Visconti: la resurrección de los dioses (segunda parte)

por © Frank Padrón (La Habana)-NOTICINE.com
Muerte en Venecia, Ludwig...
Muerte en Venecia, Ludwig...
Marcello Mastroianni en El extranjeroMuerte en Venecia, Ludwig...10-VI-04

El gran retablo de la nobleza estentórea que erige el maestro italiano Luchino Visconti en su célebre "El gatopardo" (1963), no le impide retornar a los bajos fondos, abrazando de nuevo la literatura (ese otro amor suyo), con la adaptación en 1967 de "El extranjero", la famosa novela del existencialista francés Albert Camus. Gran retratista, apasionado por seres complejos y raros, Visconti logra captar la quintaesencia de la personalidad de Mersault, ese indolente que no parece sentir real amor por nadie ni teme siquiera disimularlo; una vez más el ambiente es recreado con pinceles finísimos. Marcello Mastroianni logra aquí uno de sus trabajos sobresalientes.

Amante también de la historia europea y su repercusión universal, tras este paréntesis "en tono menor", el autor vuelve a otro de sus frescos: "La caduta degli dei" (La caída de los dioses) -también llamado "Los malditos"-, de 1969; otro relato de chantaje, problemas psicosexuales, crimen (ahora matricidio) y suicidio, en medio de otras tantas violentas pasiones, cuyo fondo es la Alemania nazi, en 1933. Como protagonista, un nuevo actor-fetiche, el joven Helmut Berger, capaz de matices y transiciones muy sutiles, dentro de una amplia tesitura histriónica. Por otro lado, tropezamos con otro de los rubros privilegiados en el cine de Visconti: la dirección artística; época, ambiente, decorados, vestuario y escenografía, son simplemente grandiosos, junto a la música, como sabemos vital, esta vez a cargo de Maurice Jarre.

Dirk Bogarde, presente en ese film, centralizará el siguiente: "Muerte en Venecia", de 1971, a partir de la obra homónima de Thomas Mann. La sublimación hedonista en el ocaso de una vida, que lleva a la muerte, es el tema del referente literario que el cineasta entiende y proyecta a plenitud; cinta donde apenas hay diálogos, todo se mueve en el reino de la sugerencia, la alusión, de modo que la cámara es aquí un discreto testigo, un aliado del actor. Mientras la partitura de Mahler funge como una alternativa del silencio, un espacio donde tiene lugar el especial proceso que atraviesa el intelectual metamorfoseado por ese sentimiento tan sublime como letal.

"Ludwig, la pasión de un rey" (1973) significa un monumental buceo (en doscientos treinta y siete minutos) hacia las interioridades del personaje emblemático -el monarca de Baviera-, apasionado por la música de Wagner y, platónicamente, por su prima Elizabeth (Sissi), emperatriz de Austria. Su ascenso, decadencia y caída se narra en una sinfonía de imágenes (donde más de una se extiende innecesariamente, y hasta sobra) que consagra a Visconti como uno de los grandes de la pantalla; el equilibrio tan fino que se da entre el epos y la intimidad del biopic, la interrelación de personajes (sobre todo, la paradójica complicidad con la servidumbre), el entramado de pasiones e intrigas familiares condicionando o influyendo en ese pedazo de la historia europea, son complementados por la reconstrucción minuciosa, preciosista, de los escenarios (los castillos erigidos por el rey, fueron utilizados en todo su esplendor), y una constelación de irreprochables actuaciones, donde a Berger siguen Silvana Mangano, Romy Schneider, Trevor Howard, Helmut Grien y Umbro Orsini.

El contacto brutal, choque que deviene ósmosis entre dos mundos antagónicos: la aristocracia enquistada en sí misma y una juventud desprejuiciada, audaz y novedosa, informa "Confidencias" (al que se dio en español el convencional y poco convincente título de "Violencia y pasión"), de 1974. El modo en que Visconti resuelve tales encontronazos, la progresión dramática de la historia en esa familia (una condesa con un amante joven que mantiene, la hija de aquella y un amigo) que irrumpe violentamente en la rutina del viejo profesor que sólo recuerda, lee y dormita, significa una de las obras más redondas no sólo de este segundo y final período en la carrera viscontiana, sino de toda ella.

En "Confidencias" todo transita sobre la cuerda floja del contraste -la decoración de ambos hábitats (la mansión antigua, de gusto clásico y el piso alquilado, con decoración modernísima), la música (Mozart, contra Mina o Roberto Carlos), la moda, los criterios sobre el amor (los recuerdos "puros" del profesor vs la promiscuidad de los jóvenes), la política-, que al final parece fundirse, sincretizarse en una sola fuente: la soledad y sus variantes. Una vez más, Berger derrocha sus posibilidades para los cambios y gradaciones de carácter, Silvana Mangano exhibe su clase y su virtuosismo confundidos con una deslumbrante belleza, mientras Burt Lancaster (reinterpretando casi su Fabrizio di Salina de "El gatopardo") se muestra admirable en su deslumbramiento, esa capacidad de asombro que le devuelve su nueva "familia".

Lamentablemente, la cinta final de Visconti, "El inocente" (1976), no constituye un broche de oro, ni mucho menos; ante todo, porque ni siquiera su genio podía lograr extraer algo de la mediocre fuente literaria que le sirve de referente (la novela homónima de D'Anunzio: un rancio melodrama con todos los vicios del sub-género) pero sobre todo porque esta vez el tratamiento de los conflictos, bastante forzados per se, carecen de la fuerza y la vitalidad de otrora.

El cine de Luchino Visconti, revisionado o conocido en muchos casos a través de esta retrospectiva que nos regaló Arci-UCCA en coordinación con el ICAIC y la Cinemateca de Cuba, nos deja la grata certeza de que lo grande no muere: clásico al fin, su perfume se expande y llena espacios. Entre tanta frivolidad y futilidad de tanto cine contemporáneo, esa obra sigue aplicando lecciones de cine, de arte de vida.