Cabrera Infante, In Memoriam: Adiós al amigo Caín
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23-II-05
Por Alberto Duque López
Guillermo Cabrera Infante estuvo en Bogotá en marzo de 1980 durante pocos días, suficientes para presentar una novela y su película "Vanishing Point" a un grupo de asombrados estudiantes que no quería creer, en la penumbra del cine México, que ese hombre de lentes gruesos y redondos, pelo largo entrecano, bigote y perilla, aire tímido y un acento cubano que nunca lo abandonaba, fuera el mismo autor de una de las grandes maravillas de la literatura latinoamericana, "Tres Tristes Tigres", tan inmensa e imborrable como "Cien años de soledad" o "Conversación en la catedral" o "Pedro Páramo" o "Rayuela" o "La muerte de Artemio Cruz".
A la salida del cine México nos fuimos caminando por la calle 22, hacia un restaurante español, La Barra, acompañados entre otros por los periodistas Julio Nieto Bernal y Edgard Sierra, y los escritores Roberto Burgos Cantor y Darío Ruiz Gómez. Hablamos de todo, nos separamos una hora y en la noche fuimos convocados por un arroz con coco y una posta de carne preparados por Alix Belia.
La tarde anterior habíamos estado en la universidad de Los Andes, rodeados por centenares de estudiantes, profesores y espectadores fascinados con esa conversación amena, divertida, llena de anécdotas y bromas, juegos y trastocamientos de palabras que convirtieron esa tarde lluviosa en un momento mágico, mientras la nostalgia, sobre todo cuando le preguntaban por La Habana (no por Cuba), se apoderaba de él. Esa noche, precisamente, presentó su novela "La Habana para un infante difunto".
Después nos fuimos a su hotel, nos sentamos en el bar y, por supuesto, le preguntamos por una de las grandes frustraciones de su vida, el guión no filmado de "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry, un proyecto en el que estuvo vinculado durante varios años con el mítico Joseph Losey.
En diciembre de 1979, contemplando la sombra del Cristo del Corvovado, en Río de Janeiro, Losey nos confesó que esa era una de sus peores pesadillas, saber que existía un guión perfecto escrito por Caín (así firmaba sus trabajos para Hollywood), y no poder firmarlo por falta de dinero. Esa noche veríamos su "Don Giovanni".
Le repetimos a Cabrera la frase de Losey. Movió la cabeza, sacudió la ceniza del puro, se alisó la chaqueta a cuadros, suspiró y dijo: "Imagínate que la pantalla está completamente negra. Dentro de esa oscuridad, los créditos de la película, breves, apenas para entrar en el tema. Entonces, sin que el espectador lo descubra, la cámara se abre lentamente y cuando desaparece el último crédito descubrimos que estábamos en el interior de una calavera. Así comienza el guión que, según veo, nunca podré filmar con Losey".
Después, se quedó callado. Cinco años más tarde la misma historia con guión de Guy Gallo sería filmada por un cansado y aburrido John Huston, para quien México, lo mismo que para Ambrose Bierce, era una forma sutil de eutanasia.
Cabrera estuvo varios días en Bogotá en ese marzo de 1980, presentó su hermosa novela, habló con varios grupos de estudiantes, concedió muchas entrevistas, durmió poco, no se quejó de la altura de la ciudad, comió platos colombianos, conoció gente interesante que lo adoraba y luego se marchó, dejando una estela de humo.
De ahí en adelante nos encontraríamos en otros lugares, sobre todo en una ciudad que compartíamos en nuestros afectos y recuerdos, San Sebastián, en el País Vasco, escenario de dos de nuestros mejores encuentros.
El primero, una mesa redonda sobre la novela negra con participación de Manuel Vásquez Montalbán, la eterna Patricia Highsmith, Samuel Fuller, Orlando Mora, Cabrera, Manuel Puig y Mario Vargas Llosa además de varios críticos españoles (espero que la memoria, afectada por el dolor no deseche involuntariamente nombres importantes de esa cita). Un encuentro durante el cual Cabrera soltó con sorna su tesis sobre "el folletín y el folletón" y las implicaciones sociales y culturales de esa novela negra que en los ochenta se abría nuevos caminos entre los europeos. El segundo encuentro fue menos tumultuoso y concurrido.
En uno de los restaurantes del monte Igueldo que protege a San Sebastián. Estábamos, como siempre, con Miriam Gómez, sentados en un elegante restaurante de "nouvelle cuisine". Platos más grandes… bajo platos grandes… bajo platos más pequeños hasta llegar al principal con las distintas muestras de comida, diminutas, ornamentales, con poco sabor...
