Colaboración: Salvador Dalí, un Amor de cine

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Dalí y Gala
Por Sergio Berrocal    

Salvador Dalí pretendía que no podía ir al cine porque automáticamente cambiaba en su cabeza todo lo que pasaba por la pantalla. Un dilema que resolvía no metiéndose nunca en una sala oscura. El pintor catalán fue el artista plástico que nadie tuvo. El surrealista desencantado y fuera de sí capaz de todas las genialidades. Pero mucha gente no lo sabe porque la propaganda oficial ha situado como número uno a Pablo Picasso, pintor que siempre pareció pintar sin amor y con poca gracia.

Dalí era todo lo contrario. Se desmelenaba por menos de nada y no solo encantaba con su talento en el manejo de los pinceles sino que era un hombre de espectáculo, de esa farándula que tienes que llevar dentro si quieres que te tomen medio en serio.

Además de tantas cosas, además del amante más fiel y constructivo, fue un cineasta de talento y sin pretensiones pero genio total que dio a Luis Buñuel el empuje maravilloso que le chorreaba por las manos para construir una película que todavía puede verse con estremecimiento y admiración, "El perro andaluz"- Luego años vendrían Walt Disney y sus colorines saludables.

La revelación sobre su particular manera de concebir una película, de ver una película, me lo contaba Dalí en el Hotel Meurice de París, de rancia y exclusiva elegancia, situado en los soportales de la Rue de Rivoli, frente a las Tullerías.

Era el lugar de cita casi secreta por su situación geográfica de lo más rancio de la Ciudad Luz.

Durante treinta años, Salvador Dalí y su mujer Gala se refugiaron siempre que iban a París en una suite trasnochada, que recordaba mucho al "Gatopardo" que Luchino Visconti transformó en una película culta.

En aquel hogar flotante siempre estaban a media luz pese a que en días benditos el sol chorreaba por los balcones que daban a la calle.

Era 1957 o 1958, probablemente en otoño, que es el momento en que París recobra por un rato la belleza de los impresionistas y la dulzura de los nostálgicos.

Salvador Dalí había llegado unos días antes y en ese cuartel general, con el bigote dispuesto a la lucha, era su tarjeta de visita, el acento que atropellaba las erres hasta el paroxismo y el bastón precioso, A su lado, una vez más, escondida entre cortinas, sonriente cuando la veías atravesar la habitación con su Chanel, Gala, la mujer que había hecho suya sencillamente quitándosela a un amigo de surrealismo. Ahora, y hasta el final, sin un día de descanso, sin un fallo, sin un murmullo, Gala la silenciosa le acompañaba siempre, aunque nadie la pudiese ver, aunque ella dijese que estaba en otro lugar.

Al lado de su marido, ella hablaba poco o casi nada. Casi siempre le oías la voz que salía de su sonrisa y probablemente de la ausencia de su sonrisa y sus ojos, escondidos nada más que para el maestro, el hombre de su vida. El de los dos era un amor de cine. Un amor para toda la vida, sin cortes, en technicolor y pantalla grande. Para el hombre ya maduro, que quizá alguna vez oyó hablar de amor, Gala había sido la heroína que cada hombre busca, en general sin encontrarla, a lo largo y ancha de toda una vida. El ejemplo que te permite seguir cuesta arriba, que evita te desboques del todo cuando llegan las cuestas abajo. La mujer. El amor.

Pero aquella tarde, Dalí, como siempre, me enseñaba algunos de sus trucos. Me "epataba" con las cosas que decía al jovencito poco culto que yo era,

- Voy muy poco al cine. Tenga en cuenta que para mí es un verdadero problema. Mi imaginación transforma inmediatamente los personajes que aparecen en la pantalla cambiándoles de sexo y cosas así… Tanto que cuando cuento la película nadie la reconoce… Mi actriz preferida es Greta Garbo y es a la única que en la pantalla no le cambio el sexo. Estoy tratando de que acepte mi proposición de realizar una "Santa Teresa de Jesús". Sería un filme místico, con guión mío.

