron en La Habana y forzaron las primeras planas de la prensa mundial, supe realmente de lo que ocurría allá en el Caribe, tan lejos de nosotros. Porque entonces sólo unos pocos viajaban en los aviones que se tragaban ocho mil kilómetros como si nada.
Uno, que tenía veinte años, todas las ilusiones del mundo pero poco dinero que manejar ni soñaba con esos vuelos de ricos. El tren era nuestro único modo de locomoción y cuando podías permitírtelo.
Y que supiéramos no había ningún tren que cubriera la línea París-La Habana.
Aquel día en que descubrí la portada de Bohemia me pasé de mi estación. En las páginas de la revista se contaban pormenores de aquellos insolentes muchachos, les llamaban guerrilleros, que habían conseguido echar a un dictador llamado Batista y del que pocas ideas teníamos nosotros, pijos europeos.
Pero había otros dictadores en América Latina y la verdad es que el día a día en una gran capital donde abrirse paso con una máquina Rollei y una Olivetti portátil, lujo insigne, era bastante dificultoso y copaba todas nuestras energías.
Aunque es cierto que en ese momento Europa necesitaba lo que pomposamente viejos políticos designaban como una “renovación política y moral”.
Con sus barbas que aparentemente no estaban todavía recortadas y sus uniformes verde olivo, los guerrilleros que salían de un lugar llamado Sierra Maestra se comieron nuestra imaginación.
Era como si a más de un europeo de mis años, chiquillos con ansias de escritura en busca de personaje, aquellas imágenes de “Bohemia” nos comunicaran una cierta idea de la justicia.
Aunque todo era muy cinematográfico. Los malos habían perdido y los buenos ganaban por goleada.
Fidel daba la impresión de tener ya muy claro que una buena imagen valía más que todos los discursos, sobre todo de cara al extranjero que le miraba con curiosidad y hasta desconfianza.
(Ya vimos luego cómo el cine cubano se desarrolló nada más acabar la Revolución, con eficacia y muchísimo talento. Fidel no olvidaba la lección de las cámaras).
Y no hizo nada por desmentirnos a los que casi desde el primer momento le vimos en el papel que Errol Flynn llevó a la cima de la gloria, el Robin de los Bosques pobre y valeroso, también con una barbilla, que puede con todo un poderoso y altivo Sheriff de Nothingann.
Batista, por supuesto, nunca había estado en los bosques ingleses ni tratado de seducir a Lady Marian, para el registro civil Olivia de Havilland, pero nos daba igual.
La portada de Bohemia terminó enmarcada modestamente en la pieza principal de mi minúsculo pisito, un séptimo sin ascensor del 21 rue Rodier, noveno distrito de París.
Porque tendría que esperar hasta 1985 para volar a Cuba por primera vez.
Veinticinco años habrían pasado desde que descubriera la Revolución de los barbudos allá en Cuba hasta el momento de aterrizar en el aeropuerto habanero.
Veinticinco años después de la portada de Bohemia, la Agencia France Presse, una de las tres más importantes del mundo, consintió en enviarme a La Habana para el Festival de Cine.
Fueron las mías crónicas tan sinceras y casi bucólicas que Fidel Castro no desaprovechó la ocasión al comparecer en el Teatro Carlos Marx el 15 de diciembre de 1985: “…Hubo una agencia europea cuyo reportero dijo: el Festival de Cannes se ha quedado pequeño al lado del Festival del Nuevo Cine de La Habana”.
Cuando regresé a París, con el retraso prescrito por la aviación internacional, y con mi primer nieto esperándome para ser bautizado, no pude menos que decir como si hubiese sido abducido: “He visto cosas maravillosas…Los niños”.
Y algunos compañeros del cono sur advirtieron al personal que “el Berro ha vuelto comunista”.
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