Quedamos insatisfechos. Cabrera miró sus platos, contempló el hermoso paisaje sobre la Concha y descubrió con sus ojos de chino que, por el camino que sube el monte, lentamente, iba un hombre con su carrito de perros calientes. Llamó al camarero, le dijo que le hiciera señas al otro y cuando por fin alcanzó la cumbre, compartimos lo que para Cabrera y Miriam Gómez se convirtió en una maravilla: un perro caliente grueso y jugoso y caliente, colocado con finura sobre un plato que estaba sobre otro plato que estaba sobre otro plato.
Nos vimos en otras ocasiones, siempre relacionados con el cine, maravillados con las entrevistas que uno repasaba en los libros preparados por Luis Harrs, Rita Guibert o Eligio García Márquez quien se convirtió en uno de los asiduos en su apartamento de Londres.
Se reía cuando le contaba que en 1968 su novela "Tres Tristes Tigres" había cambiado la vida de toda una generación de escritores con su humor negro, con su irreverencia, con su sentido musical del lenguaje, con su visión del sexo, y sobre todo con su sentido absoluto de la libertad. También se reía cuando le contaba que, cuando teníamos quince años, ibamos dos veces a la peluquería en Barranquilla, en la costa Caribe (una expresión que siempre rechazó), solo por leer sus artículos en la revista "Carteles" adornados con unas rubias despampanantes. Se reía, cerraba más los ojos de chino y decía que nosotros lo que queríamos era ver las tetas de las modelos.
Sostuvimos una complicidad grata y distante, alimentada por un pacto doble que supimos mantener: con Cabrera nunca hablábamos de política cubana, y con los amigos cubanos (Pastor Vega, Jesús Díaz, Ambrosio Fornet, Senel Paz , Jorge Fraga y los demás) nunca tocamos el lado político del otro. Funcionó.
Habrá que repetir las dos versiones de "Vanishing Point", 1971 y 1997; repasar sus artículos llenos de resentimiento y amargura sobre Cuba; sus libros hermosos y lúcidos, los literarios y los cinematográficos si es que cabe alguna separación… recordar su acento muy cubano, su olor a tabaco, su aire cansado en los festivales, sus ojos cerrados por el humo mientras escuchaba alguna impertinencia y saber que no podremos olvidarlo, por encima de cualquier diferencia política, literaria o religiosa.
Por Alberto Duque López
Guillermo Cabrera Infante estuvo en Bogotá en marzo de 1980 durante pocos días, suficientes para presentar una novela y su película "Vanishing Point" a un grupo de asombrados estudiantes que no quería creer, en la penumbra del cine México, que ese hombre de lentes gruesos y redondos, pelo largo entrecano, bigote y perilla, aire tímido y un acento cubano que nunca lo abandonaba, fuera el mismo autor de una de las grandes maravillas de la literatura latinoamericana, "Tres Tristes Tigres", tan inmensa e imborrable como "Cien años de soledad" o "Conversación en la catedral" o "Pedro Páramo" o "Rayuela" o "La muerte de Artemio Cruz".
A la salida del cine México nos fuimos caminando por la calle 22, hacia un restaurante español, La Barra, acompañados entre otros por los periodistas Julio Nieto Bernal y Edgard Sierra, y los escritores Roberto Burgos Cantor y Darío Ruiz Gómez. Hablamos de todo, nos separamos una hora y en la noche fuimos convocados por un arroz con coco y una posta de carne preparados por Alix Belia.
La tarde anterior habíamos estado en la universidad de Los Andes, rodeados por centenares de estudiantes, profesores y espectadores fascinados con esa conversación amena, divertida, llena de anécdotas y bromas, juegos y trastocamientos de palabras que convirtieron esa tarde lluviosa en un momento mágico, mientras la nostalgia, sobre todo cuando le preguntaban por La Habana (no por Cuba), se apoderaba de él. Esa noche, precisamente, presentó su novela "La Habana para un infante difunto".
Después nos fuimos a su hotel, nos sentamos en el bar y, por supuesto, le preguntamos por una de las grandes frustraciones de su vida, el guión no filmado de "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry, un proyecto en el que estuvo vinculado durante varios años con el mítico Joseph Losey.
En diciembre de 1979, contemplando la sombra del Cristo del Corvovado, en Río de Janeiro, Losey nos confesó que esa era una de sus peores pesadillas, saber que existía un guión perfecto escrito por Caín (así firmaba sus trabajos para Hollywood), y no poder firmarlo por falta de dinero. Esa noche veríamos su "Don Giovanni".
