Colaboración: El terrorista

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La estación de Lyon
Por Sergio Berrocal     

De pronto dejó de llamar al teléfono de casa, como había hecho todas las noches, a la misma hora desde hacía varios meses, pese a que el número había sido cambiado dos veces. Sus llamadas estaban siempre preñadas de amenazas entrecortadas por unas palabras que parecían amables: "¿Cómo están las niñas?". Una mañana, otra mañana de las muchas que hubo, un diario anunció el descubrimiento del cadáver de un hombre en las montañas que daban paso a España sin atravesar la aduana.

Redención, pensamos.

Otra mañana de meses atrás me localizaba en mi despacho de una agencia de prensa mundial. Tenía que hablar urgentemente conmigo. Era cuestión de vida o de muerte. Venía huyendo de España, se apresuró a decir. Me dio cita en la Estación de Lyon al día siguiente por la tarde, cuando en el París de invierno empieza a caer la noche. Imaginé lo peor. Pensé que aquella cita estaba relacionada con el proceso del intento de golpe de Estado perpetrados por golpistas militares en el Congreso español. Era 1981 y un oscuro teniente coronel de la Guardia Civil, un tal Tejero, saltaba a los titulares como golpista mayor.

Con todas las películas que uno había visto sobre espías y terroristas, imaginé cualquier cosa. Acababa de leer un libro sobre los servicios secretos israelíes, el Mossad, y su eterna lucha contra terroristas o supuestos terroristas palestinos. Traté de recordar si daban alguna recomendación para casos como éste pero no conseguí nada que me sacara del atolladero.

Yoyes, Chacal. Varios nombres se apretujaron en mi cabeza. Personajes reales pasados por cine, pero aquella no era ninguna película y yo menos aún un actor.

En España estaban a vueltas con el proceso del intento de golpe de Estado perpetrados por golpistas militares en el Congreso. Era 1981 y un oscuro teniente coronel de la Guardia Civil, un tal Tejero, saltaba a los titulares como golpista mayor.

El señor Cano, dijo llamarse así, precisó que nos veríamos junto al restaurante Le Petit train, una joya del buen gusto francés, un auténtico museo de la Belle Époque, del París de 1900, dentro de la estación de Lyon. Agregó que no me preocupase, que él me reconocería y me dio su propia descripción. O eso dijo.

Adoro esa parte de la Gare de Lyon y hubiese sido una gozada ir de nuevo a comer a ese restaurante de gastronomía tan exquisita como su decoración. Pero la cita no apuntaba ni mucho menos a un gozo gastronómico.

Pedí a un compañero que me acompañase, como testigo y algo más, porque resultaba que, antes de meterse a periodista, Miguel Carreira había sido capitán del Ejército Republicano durante la Guerra Civil de España (1936-1939). Además de su talento como escribidor, sabía un rato de tiros y de gente que los daba.

Estuvimos dando una vuelta entre la multitud y nadie coincidía con la descripción que yo tenía de mi visitante, sencillamente porque era falsa.
Repentinamente el señor Cano se presentó y nos saludó.

Eligió un snack-bar muy cercano. Tardamos unos minutos en darnos cuenta de una particularidad. Los asientos eran de hierro y estaban atornillados al suelo, al igual que la mesa.

Él se situó de forma a dominar la puerta de entrada. Explicó largamente que había sido, era o sería, correo de ETA (organización terrorista vasca) pero que se había apartado de sus compañeros pese a lo cual las autoridades españolas no querían dejarlo en paz. Sacó de una cartera un montón de documentos que probarían su "rehabilitación".

Me pedía que, como periodista, intercediese para que en la prensa española tuviesen en cuenta los documentos que aportaba para que "él pudiese volver a ser un hombre normal".

De la calle venían todos los ruidos del mundo, que yo amplificaba con el pánico que empezaba a invadirme.

