Colaboración: Porfirio Rubirosa, el último seductor

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Porfirio Rubirosa, conduciendo un Ferrari
Por Sergio Berrocal         

(Algunas mujeres no son únicamente frígidas sino refrigerantes, neveras, refrigeradores vivos y ambulantes. Marcel Jouhandeau, “Souffrir et être méprisé” )

Eran años de machos estudiados que buscaban el poder casi con la capa y la espada, como caballeros andantes y trotantes. François Mitterrand ascendía al olimpo del poder, el máximo, la presidencia de la República, con una rosa roja de tallo largo en la mano. Jacques Chirac, que ya había dado su nombre al agua de París, como una Vichy o una Vittel cualquiera, ascendía a su vez a los cielos con la más bonita de las sonrisas, la que conquistaba a las damas.

Mitterrand y su hija secreta, Mitterrand y sus dos familias.

Chirac y sus conferencias de prensa en las que casi siempre conquistaba a una periodista bonita y disponible. Tres minutos, como el fotomatón.

Ahora, años dos mil, un payaso con mucho dinero y malísima leche, capaz de imitar a los israelíes con su muro de la vergüenza, anda corriendo hacia la presidencia de los Estados Unidos.

Ya hace cola detrás de Barak Obama y una señora con cara de amargada que todavía conserva un marido tan casquivano que se jugó el cargo de Presidente por un momento, momentito, sin más, de pasión periférica.

Tristes dos mil donde los únicos o casi, a los traficantes no se le cuentan, que conducen un Ferrari son antiguos granujillas a los que la suerte, estúpida suerte, encaramó al rango de estrella mundial del fútbol.

Películas se rodaron sobre Mitterrand, para tratar de desentrañar una mente maquiavélica, un hombre que sabía leer y escribir.

Las mujeres que andaban por las tribunas a un paso del olimpo presidencial habían vivido, amado, sufrido. Ni Maureen O’Hara, ni la Marilyn, aunque ella estuvo en el centro de la presidencia, cuando John F. Kennedy le pedía que le musitase feliz cumpleaños delante de su esposa legítima y bautizada. Y ella lo hizo, con voz bebida y paso vacilante. La emoción, sin duda.

Años dos mil, niñitas apáticas que seguramente esperan un ministerio, qué poca cosa, con caritas de alelí, al borde del desencanto cuando todavía no han tenido tiempo para vivir.

Porfirio Rubirosa fue uno de los últimos machos de la política y del trapicheo universal cuando en 1965 del siglo XX se mató o lo mataron. Pero al volante de un Ferrari que es como mueren los egos..

Había sido un fiel servidor y hasta yerno del dictador de la República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo, cruel y ambicioso como un personaje de Alejandro Dumas.

Uno y otro se marcharon de este mundo fuera de la cama.

Al Trujillo, uno de cuyos hijos había aireado un romance con una de las más bellas damas del Hollywood de los sesenta, lo balearon como se merecía un dictador desorejado.

Rubirosa…

Su vida terminó más románticamente a muchos kilómetros de Ciudad Trujillo, en el elegante bosque parisiense de Boulogne, donde en el caluroso amanecer del 5 de julio de 1965 una patrulla de policía descubriría su cuerpo hecho pedazos entre los hierros retorcidos de su Ferrari.

Todavía no habían sido colonizados los arbustos del bosque por la mariconería carioca de travestidos y otros ejemplares.

Un accidente bastante extraño. Oficialmente, Porfirio Rubirosa, de profesión sus mujeres, aunque cuando yo le conocí parecía haber abandonado esa lucrativa ocupación por un amor estable.

Creo que fui el último periodista que charló con él. Y si fue el penúltimo ustedes perdonen. El ego, el maldito ego.

Porfirio Ruborosa. Moreno, alto, con un cierto encanto caribeño que chiflaba a norteamericanas y europeas, ejercía la doble profesión de diplomático y seductor de la República Dominicana, cuyos destinos regía entonces Leónidas Trujillo.

En Francia estaba como en su casa ya que de pequeño solía pasar largas temporadas en París. Pero toda su existencia estaba centrada en la República Dominicana, cuando Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo en honor al "Benefactor".

Rubirosa fue un servidor y hasta yerno del dictador.

Fueron cinco matrimonios o junteras y como muestra basta la excéntrica pero multimillonaria Barbara Hutton.

En 1965, poco antes de su último paseo, el play-boy daba la impresión de haber roto con todo lo que había hecho de su vida una aventura chorreante de champaña, mujeres bellas y menos bellas, pero todas igualmente fáciles y elegantes, dólares y aquel polo con relentes colonizadores y gusto a champán frappé.

Se había retirado a una encantadora propiedad de Marnes-la-Coquette, un elegante pueblecito de las afueras de París donde en aquel entonces abundaban los millonarios.

En la que sería su última mañana salía de un cabaret de París cuando se produjo el choque fatal.

Si la tesis del accidente fue la oficial y la aceptada por muchos, hubo quienes sostuvieron que había sido liquidado para que no tuviese la tentación de hablar más de la cuenta.

Casualmente yo le había visto en su casa poco antes.

Allí, entre árboles bucólicos y un tapiz de inalterable verde por el suelo, llevaba al menos en apariencia una vida tranquila con su última esposa, una actriz sin un céntimo –excepción a la que fuera la regla de su vida – llamada Odile Rodin, quien sucedía a la Hutton, a otra millonaria estadounidense, Doris Duke, y a la primera de la serie de cinco, la mismísima hija de Trujillo, Flor de Oro. También había estado casado con otra francesa, igualmente actriz, Danielle Darrieux y con alguna que otra multimillonaria más, en dólares de la época, Cuando le vuelva a ver le preguntaré.

