Colaboración: Cine, de San Sebastián a La Habana
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Por Sergio Berrocal
Era noche en San Sebastián y mucha gente se apresuraba para llegar al teatro Victoria Eugenia, una joya de buen gusto, donde se celebraban las proyecciones del Festival de Cine. Noche agradable porque la ciudad siempre que la he olfateado ha olido a seda antigua de las que encontrabas en las corbatas caras; porque entonces eran tiempos de corbatas y de buen gusto. La chabacanería estaba vetada.
Elegancia y ese cariño de las gentes del norte empezaban a circular por la alfombra que conducía a la entrada del teatro. Años ochenta, ochenta y poco o quizá ochenta largos.
En cartelera, una película sobre ETA, con guardia civiles, terroristas etarras y droga al por mayor. Excitante cóctel para un recién llegado que la noche anterior había sido arrastrado por una amiga en busca de los pinchos y el vino de esos barrios donostiarras cargados de años, quizá de morriña y seguramente de ganas de fiesta.
Durante la pequeña incursión por las tabernas llenas de risas y viandas deliciosas, una manifestación de gente que protestaba en vasco. Enfrente, policías con fusiles lanza cosas y humaredas por doquier acompañadas de zambombazos.
A mí me pareció interesante aunque me habían advertido que nunca se sabía cómo podían saldarse estos enfrentamientos, muy frecuentes entonces.
Javier Celigüeta, un donostiarra de toda la vida, periodista con garra y mucho talento, era el encargado de cubrir para la Agencia France Presse el festival del cine de San Sebastián.
Habíamos quedado en un bar pegadito a la entrada del teatro.
Llevábamos diez o doce minutos charlando, mientras los primeros invitados de la velada accedían ya al interior, cuando me dio un empujón y me conminó: "’¡Métete debajo de la mesa!". La orden me parecía tan dadaísta que vacilé unos segundos antes de tirarme al suelo y acurrucarme bajo la mesa de mármol.
Oí como se abrían puertas en medio de una sinfonía de cristaleras maltratadas y las sillas empezaron a volar por el local. Las mesas se quedaron quietas porque pesaban probablemente demasiado para ser utilizadas como proyectiles.
El griterío, creo que en euskera, duró un rato que a mí se me hizo más largo.
Cuando pude fisgonear un poco lo que sucedía ví con sorpresa delirante a unas señoras en traje de noche que estaban propinando con sus bolsos algunos sopapos de cuidado a muchachos que dejaron de gritar no sé qué consignas para tratar de que los elegantes y contundentes bolsos no les mandaran al hospital.
Al rato, Javier y yo seguimos la conversación. Con una maravillosa unanimidad, los camareros volvieron a servir y cada cual consumió antes de que todos nos precipitásemos al teatro para ver la película.
Película dura que tenía en el centro de la trama a ETA y sus relaciones con la droga, mientras un ramillete de guardias civiles trataba de terminar con aquel tráfico.
A mí, como primerizo, la película me pareció todavía más durísima. Era mi primer y suave contacto con la realidad de la vida en el País Vasco, aunque, a toro pasado, el incidente del café nos hizo reír un rato.
Al día siguiente, me metí en la más bella boutique para caballeros de San Sebastián y me compré una corbata Céline, una especie de recompensa a mi valor. Me pregunté si era aquello –yo recién aterrizaba en España—lo que se entendía por cine militante.
Los cubanos no tenían esta folclórica manera de mezclar cine con mundanidades y otras consideraciones políticas, pero tampoco eran mancos.
Cuando en 1993 se lanzó la película "Fresa y chocolate" La Habana fue un hervidero. Había bofetadas por acceder al cine para verla. Era, claro, la historia de un homosexual y de un joven miembro de las Juventudes Comunistas que comprendían que la amistad y el amor eran mucho más importantes que todas las rencillas absurdas que pudiese sembrar las diferencias queridas por un partido único omnipresente y todopoderoso.
En la suite del Hotel Nacional que todos los años por épocas festivaleras se convertía en cuartel general de Alfredo Guevara, el verdadero patrón del cine cubano, estuviese donde estuviese e hiciese lo que hiciera, la euforia un tanto alcoholizada reinaba. Creo que yo era el único periodista extranjero invitado para celebrar el triunfo que la difícil realización de "Fresa y chocolate" para quienes querían ya una Cuba menos rígida con algo tan delicado como la homosexualidad,
El entonces director del Festival, Pepe Horta, participaba en la fiesta, como hombre fiel de Guevara que era, y sin más me dijo que estaba preparando una película sobre las jineteras, fenómeno digno de estudio ya que estas deliciosas prostitutas callejeras, hoy quizá las llaman trabajadoras del amor o alguna chorrada parecida, eran un elemento predominante del paisaje habanero.
Mi crónica con este proyecto salió aquella misma tarde hacia París, desde donde se "rebotaría" para toda América Latina. Pero, por supuesto, los cubanos ya la habían leído antes de que el editor de la AFP en Francia tuviese tiempo de largarla.
Al día siguiente, cuando salí del Nacional me pareció que faltaba algo en la calle y, sin embargo, todo parecía normalito. Pero… Entonces caí. Las jineteras que todas las mañanas me deseaban buenos días cuando me veían pasar no estaban en la puerta.