Aunque ya no se oía el silbido del vapor de los trenes, reinaba una enorme algarabía. Cada vez que sonaba una sirena, cosa frecuente en ese barrio, el señor Cano metía la mano en un bolso de deportes que había puesto a sus pies y cuya cremallera había dejado abierta. En un momento dado nos miró y cortando su discurso dijo: "Yo ya no tengo nada que perder. Si han llamado ustedes a la policía…"

Quería salir corriendo pero la combinación de la mesa y el asiento lo prohibían. Traté de tragar una salchicha que había tomado de un plato recién servido pero me atraganté.

Miguel no quitaba los ojos de la mano izquierda de nuestro comensal cada vez que la disparaba en dirección al bolso.

Estaba un poco pálido. A menos que aquello fuese fruto de la luz de los neones y de mi imaginación.

Cuando llegamos al final de la tediosa confesión de aquel hombre, me entregó los documentos advirtiéndome que contaba conmigo. Prometí, aunque la voz apenas me salía, que los mandaría a un periódico español para que ellos evaluasen el interés de publicar lo que parecía era una confesión y un pedido de clemencia.

Desde Madrid, en la Redacción del periódico me aseguraron que, efectivamente, aquel tipo no iba de farol y que muchas de los datos que daba eran auténticos,  perfectamente verificables.

El silencio radio se prolongó. Yo les insistía porque todas las noches tenía esperándome en casa la llamada del señor Cano. En Madrid no querían saber nada y yo estaba cada vez más angustiado.

Aquella situación duró una eternidad. Cada vez que el teléfono sonaba, mis hijas se ponían pálidas. Y eso que no sabían que cuando salimos de la cita de la estación de Lyon, Miguel, el que fuera capitán republicano, me había asegurado que lo que tenía nuestro forzado invitado en el bolso era una bomba de mano. Y no de juguete.

Las llamadas del señor Cano preguntando que cómo iba su caso se convirtieron en una tortura. Pero uno se acostumbra a todo probablemente, incluso a amenazas cada día más explícitas.

Por aquel tiempo estrené, bromas del calendario del concesionario, un Fiat Super Miriafiori. El día del estreno, al cabo de unos kilómetros de la autopista a París, observamos con satisfacción, pese al señor Cano, que el motor ni se oía. Hasta que empecé a percibir un tic-tac desagradable. Me asusté y me metí en la primera estación servicio. Bajamos un tanto precipitadamente y al señor que se acercaba con su manguera en ristre le pedí que "echase un vistazo al coche".  Ante su extrañeza precisé con voz seguramente un tanto alterada que oía un tic-tac que, justifiqué, me molestaba.

El hombre soltó la manguera como si hubiese descubierto de pronto que era una serpiente y me espetó que me largara cuanto antes. Nos fuimos y como el tic-tac persistía me detuve en el arcén, con mi esposa al borde de un ataque de nervios y yo bastante preocupado, bueno…

Paré el motor y observé que el tic-tac seguía. De pronto, pero no demasiado de pronto, entendí que el ruido provenía del reloj de mi nuevo coche, que era de cuarzo…

Una semana después, o eso creo, leímos la noticia del muerto hallado en la frontera con España. Nos creímos, nos quisimos creer que era el cuerpo del señor Cano. Lo dije en mi casa, agregando que se habían acabado las llamadas nocturnas. Había terminado la pesadilla.

Pero, en el fondo, ¿quién me dice a mí que el señor Cano no sigue vivo, jubilado en cualquier pueblo de España, y que un día, tal vez, se acuerde…?

Y volvamos a oír a las tantas de la noche aquella preguntita tan inocente: "¿Cómo están las niñas?".

Algunas de estas mañanas de playa en esta frontera, la última frontera de Europa antes de que empiece el Mediterráneo, me he tropezado con un señor mayor que yo, que me dijo algunas frases en perfecto francés antes de volver al andaluz.

Ayer, después de comentar el estado del agua y hablar de las medusas que todavía no habían hecho acto de presencia, nos sentamos en el chiringuito con un vaso de vino fresco. Entonces me comentó que era de origen iraní, que hacía negocios en la Costa. Y hablamos de Cuba, de París y entonces se le encendieron los ojos. Adoraba el restaurante de la Gare de Lyon…

Con no sé qué pretexto puse arena por medio y ya no he vuelto a verle. Pero queda mucho verano por delante…


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