En su libro “La fiesta del chivo”, Mario Vargas Llosa escribe sin el menor deje de misericordia y con un alarde de envidia que Porfirio Rubirosa "era famoso en el mundo por el tamaño de su verga y sus proezas de cabrón internacional".

Tampoco olvida que "Porfirio tenía ambición y se había tirado a grandes hembras, desde la francesa Danielle Darrieux hasta la multimillonaria Barbara Hutton".

Después de tomarnos un café caribeño nos paseamos por el parque de su residencia y charlamos. Por lo visto, el futuro Premio Nobel de Literatura no había podido documentarse a la sombra de los árboles del parque.

Supongo que a Porfirio Rubirosa no se le había ocurrido ni por un momento, en aquel plácido ambiente lujoso, que le quedaba muy poco tiempo que vivir. La vida había sido siempre para él una especie de cuento de hadas.

Solía decir con un orgullo que le era muy difícil ocultar que su padre, Don Pedro, había sido un general por el que el dictador Trujillo sentía amistad y respeto, lo que le valió a él, después de una noche de juerga en la que por primera vez se halló frente a frente con el Benefactor que iba a marcar toda su existencia, encontrarse por capricho vestido de uniforme y con el grado de teniente de la guardia personal del que no tardaría en convertirse en su suegro.

Transcurría 1931. Un año después, la marcha nupcial sonaba en una capilla de la residencia veraniega del dictador.

El tenientecito contraía matrimonio con Flor de Oro, que se había enamorado locamente de él, aunque Rubirosa pretendió siempre que fue un flechazo en doble dirección y que en ningún momento buscó con esta unión, alianza o fortuna. Pero la tenía. Era el yerno del hombre más temido del Caribe. Del hombre cuyo retrato estaba en casi todas las casas de la isla como la del Cristo Redentor.

Del hombre que había saqueado impunemente a todo un pueblo para alimentar sus diferentes y sustanciosas cuentas bancarias en la Dominicana pero sobre todo en Estados Unidos y en Suiza.

Salido de una familia acomodada, pero aparentemente sin grandes bienes, Rubirosa se encontraba en una cama de oro.

Flor de Oro sería para él la iniciadora, la tarjeta de visita que con el título de diplomático iba a permitirle, una vez divorciado de ella, abrir las piernas y las cuentas bancarias de millonarias ávidas de caricias exóticas o sencillamente perversas y de algo que buscaban por encima, o por debajo, de todo a cambio de ofrecer una vida regia.

Esa tarde, mientras paseábamos por el parque de su casa, me dijo que estaba escribiendo sus Memorias.

Rubirosa había sido confidente, con almohada por medio, de toda la familia Trujillo, había convivido con ellos y conocía todos sus secretos.

El viejo tirano de suegro había caído y él había perdido el puesto de diplomático en París.

Aunque tenía una sonrisa desenvuelta y muy requeteafeitada, de hombre de mundo acostumbrado a perder en una mesa de juego un fajo de billetes sin parpadear, había algo si no de tristeza si de pesadumbre, cólera contenida incluso.

Parecía con ganas de explicarse a toda costa y yo era el periodista que más tenía a mano:

— Actualmente es cierto que ya no soy diplomático, pues el nuevo gobierno dominicano no me ha pedido que siga en mi cargo. Pero estoy convencido de que como diplomático podría rendir grandes servicios a mi patria. Ya sé que se me echa en cara el haber estado casado con la hija de Trujillo, lo cual me habría permitido hacer negocios en el extranjero aprovechando mi cargo diplomático. Otros han dicho que me peleé con el mayor de los hijos de Trujillo, Ramfis, por cuestiones de dinero.

La verdad es que mis razones fueron puramente políticas. Cuando murió su padre le pedí que instaurase un régimen democrático. Primero aceptó pero luego consideró que lo mejor era largarse al extranjero. Así, pues, yo he hecho lo imposible para que mi país gozase de un régimen democrático. Una prueba de esa voluntad mía es que en varias ocasiones me exiliaron de Santo Domingo, incluso siendo esposo de la hija de Trujillo.

Sobre sus Memorias, Rubirosa se había mostrado conmigo más bien cauto o por lo menos expeditivo:

-- Hace tiempo me pidieron escribir estas Memorias. Y en realidad no quería escribirlas. Pero se han dicho tantas barbaridades sobre mí y se ha deformado tanto la realidad que he querido poner los puntos sobre las íes. Y quienes me han atacado lo han hecho tanto en el aspecto personal como sobre mi vida política.

Antes de que me mandase prácticamente a hacer puñetas, quizá porque hasta un periodista principiante como era yo entonces siempre llega a ser molesto por la cabezona insistencia de sus preguntas, y sobre todo por algo que le dije sobre lo mucho que tenían sus anteriores esposas y la nada que poseía la de entonces, Odile Rodin, me habló de las mujeres con una sonrisa maliciosa:

— Me han procurado buenos ratos, me han dejado buenos recuerdos pero también me han dado más de un dolor de cabeza.

Cuando le volví a ver no se distinguía de los hierros retorcidos de lo que fuera un hermoso Ferrari.

Y nunca oí hablar más de esas Memorias que se anunciaban tan explosivas.

En julio del año pasado, se cumplió medio siglo de su accidente mortal y se publicó que en EEUU estaban escribiendo un guión sobre su vida. No es el primer intento de llevarla al cine, y en uno de los anteriores estuvo implicado Antonio Banderas, pero de momento, Rubirosa sigue inédito para la gran pantalla.

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