Colaboración: Sexo callejero, comunismo faraónico
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por Sergio Berrocal
Vamos a terminar la película rodada durante más de setenta años, n’est-ce pas, compañeros de correrías de la deliciosa y parisiense Rue Rodier, aquella que desembocaba en un bello urinario de chapón negro elegante abierto a los cuatro vientos. Un poco más abajo se encontraba la sede del Partido Comunista Francés, cuando el PCF era uno de los elementos cruciales de la política francesa. Cambió la película del mundo y el PCF se trasladó a un inmenso búnker construido por el arquitecto que inventó Brasilia, Oscar Niemeyer, convencido comunista, y desde 1971 lo que queda de los políticos del otrora poderoso comunismo tienen un mausoleo en esa catedral de la arquitectura moderna.
Con el tiempo y muchas películas rodadas alrededor o intramuros de estos urinarios, que les dieron asilo durante muchos años, los practicantes de un arte de amar que probablemente nació en Grecia hace un rato tuvieron que mudarse.
Las autoridades municipales parisienses consideraron, de la noche a la mañana, que una cosa era atender a una necesidad imperiosa de la vejiga y otra dar cobijo a señores demasiado elegantes como para tener problemas de micción urgente.
Y las calles de París, todas, hasta las más recónditas, perdieron aquel cobijo de amoríos contrariados que era también una joya de Art Déco.
Durante años, las vespasiennes habían figurado en decenas de películas, como un aliciente más del arte de callejear por París.
Bajando la Rue Rodier, a pocos metros de donde se meaba o se atendía a otras necesidades, con el pícaro morbo de estar en medio de los transeúntes, se divisaba, modesta pero ruda, la fachada del edificio que albergaba al Partido Comunista francés.
Visión cosmopolita y surrealista de la que no se enteraban los turistas y que no habría podido inventar ni Luis Buñuel. Y tampoco se le hubiese ocurrido a su amigo Salvador Dalí, que tan lejos estaba del comunismo.
En los años 70, cuando el comunismo francés empezaba a verle las orejas a la debacle final, aunque todavía faltaba para el entierro, el constructor de Brasilia, Oscar Niemeyer, tuvo una ocurrencia digna de la vasta sabana que moldeó al otro lado del mundo, allí donde un presidente visionario, Juscelino Kubitschek, creía que las cosas podrían cambiar.
Tal vez a Niemeyer se le ocurrió la misma parida cuando levantó un monumento, en forma de tremebundo bunker con vistas casi al Atlántico, al Partido Comunista de Francia en un lugar de París más discreto que el desemboque de mi bella rue Rodier.
Y la élite del comunismo francés, empezando por el dicharachero secretario general Georges Marchais, que más de una vez pronosticó el triunfo final del comunismo con un glorioso y religioso "si Dieu le veut" (si Dios quiere) se refugió allí, place du Colonel Fabien.
Iban desapareciendo o escondiéndose los regímenes comunistas que la Unión Soviética había diseminado por la Europa no comunista.
Era el otoño de muchos patriarcas a los que se reemplazaba por otros más al día, menos revolucionarios.
Era el otoño del divino urinario inventado, sin que hayan trascendido hasta nosotros las profundas razones, por el emperador romano Vespacio, al que le birlaron ese particular arte de enamorar de pie y con la bragueta abierta a todos los vientos, alcaldes como Jacques Chirac.
Como político, Chirac, hoy en manos del siniestro Dr. Alzheimer, fue el más enamoradizo de todos, muy apreciado de las damas.
Como alcalde de París siguió enamorando. Y como primer ministro no digamos. Llegó a la cumbre de su encanto rompecorazones siendo Presidente de la República y se cuenta que no vaciló ni un segundo en meter en el palacio presidencial del Elíseo una parte de una de la películas más clásicas y bellas de la cinematografía mundial, "Il gatopardo".
Los chismosos dicen que la obra maestra de Luchino Visconti tenía recuerdos muy gratos para él.
Pero aquellos amantes de las vespasiennes, que Dios las tenga en su gloria, no le perdonarán jamás que las reemplazara por unos horribles artilugios de plástico donde se entra pero nunca se sabe cómo se saldrá.
Por si fuera poco, carecen del más rudimentario erotismo. Y los bautizaron con un nombre espantoso, "sanissete".
Cuando el monumento a apetitos inconfesables desapareció de París, escritores y poetas lo cantaron como un lugar que con el tiempo se había convertido en parada indispensable para gays y otros amantes callejeros.
Para ellos queda la gloria de haber sido durante muchos años figurantes de muchas películas construidas alrededor de aquel París de los años 50 y 60 donde ya se tenía en cuenta que estaba prohibido prohibir antes que los señoritos de Mayo del 68 convirtiesen ese lema en elemento revolucionario fallido.
