Colaboración: El carnicero y el profesor
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Por Sergio Berrocal
Ya no parecen quedar viriles y bellísimos pescadores dispuestos a satisfacer apetitos sexuales femeninos venidos del norte de Europa. Tampoco llegan ya a estas costas del sur de España bellezas insatisfechas norteñas ansiosas de sexo a toda costa y sin compromiso. Todo el mundo está muy asentado. Las hipotecas pueden con todo, con la virilidad, el sexo caiga quien caiga y el padrenuestro de los domingos y otros días de guardar. Vuelan las gaviotas con apenas fuerzas para moverse de las playas sureñas jaspeadas de las arenas sin alma del vecino desierto del norte de África.
Largos paseos terminan delante de un café sin más alegrías que la leche de botella que los bendice cuando no hay más remedio.
Cine, todo es cine. El diario francés Le Monde habla, en este día de tempestad de arena norafricana, de un documental nacido de una coproducción que va de Francia a Qatar pero que trata esencialmente de una situación por lo visto perpetua y angustiosa en Argelia, país que la primavera árabe nunca pisó.
Jamás he tenido la fuerza ni el arrojo de viajar a esa tierra donde el francés se convierte en una música celestial hablada por gente que tiene un fondo profundo de cultura árabe mezclada con muchos años de presencia, lágrimas y lucha de Francia.
Este documental de largometraje tiene el título de “Fi Rassi rond-point” y lo ha realizado un joven argelino de unos 30 años, Hassen Ferhani, educado en esa escuela que en los países pobres fueron los cine-clubs.
La película transcurre en un gigantesco matadero de Argel que data de la época de los franceses, presentes hasta la brutal independencia conseguida en 1962 después de una guerra entre argelinos independentistas y tropas francesas que duraba desde 1954.
Por lo leído, la película documental, porque no es solo un documental, está basada en la vida de los empleados del matadero, pobres como esas ratas que uno se imagina pululan en algún rincón.
Hablan y hablan y se dicen sus emociones, sus alegrías, pocas, y sus tristezas, muchas, en un país cuya juventud, resume brutalmente uno de los hombres que hablan, sólo tiene dos salidas: suicidarse o marcharse al extranjero.
Por supuesto que también hablan de amor, porque algunos de ellos son jóvenes y pese a la situación que padecen sin compasión de nadie, esperanzas siempre les quedan, aunque sea un cachito, para creer que algún día, o quizá una medianoche, serán amados y amarán a su vez.
Un inmenso mundo sin fronteras ni muros de contención hay entre lo que ellos cuentan y lo que escribe el norteamericano Philip Roth cuando debate de las cosas del amor y de la vida en “La mancha humana”.
Lo traigo a colación por una casualidad de lectura. Termino este libro a duras penas, porque Roth puede ser célebre pero resulta a menudo pesado, cacique de los sentimientos y embaucador.
Sus amores y amoríos discurren por una universidad norteamericana, donde todo puede ser tan sucio y desagradable como el matadero de Argel salvo que se nada entre los fantoches y en la abundancia. El ego tiene una alta cotización.
Pero es espantosamente revelador de la vida norteamericana. McCarthy, el hombre que no amaba a los comunistas, y John Edgard Hoover, el más tristemente célebre director del FBI, esa policía política de la que tan orgullosos están quienes no la padecen, siguen vivitos, coleando y matando.
Ser negro en Estados Unidos es todavía un ejercicio difícil de soportar pese a que Barack Obama esté en la Casa Blanca.
Y ser blanco y decir algo incorrecto al referirse a ellos tampoco parece que sea muy conveniente en un país que domina el mundo pero que sigue siendo incapaz de cortarle la cabeza a sus miedos, engendrados por los terribles fantasmas del puritanismo de los padres fundadores del país.
Probablemente ello explique que todas las sectas del mundo, desde los mormones a los partidarios de esa extraña cosa que es la Cienciología, a la que pertenecen algunos destacados actores de Hollywood, tengan epicentro en EEUU.
Por no ser racialmente correcto y dar la impresión de que durante una clase pudo dar una imagen negativa de los negros, un poderoso profesor de la universidad de que habla Roth termina su vida de mala manera.
En ese escenario donde la cultura se sacrifica a la elegancia, donde se merienda con Mahler, no se habla del amor como lo hacen los miserables empleados del siniestro matadero de Argel.
En la universidad, cuenta Philip Roth, el amor no llega a ser casi nunca más que una manifestación de aburrimiento sexual. Unos y otras follan porque no puede decirse que haya amor en los vaivenes vaginales.
Y cuando los exquisitos profesores universitarios, incluyendo a una francesita que se ha convertido en un faro de esa universidad, lo hacen enfundan un preservativo en la voz.
No como los carniceros argelinos que probablemente tienen que cotizarse para que la novia no se quede embarazada porque los condones siempre han sido caros para los pobres.
El love story que cuenta Roth –la heroína de esta siniestra historia la encarnó Nicole Kidman en el cine—se centra en un profesor de 71 años y en una empleada de la limpieza de la misma universidad que solo tiene 34.
La mujer, escapada de un marido apaleador, se dice analfabeta, lo que por lo visto es como el Viagra para el distinguido profesor.
Hasta que se descubre que en realidad sabe leer y se ha refugiado en el analfabetismo para escapar a no se sabe qué misterios de la vida universitaria norteamericana.
La historia de “La mancha humana” medio termina cuando se anuncia que el profesor y su amante han perecido en un accidente automovilístico ocurrido a imagen y semejanza del que se llevó a mejor vida a uno de los Kennedy. Un tremendismo del autor.
El documental argelino enseña que el mundo sigue siendo, irremediablemente, un sucio estercolero.
El libro norteamericano demuestra que el Ego inmensurable de los ricos huele todavía peor.