Confesaba Dalí, entre teorías geniales casi siempre destinadas a asombrar a los periodistas, pobres plumíferos que sin entender que el genio estaba suelto y que ellos tenían la suerte de escucharle, la suerte de que les dirigiese la palabra, se tomaban más en serio que el hombre que revolucionó la pintura.

En un rincón de la suite, tan callada como omnipresente, estaba su esposa Gala ("Llamo a mi esposa Gala, Galuchka, Graiva, Oliva por el ovalado de su rostro y el color de su piel") que le había literalmente robado a su "amigo" Paul Eluard, especie de papa del surrealismo, en el que el pintor multimillonario y multitalentoso estuvo mucho tiempo inmerso.

Mientras la contemplaba por debajo de un cuadro del XVIII, que en aquel decorado parecía una aberración mental, tan lejos del vertiginoso y aéreo Cristo de Dalí, tuve que reconocer que realmente el robo valía la pena.

Porque Gala no fue solo su mujer. Fue sobre todo una especie de musa, quizá la encarnación de ese amor loco con el que hemos soñado todos. Cuando se conocieron, el hombre del bigote engomado (dicen que con miel, otros pretendían que con una crema especial que compraba en una tienda de su Cataluña natal, allá en el noreste de España, a mí me dijo que con azúcar y agua) le prometió con un romanticismo que parecía una broma más de las suyas: "No nos separaremos nunca".

Y así ocurrió hasta que, como dice el cura en el momento del consentimiento mutuo, la muerte los separó para siempre.

Gala fallecería en 1982 y Dalí el 23 de enero de 1989 a raíz de una tortuosa agonía, que parecía una travesura más de las suyas y que tuvo movilizada a la prensa del mundo durante días enteros en una Cataluña que ahora será recorrida por esos tontos turistas de la máquina fotográfica al cuello en lo que creerán ser una intrusión casi indecente en la vida de uno de los mayores genios de la pintura y del marketing artístico. Tenía la friolera de 85 años, gran parte de los cuales los había pasado riéndose de una sociedad a la que apabullaba con sus declaraciones y credos que se sacaba de la manga pero que se le consentían porque su genio como creador era tan infinito como el que pudo tener Miguel Angel.

Todo el mundo le adoraba o le odiaba porque finalmente es difícil no admirar o no detestar a quien te permite considerar que la vida es una enorme broma en technicolor.

Aquella tarde, o tal vez fuera una mañana, con Dalí nunca se sabía, Gala estaba vivita y coleando y aparentemente le hacía gracia mi juventud, esa misma de la insolencia sin fronteras que hasta puede hacerse simpática sobre todo en aquellos años, cuando la gente sabía estar.

Desde su rincón, Gala me hacía musarañas.

Luis Buñuel, con quien escribió la película "El perro andaluz", dijo: "El verdadero pintor es el que es capaz de pintar escenas extraordinarias en medio de un desierto vacío. El verdadero pintor es el que es capaz de pintar pacientemente una pera en los momentos más tumultuosos de la historia".

Aquel día de 1957-1958 en París, Dalí era ya una infinita y rectilínea leyenda en todo el mundo del arte y en el de las transacciones comerciales artísticas. Con Gala formaba una pareja que lucía con la luz propia de la gente a la que le importa un pito el qué dirán.

Todavía veo a Dalí sentado en un sofá de estilo caro y lujoso con un bordado de flores sobre seda clara, impecable él con su traje oscuro y su chaleco casi fosforescente. En una de las fotos que me han quedado imita con las dos manos unos ojos orientales, sin soltar en ningún momento uno de los bastones que nunca le abandonaban. Como caminaba perfectamente ahora me pregunto si no lo llevaba para evitar doblarse en dos de risa ante la majadería de la gente que le tocaba lidiar a diario.

Siempre he pensado que la foto era algo más que ese espejo del alma que los indígenas de ciertas tribus de alguna parte no quieren perder por lo que se niegan a que les fotografíen. Estoy convencido más bien de que una foto es una radiografía de lo más íntimo del ser humano. Basta con saber interpretarla. Entre aquellas fotos tomadas durante la entrevista acabo de descubrir una que no había visto nunca. En esos trasvases clásicos de los periodistas, los negativos se perdieron y sólo me quedaron unos contactos de los originales en 6x6.