Le repetimos a Cabrera la frase de Losey. Movió la cabeza, sacudió la ceniza del puro, se alisó la chaqueta a cuadros, suspiró y dijo: "Imagínate que la pantalla está completamente negra. Dentro de esa oscuridad, los créditos de la película, breves, apenas para entrar en el tema. Entonces, sin que el espectador lo descubra, la cámara se abre lentamente y cuando desaparece el último crédito descubrimos que estábamos en el interior de una calavera. Así comienza el guión que, según veo, nunca podré filmar con Losey".
Después, se quedó callado. Cinco años más tarde la misma historia con guión de Guy Gallo sería filmada por un cansado y aburrido John Huston, para quien México, lo mismo que para Ambrose Bierce, era una forma sutil de eutanasia.
Cabrera estuvo varios días en Bogotá en ese marzo de 1980, presentó su hermosa novela, habló con varios grupos de estudiantes, concedió muchas entrevistas, durmió poco, no se quejó de la altura de la ciudad, comió platos colombianos, conoció gente interesante que lo adoraba y luego se marchó, dejando una estela de humo.
De ahí en adelante nos encontraríamos en otros lugares, sobre todo en una ciudad que compartíamos en nuestros afectos y recuerdos, San Sebastián, en el País Vasco, escenario de dos de nuestros mejores encuentros.
El primero, una mesa redonda sobre la novela negra con participación de Manuel Vásquez Montalbán, la eterna Patricia Highsmith, Samuel Fuller, Orlando Mora, Cabrera, Manuel Puig y Mario Vargas Llosa además de varios críticos españoles (espero que la memoria, afectada por el dolor no deseche involuntariamente nombres importantes de esa cita). Un encuentro durante el cual Cabrera soltó con sorna su tesis sobre "el folletín y el folletón" y las implicaciones sociales y culturales de esa novela negra que en los ochenta se abría nuevos caminos entre los europeos. El segundo encuentro fue menos tumultuoso y concurrido.
En uno de los restaurantes del monte Igueldo que protege a San Sebastián. Estábamos, como siempre, con Miriam Gómez, sentados en un elegante restaurante de "nouvelle cuisine". Platos más grandes… bajo platos grandes… bajo platos más pequeños hasta llegar al principal con las distintas muestras de comida, diminutas, ornamentales, con poco sabor...
Quedamos insatisfechos. Cabrera miró sus platos, contempló el hermoso paisaje sobre la Concha y descubrió con sus ojos de chino que, por el camino que sube el monte, lentamente, iba un hombre con su carrito de perros calientes. Llamó al camarero, le dijo que le hiciera señas al otro y cuando por fin alcanzó la cumbre, compartimos lo que para Cabrera y Miriam Gómez se convirtió en una maravilla: un perro caliente grueso y jugoso y caliente, colocado con finura sobre un plato que estaba sobre otro plato que estaba sobre otro plato.
Nos vimos en otras ocasiones, siempre relacionados con el cine, maravillados con las entrevistas que uno repasaba en los libros preparados por Luis Harrs, Rita Guibert o Eligio García Márquez quien se convirtió en uno de los asiduos en su apartamento de Londres.
Se reía cuando le contaba que en 1968 su novela "Tres Tristes Tigres" había cambiado la vida de toda una generación de escritores con su humor negro, con su irreverencia, con su sentido musical del lenguaje, con su visión del sexo, y sobre todo con su sentido absoluto de la libertad. También se reía cuando le contaba que, cuando teníamos quince años, ibamos dos veces a la peluquería en Barranquilla, en la costa Caribe (una expresión que siempre rechazó), solo por leer sus artículos en la revista "Carteles" adornados con unas rubias despampanantes. Se reía, cerraba más los ojos de chino y decía que nosotros lo que queríamos era ver las tetas de las modelos.
Sostuvimos una complicidad grata y distante, alimentada por un pacto doble que supimos mantener: con Cabrera nunca hablábamos de política cubana, y con los amigos cubanos (Pastor Vega, Jesús Díaz, Ambrosio Fornet, Senel Paz , Jorge Fraga y los demás) nunca tocamos el lado político del otro. Funcionó.
Habrá que repetir las dos versiones de "Vanishing Point", 1971 y 1997; repasar sus artículos llenos de resentimiento y amargura sobre Cuba; sus libros hermosos y lúcidos, los literarios y los cinematográficos si es que cabe alguna separación… recordar su acento muy cubano, su olor a tabaco, su aire cansado en los festivales, sus ojos cerrados por el humo mientras escuchaba alguna impertinencia y saber que no podremos olvidarlo, por encima de cualquier diferencia política, literaria o religiosa.