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Vamos a terminar la película rodada durante más de setenta años, n’est-ce pas, compañeros de correrías de la deliciosa y parisiense Rue Rodier, aquella que desembocaba en un bello urinario de chapón negro elegante abierto a los cuatro vientos. Un poco más abajo se encontraba la sede del Partido Comunista Francés, cuando el PCF era uno de los elementos cruciales de la política francesa. Cambió la película del mundo y el PCF se trasladó a un inmenso búnker construido por el arquitecto que inventó Brasilia, Oscar Niemeyer, convencido comunista, y desde 1971 lo que queda de los políticos del otrora poderoso comunismo tienen un mausoleo en esa catedral de la arquitectura moderna.
Con el tiempo y muchas películas rodadas alrededor o intramuros de estos urinarios, que les dieron asilo durante muchos años, los practicantes de un arte de amar que probablemente nació en Grecia hace un rato tuvieron que mudarse.
Las autoridades municipales parisienses consideraron, de la noche a la mañana, que una cosa era atender a una necesidad imperiosa de la vejiga y otra dar cobijo a señores demasiado elegantes como para tener problemas de micción urgente.
Y las calles de París, todas, hasta las más recónditas, perdieron aquel cobijo de amoríos contrariados que era también una joya de Art Déco.
Durante años, las vespasiennes habían figurado en decenas de películas, como un aliciente más del arte de callejear por París.
Bajando la Rue Rodier, a pocos metros de donde se meaba o se atendía a otras necesidades, con el pícaro morbo de estar en medio de los transeúntes, se divisaba, modesta pero ruda, la fachada del edificio que albergaba al Partido Comunista francés.
Visión cosmopolita y surrealista de la que no se enteraban los turistas y que no habría podido inventar ni Luis Buñuel. Y tampoco se le hubiese ocurrido a su amigo Salvador Dalí, que tan lejos estaba del comunismo.
En los años 70, cuando el comunismo francés empezaba a verle las orejas a la debacle final, aunque todavía faltaba para el entierro, el constructor de Brasilia, Oscar Niemeyer, tuvo una ocurrencia digna de la vasta sabana que moldeó al otro lado del mundo, allí donde un presidente visionario, Juscelino Kubitschek, creía que las cosas podrían cambiar.
Tal vez a Niemeyer se le ocurrió la misma parida cuando levantó un monumento, en forma de tremebundo bunker con vistas casi al Atlántico, al Partido Comunista de Francia en un lugar de París más discreto que el desemboque de mi bella rue Rodier.
Y la élite del comunismo francés, empezando por el dicharachero secretario general Georges Marchais, que más de una vez pronosticó el triunfo final del comunismo con un glorioso y religioso "si Dieu le veut" (si Dios quiere) se refugió allí, place du Colonel Fabien.
Iban desapareciendo o escondiéndose los regímenes comunistas que la Unión Soviética había diseminado por la Europa no comunista.
Era el otoño de muchos patriarcas a los que se reemplazaba por otros más al día, menos revolucionarios.
Era el otoño del divino urinario inventado, sin que hayan trascendido hasta nosotros las profundas razones, por el emperador romano Vespacio, al que le birlaron ese particular arte de enamorar de pie y con la bragueta abierta a todos los vientos, alcaldes como Jacques Chirac.
Como político, Chirac, hoy en manos del siniestro Dr. Alzheimer, fue el más enamoradizo de todos, muy apreciado de las damas.
Como alcalde de París siguió enamorando. Y como primer ministro no digamos. Llegó a la cumbre de su encanto rompecorazones siendo Presidente de la República y se cuenta que no vaciló ni un segundo en meter en el palacio presidencial del Elíseo una parte de una de la películas más clásicas y bellas de la cinematografía mundial, "Il gatopardo".
Los chismosos dicen que la obra maestra de Luchino Visconti tenía recuerdos muy gratos para él.
Pero aquellos amantes de las vespasiennes, que Dios las tenga en su gloria, no le perdonarán jamás que las reemplazara por unos horribles artilugios de plástico donde se entra pero nunca se sabe cómo se saldrá.
Por si fuera poco, carecen del más rudimentario erotismo. Y los bautizaron con un nombre espantoso, "sanissete".
Cuando el monumento a apetitos inconfesables desapareció de París, escritores y poetas lo cantaron como un lugar que con el tiempo se había convertido en parada indispensable para gays y otros amantes callejeros.
Para ellos queda la gloria de haber sido durante muchos años figurantes de muchas películas construidas alrededor de aquel París de los años 50 y 60 donde ya se tenía en cuenta que estaba prohibido prohibir antes que los señoritos de Mayo del 68 convirtiesen ese lema en elemento revolucionario fallido.
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