Hubo uno que me llamó la atención pero que apenas podía distinguir. Suponía que era una foto como las otras en las que Dalí hacía el payaso inteligente. Una vez ampliada he descubierto lo que ya no recordaba en aquella suite del Hotel Meurice.

En un primer plano aparece Gala y aunque luce un elegante y sobrio traje de Chanel parece aquejada de tristeza envejecedora, como encorvada, con una sonrisa apenas esbozada por sus estrechos labios. Está sirviendo té negro en tazas blancas. Para mí desde luego no porque yo ya entonces prefería el güisqui con hielo y Perrier. A su lado, casi oculto por su mano izquierda, el rostro de un Dalí que no ha visto la máquina y está confiado, con las manos cruzadas en su regazo, como un niño bueno. Su expresión es de lo más banal. Nada en sus ojos apagados habla de esa ruidosa genialidad que derrochaba a manos llenas.

- Pues sí, gano bastante dinero. En mi casa el dinero entra por todas partes. Y no sé dónde va a parar. Tiene que estar entrando constantemente… Para mí, los cheques suponen la coronación de mis esfuerzos.

En un rincón de la suite Gala, la mujer de todos los amores de aquel hombre que nunca había amado antes, seguía tronchándose de sonrisas cómplices, cosa que en mi inocencia no entendía.

- Figúrese que antes de nacer yo ya había visto el huevo sin plato. Cuando era muy pequeñín, las paredes de mi casa estaban llenas de jeroglíficos, gatos con seis patas y cosas por el estilo.

Entonces fue cuando se me ocurrió la pregunta que antes le habían hecho miles de periodistas.

- Estoy completamente de acuerdo en que soy un genio, ya que soy el primero en afirmarlo. De todos modos, no hay que decir que yo sea un pintor genial. Esto es imposible ya que actualmente la pintura decae. Yo soy simplemente un genio… En cuanto a quienes piensen lo contrario, un ataque que venga de una persona inteligente es preferible a un elogio por parte de un imbécil.

Nunca sabré si la caritativa conclusión me estaba destinada.

 Aquel día tan lejano y que mientras tecleo me parece tan próximo me soltó dos sentencias definitivas:

- Mi pintor preferido es Dalí… Estoy rodeado de locos.

El Dalí que yo había conocido muriéndose de cachondeo en un gran hotel de París ahora se moría de veras, harto de vivir desde que Gala se le había marchado en 1982, siete años antes. Pero era la muerte lenta no sólo para él sino para todos los periodistas que teníamos la obligación de no dejar en paz su recuerdo y, sobre todo, en que no se nos escapase el último suspiro del flash periodístico que llegó por fin, y que Dalí me perdone, el 23 de enero de 1989 en el hospital de Figueras, a 70 kilómetros de Barcelona y no lejos del castillo de Poubol, donde había buscado refugio cuando perdió a Gala.

Ese 23 de enero era un día frío como los que suelen hacer en Madrid cuando el aire de la sierra se ríe del sol que pueda florecer en la Gran Vía. Aquel día Dalí descansó y nosotros también. Pero pese a esa larga agonía que nos tuvo a todos a dos dedos del infarto del agotamiento, a Salvador Dalí siempre le recuerdo con mucho cariño. Gracias, Maestro, por su bondad, por su genialidad, por haber hecho divertirse al mundo entero al mismo tiempo que le dejaba un legado artístico inestimable. Gracias por haberle tomado el pelo al mundo entero con las carcajadas silenciosas que sabía ocultar tras sus ridículos bigotes. Gracias por haberse carcajeado de tanto analfabeto que creía que usted estaba loco cuando en realidad era el único sensato porque sabía reírse hasta de su sombra. Tuvo suerte marchándose. Se murió a tiempo para no ver la talibanización de una sociedad donde el surrealismo del absurdo ha llegado a tales niveles que hasta Luis Buñuel se hubiese muerto de asco o, lo que es peor, de aburrimiento. Pero, Maestro, ahora sí que le echamos de menos. Su genialidad hubiera dado sol al hastío de estos años dos mil cargados de cólera, dolor y sangre.

Gracias, Doña Gala, allí donde esté.

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