Colaboración: Héroes anónimos cubanos

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Cubanos esperando para comprar tarjetas de internet (JA)
Por Sergio Berrocal       

Tengo un canario amarillo al que he bautizado Hemingway, aunque mi hijo ya lo ha apodado Piticlin, él sabrá por qué. Es una manera como otra de no hablar solo y de tomar una copa con alguien. Aunque ignoro su nacionalidad, procedencia y filiación familiar he observado que cuando le he hablado de Ernest Hemingway ha prestado más atención que al rico alpiste.

He empezado a leerle "El viejo y el mar", después de haberle indicado que el mar es una extensión de agua que él puede ver al final de la terraza. Creo que lo ha entendido perfectamente. Ya vamos por el capítulo en el que el pescador ha atrapado al pez de su vida. Piticlín suelta un canto de contento que da gusto.

Le he aclarado que Hemingway, su padrino, fue un tipo --no le he mencionado que era norteamericano no vaya a ser que lo hayan criado en la Teología de la Liberación-- que se afincó en Cuba porque allí encontró cariño, amor y hasta una manera de vivir dulce y asequible.

He tenido que explicárselo dos veces pero al fin lo ha entendido. Cuba vivió una Revolución de cincuenta y tantos años que dejó al mundo boquiabierto. Creo que le gustaría verlo en la pantalla, pero todavía no se ha rodado la auténtica película, que podría ser un documental largo que retrate exclusivamente de mil maneras, como personajes que lo merecen, el ayer, el hoy y hasta el mañana de los verdaderos héroes anónimos y sin grado de esa Revolución que terminó abruptamente con la llegada a La Habana de unas modelos de Chanel y de un presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, acompañado hasta por su suegra.

Consistiría en reconstituir sus vidas cuando muy jóvenes tuvieron que sacrificarse ejerciendo trabajos de los más penosos para ayudar a la patria. Seguirlos hasta hoy, qué ha sido de ellos, cómo pudieron llevar de frente el esfuerzo que exigía Cuba y el que demandaban sus, estudios, oficios o profesiones.

Retratarlos actualmente, en 2017,en blanco y negro, recoger sus testimonios de la forma más sincera, emplazarlos en la Cuba actual, cuando ya no se exige a los jóvenes cubanos que además de estudiar y trabajar vayan a cortar caña regularmente o a recoger café, dos mamelas de la agricultura que en los años sesenta eran indispensables.

Uno de esos héroes, como millones de otros, tan anónimos como si no hubiesen existido, pasó retazos de su joven vida, la mejor y la que más pronto se destruye, dedicando mucho tiempo y empeño al corte de la caña de azúcar. Para él era una obligación pero también algunos tenían la impresión de ayudar al país a salir del ostracismo en el que le habían sumergido los norteamericanos.

Otro de ellos, un amigo mío personal, combatió en frentes extranjeros a los que la solidaridad política acudía con armas y uniformes para echar del poder al dictador de turno, o al menos así lo creían. Porque era una época de ilusión pura. La Habana estaba llena de carteles de Fidel y del Ché Guevara con frases de pura ilusión y esperanza. Y los europeos viajábamos a La Habana casi en busca de aquella última copa en la que había bebido Jesús la noche en que le rodeaban doce apóstoles.

Nunca encontré ese santo grial, aunque Fidel Castro, una noche de gala, me dijo algunas cosas que ya guardo para mí, porque no eran importantes más que para mí.

Cuba está llena de esos héroes anónimos de las zafras de la esperanza, y de las fallidas, y de la recogida del café a la que se enrolaban con un patriotismo que en Europa solo se percata uno de que existe cuando el equipo de fútbol de tu gusto gana. Y de hombres y mujeres que se jugaron la vida fuera o dentro de casa.

Lo más admirable es que ninguno de esos héroes -- algunos son compañeros de escritura y de esperanza desde hace años--, se jacta de nada. Medio siglo después de que Fidel prometiese una patria socialista igualitaria, ellos siguen trabajando, con las teclas entre los dedos; escriben y sueñan.

No me voy a enredar en cifras de combatientes en las guerras en las que Cuba participó en nombre de la libertad. Ni de los que sufrieron como animales los cortes en propia carne de la caña de azúcar, entonces la única subsistencia de Cuba. Ni de los muchachos, casi niños, que dedicaron una parte de sus existencias –y a esa edad cada segundo es importante—a recoger café, menester que, me cuenta un personaje que fue del periodismo oficial cubano, era tan importante como el del azúcar.

Son todos ellos, ni siquiera diré el nombre de uno solo, héroes en la sombra.

En espera de esa película que pueda reunirlos en conversaciones en conversaciones ante una cámara, viéndoles vivir, desenvolverse en la que ahora misma es su menester, con el que se ganan las habichuelas diarias, el periodista y escritor Manuel Juan Somoza publicó en 2012 "Crónica desde las entrañas" (Ediciones La Memoria, La Habana), un libro en el que se tropieza el lector con muchos de esos hombres y mujeres que se sacrificaron sin pedir nada. Es un libro que me parece hoy más que imprescindible para comprender medio siglo de lucha en pos de la Revolución cubana y que deja planteado el problema con un par de frases sencillas:

 "El torbellino de los años 60 desgastó a los jóvenes que se entregaron sin pensarlo a la pasión de la política. Muchos habían abandonado sus estudios para convertirse en soldados o en peones, a fin de hacer lo que hiciera falta, y la década de los 70 marcó una tendencia a la institucionalización del país o a cierto encartonamiento de la sociedad, que poco tenía que ver con la espontaneidad romántica de los primeros tiempos de la Revolución".

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