Ya no parecen quedar viriles y bellísimos pescadores dispuestos a satisfacer apetitos sexuales femeninos venidos del norte de Europa. Tampoco llegan ya a estas costas del sur de España bellezas insatisfechas norteñas ansiosas de sexo a toda costa y sin compromiso. Todo el mundo está muy asentado. Las hipotecas pueden con todo, con la virilidad, el sexo caiga quien caiga y el padrenuestro de los domingos y otros días de guardar. Vuelan las gaviotas con apenas fuerzas para moverse de las playas sureñas jaspeadas de las arenas sin alma del vecino desierto del norte de África.
Largos paseos terminan delante de un café sin más alegrías que la leche de botella que los bendice cuando no hay más remedio.
Cine, todo es cine. El diario francés Le Monde habla, en este día de tempestad de arena norafricana, de un documental nacido de una coproducción que va de Francia a Qatar pero que trata esencialmente de una situación por lo visto perpetua y angustiosa en Argelia, país que la primavera árabe nunca pisó.
Jamás he tenido la fuerza ni el arrojo de viajar a esa tierra donde el francés se convierte en una música celestial hablada por gente que tiene un fondo profundo de cultura árabe mezclada con muchos años de presencia, lágrimas y lucha de Francia.
Este documental de largometraje tiene el título de “Fi Rassi rond-point” y lo ha realizado un joven argelino de unos 30 años, Hassen Ferhani, educado en esa escuela que en los países pobres fueron los cine-clubs.
La película transcurre en un gigantesco matadero de Argel que data de la época de los franceses, presentes hasta la brutal independencia conseguida en 1962 después de una guerra entre argelinos independentistas y tropas francesas que duraba desde 1954.
Por lo leído, la película documental, porque no es solo un documental, está basada en la vida de los empleados del matadero, pobres como esas ratas que uno se imagina pululan en algún rincón.
Hablan y hablan y se dicen sus emociones, sus alegrías, pocas, y sus tristezas, muchas, en un país cuya juventud, resume brutalmente uno de los hombres que hablan, sólo tiene dos salidas: suicidarse o marcharse al extranjero.
Por supuesto que también hablan de amor, porque algunos de ellos son jóvenes y pese a la situación que padecen sin compasión de nadie, esperanzas siempre les quedan, aunque sea un cachito, para creer que algún día, o quizá una medianoche, serán amados y amarán a su vez.
Un inmenso mundo sin fronteras ni muros de contención hay entre lo que ellos cuentan y lo que escribe el norteamericano Philip Roth cuando debate de las cosas del amor y de la vida en “La mancha humana”.
Lo traigo a colación por una casualidad de lectura. Termino este libro a duras penas, porque Roth puede ser célebre pero resulta a menudo pesado, cacique de los sentimientos y embaucador.
Sus amores y amoríos discurren por una universidad norteamericana, donde todo puede ser tan sucio y desagradable como el matadero de Argel salvo que se nada entre los fantoches y en la abundancia. El ego tiene una alta cotización.
Pero es espantosamente revelador de la vida norteamericana. McCarthy, el hombre que no amaba a los comunistas, y John Edgard Hoover, el más tristemente célebre director del FBI, esa policía política de la que tan orgullosos están quienes no la padecen, siguen vivitos, coleando y matando.
Ser negro en Estados Unidos es todavía un ejercicio difícil de soportar pese a que Barack Obama esté en la Casa Blanca.
Y ser blanco y decir algo incorrecto al referirse a ellos tampoco parece que sea muy conveniente en un país que domina el mundo pero que sigue siendo incapaz de cortarle la cabeza a sus miedos, engendrados por los terribles fantasmas del puritanismo de los padres fundadores del país.
Probablemente ello explique que todas las sectas del mundo, desde los mormones a los partidarios de esa extraña cosa que es la Cienciología, a la que pertenecen algunos destacados actores de Hollywood, tengan epicentro en EEUU.
Por no ser racialmente correcto y dar la impresión de que durante una clase pudo dar una imagen negativa de los negros, un poderoso profesor de la universidad de que habla Roth termina su vida de mala manera.
En ese escenario donde la cultura se sacrifica a la elegancia, donde se merienda con Mahler, no se habla del amor como lo hacen los miserables empleados del siniestro matadero de Argel.
En la universidad, cuenta Philip Roth, el amor no llega a ser casi nunca más que una manifestación de aburrimiento sexual. Unos y otras follan porque no puede decirse que haya amor en los vaivenes vaginales.
Y cuando los exquisitos profesores universitarios, incluyendo a una francesita que se ha convertido en un faro de esa universidad, lo hacen enfundan un preservativo en la voz.
No como los carniceros argelinos que probablemente tienen que cotizarse para que la novia no se quede embarazada porque los condones siempre han sido caros para los pobres.
El love story que cuenta Roth –la heroína de esta siniestra historia la encarnó Nicole Kidman en el cine—se centra en un profesor de 71 años y en una empleada de la limpieza de la misma universidad que solo tiene 34.
La mujer, escapada de un marido apaleador, se dice analfabeta, lo que por lo visto es como el Viagra para el distinguido profesor.
Hasta que se descubre que en realidad sabe leer y se ha refugiado en el analfabetismo para escapar a no se sabe qué misterios de la vida universitaria norteamericana.
La historia de “La mancha humana” medio termina cuando se anuncia que el profesor y su amante han perecido en un accidente automovilístico ocurrido a imagen y semejanza del que se llevó a mejor vida a uno de los Kennedy. Un tremendismo del autor.
El documental argelino enseña que el mundo sigue siendo, irremediablemente, un sucio estercolero.
El libro norteamericano demuestra que el Ego inmensurable de los ricos huele todavía peor.