Colaboración: El discreto Tarzán de Amazonía

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Tarzán
Por Sergio Berrocal     

Mosquitos entrenados en el infierno de la taberna de la esquina. Cuando Satanás era obrero de la construcción y paraba allí para tragarse una copa de aguardiente perruno, atacaban al mismo tiempo a todos aquellos y aquellas que tuviesen carnes al aire libre aunque fuese en verano bochornoso.

Mosquitos entrenados para matar, venidos de un infierno amazónico donde ni los hombres podían con ellos, habían emigrado a Europa en un cargamento de bananas y convertían las veladas de estío en pesadillas con champán. Era todo muy chic.

Se quedaron y con la colaboración de minúsculas arañas volantes llevaron el desasosiego a playas, terrazas de bares donde se degustaba un mojito, y a cualquier sitio donde un muslo, sobre todo si era de mujer joven y rica, se pusiera a tiro.

Hubo grandes debates en el Parlamento para saber qué hacer.

Un productor de cine que ya andaba por los 84 años quiso hacer una nueva versión de “Lo que el viento se llevó” donde los protagonistas fueran mosquitos carniceros y en la que no figurasen ni soldados ni señoritas casaderas en haciendas de ensueño. Antes de fracasar, un mosquito piadoso encargado de vehicular el dengue le mordió y el hombre se dejó morir.

En el pantanal de la Amazonía, una de las más bellas regiones de Brasil, algunos lugareños me aseguraron que si esa parte de la selva era impenetrable no se debía al miedo que puede tenerse a animales como el yacaré (cocodrilo más feroz y astuto que los del Nilo), la anaconda o el jaguar. Si nadie consigue invadirnos por aquí –entonces se hablaba mucho de preparativos de EEUU por si algún día hubiese que apoderarse de las preciosas reservas de agua potable que posee este lugar de 5,5 millones de kilómetros cuadrados-, es sencillamente porque los mosquitos son todopoderosos.

Podría usted luchar contra las serpientes y con un poco de suerte contra los jaguar, y que Dios lo preserve contra el yapero los mosquitos acabarían matándolo, nada se les resiste, me decía un hacendado.

Esta mañana me he levantado con un poco más de respeto por esos mosquitos que me hacen la vida medio imposible. Si sus hermanos brasileños son capaces de defender una zona estratégica de Brasil, ¿cómo no bendecirlos? Quizá los que me atacan en estos días y noches de veranos están aquí solo para un entrenamiento antes de ir al frente.

Sabemos poco de todo y nada de lo demás.

En ese entrañable Pantanal que forma parte de la Amazonía, vivía en tiempos míos un boliviano que ejercía en aquellos tiempos en la región como Tarzán aficionado para señoras turistas que, como nosotros, pasaban unos días en un hotel flotante, en medio de la selva, de los mosquitos y de las pirañas.

Además de que se le consideraba guapo, su especialidad era bañarse con las terribles anacondas, enormes serpientes reputadas por romperle el esqueleto a una vaca de las que atraviesan imprudentemente el rio para ir a sus pastos. El único problema eran esos graciosos peces llamados pirañas, reputadas por dejar limpio el esqueleto de la misma vaca en menos de lo que canta un gallo, animalito que nunca vi en El Pantanal.

Nos tropezamos fugazmente con el Tarzán boliviano una noche de acetileno, de mosquiteras reforzadas y de pesca de pirañas, con las que se obtenía una sopa rica. Una vez cocidas, había que arrojarlas de nuevo al río porque sus cuerpos eran una auténtica sierra capaz de cortar cualquier cosa.

Nos contaron que equipos de televisión y periodistas yanquis reporteaban de vez en cuando al Tarzán porque en algunas peluquerías de Estados Unidos su imagen arrasaba entre las clientas viudas y adineradas y no siempre viejas.

Pero debo de reconocer en honor a esa verdad que nadie sabe si no se escribirá con be de burro, que solo le conocí el tiempo de una noche de poca luz y mucho nerviosismo porque unos graciosos habían invitado a nuestra cena a una anaconda no demasiado grande y un poco atontada por tanto jaleo.

Nunca he visto en las pantallas al Tarzán boliviano aunque recuerdo una telenovela de mucho éxito que con el título de “Pantanal” contaba aventuras de corazones rotos. Pero sin machitos como aquel que, según comenzaron a contar algunas revistas norteamericanas, volvía locas a las turistas norteamericanas.

Regresé a Brasilia sin haber podido charlar con él, quizá porque era un auténtico niño de la selva y era incapaz de comunicarse con los demás, aunque bien que lo hacía con las turistas.

Un par de días antes de que me sacaran del Pantanal en una lancha rápida primero y luego en un avión que me devolvió a casa, comí una fruta amazónica que me hizo delirar durante ocho días. Cuando aterricé en el lindo aeropuerto de la capital de Brasil, un chófer me esperaba para meterme en la cama.

Escribí vagamente sobre el Tarzán boliviano y pensé entonces –es cierto que el delirio de la fruta seguía—que si Johnny Weismuller existió, aunque fuese un tarzán de menterijilla, ¿por qué no iba a existir ese latino amigo de las anacondas y de las turistas adineradas?

No volví más a El Pantanal. Los médicos me lo desaconsejaron. Uno de ellos, doctor en medicina nuclear, me dijo con infinito cachondeo y acento carioca que temía que si regresaba pudiese encontrar a Jane y a Chita.

Su señora, treinta años menor que él y de una belleza venida de otro mundo, me aclaró con una sonrisa capaz de convencer a un yacaré de hacerse voluntario de la Cruz Roja, que lo mejor eran los mosquitos del dengue que volaban en Brasilia.

Diez años después estuve a punto de llamarla por teléfono, ya muy lejos de Brasil y del Pantanal, para saber… No sé qué quería saber.

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