No había ni una. Indagué entre el personal del hotel que puso cara de James Bond en el momento de hacerle una barrabasada al malo de turno.
Llegué a la AFP y les conté lo que ocurría. Hubo algunas sonrisas y el hombre que lo sabía todo de Cuba, el periodista argentino Alfredo Muñoz-Unsain, Chango, entonces director adjunto de la agencia francesa, se permitió una de esas sonrisas que no solía exhibir tan fácilmente.
Estaba claro. Ciertos miembros del Partido Comunista, viejos y amargados a los que la permisividad de "Fresa y chocolate" les parecía una injuria a todos los principios del marxismo, habían dado las órdenes oportunas. Y mandaron que las jineteras desaparecieran por 24 horas –tampoco se les podía apartar demasiado tiempo por consideraciones mercantiles--.
Al día siguiente, las chiquillas de siempre –una de ellas, Economista, me enseñaría una noche en el bar del Nacional los principios de la inversión en bolsa— estaban en sus puestos y me saludaron como si una mala gripe nos hubiese tenido unas lejos del otro.
Supongo que no les extraña si les comento que la película proyectada por Pepe Horta nunca llegó a realizarse.
Años después, Pepe se marchó a Miami donde montó un café que tuvo un éxito abracadabrante. Lo bautizó "Nostalgia".
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Era noche en San Sebastián y mucha gente se apresuraba para llegar al teatro Victoria Eugenia, una joya de buen gusto, donde se celebraban las proyecciones del Festival de Cine. Noche agradable porque la ciudad siempre que la he olfateado ha olido a seda antigua de las que encontrabas en las corbatas caras; porque entonces eran tiempos de corbatas y de buen gusto. La chabacanería estaba vetada.
Elegancia y ese cariño de las gentes del norte empezaban a circular por la alfombra que conducía a la entrada del teatro. Años ochenta, ochenta y poco o quizá ochenta largos.
En cartelera, una película sobre ETA, con guardia civiles, terroristas etarras y droga al por mayor. Excitante cóctel para un recién llegado que la noche anterior había sido arrastrado por una amiga en busca de los pinchos y el vino de esos barrios donostiarras cargados de años, quizá de morriña y seguramente de ganas de fiesta.
Durante la pequeña incursión por las tabernas llenas de risas y viandas deliciosas, una manifestación de gente que protestaba en vasco. Enfrente, policías con fusiles lanza cosas y humaredas por doquier acompañadas de zambombazos.
A mí me pareció interesante aunque me habían advertido que nunca se sabía cómo podían saldarse estos enfrentamientos, muy frecuentes entonces.
Javier Celigüeta, un donostiarra de toda la vida, periodista con garra y mucho talento, era el encargado de cubrir para la Agencia France Presse el festival del cine de San Sebastián.
Habíamos quedado en un bar pegadito a la entrada del teatro.
Llevábamos diez o doce minutos charlando, mientras los primeros invitados de la velada accedían ya al interior, cuando me dio un empujón y me conminó: "’¡Métete debajo de la mesa!". La orden me parecía tan dadaísta que vacilé unos segundos antes de tirarme al suelo y acurrucarme bajo la mesa de mármol.
Oí como se abrían puertas en medio de una sinfonía de cristaleras maltratadas y las sillas empezaron a volar por el local. Las mesas se quedaron quietas porque pesaban probablemente demasiado para ser utilizadas como proyectiles.
El griterío, creo que en euskera, duró un rato que a mí se me hizo más largo.
Cuando pude fisgonear un poco lo que sucedía ví con sorpresa delirante a unas señoras en traje de noche que estaban propinando con sus bolsos algunos sopapos de cuidado a muchachos que dejaron de gritar no sé qué consignas para tratar de que los elegantes y contundentes bolsos no les mandaran al hospital.
Al rato, Javier y yo seguimos la conversación. Con una maravillosa unanimidad, los camareros volvieron a servir y cada cual consumió antes de que todos nos precipitásemos al teatro para ver la película.
Película dura que tenía en el centro de la trama a ETA y sus relaciones con la droga, mientras un ramillete de guardias civiles trataba de terminar con aquel tráfico.
A mí, como primerizo, la película me pareció todavía más durísima. Era mi primer y suave contacto con la realidad de la vida en el País Vasco, aunque, a toro pasado, el incidente del café nos hizo reír un rato.
Al día siguiente, me metí en la más bella boutique para caballeros de San Sebastián y me compré una corbata Céline, una especie de recompensa a mi valor. Me pregunté si era aquello –yo recién aterrizaba en España—lo que se entendía por cine militante.
Los cubanos no tenían esta folclórica manera de mezclar cine con mundanidades y otras consideraciones políticas, pero tampoco eran mancos.
Cuando en 1993 se lanzó la película "Fresa y chocolate" La Habana fue un hervidero. Había bofetadas por acceder al cine para verla. Era, claro, la historia de un homosexual y de un joven miembro de las Juventudes Comunistas que comprendían que la amistad y el amor eran mucho más importantes que todas las rencillas absurdas que pudiese sembrar las diferencias queridas por un partido único omnipresente y todopoderoso.
En la suite del Hotel Nacional que todos los años por épocas festivaleras se convertía en cuartel general de Alfredo Guevara, el verdadero patrón del cine cubano, estuviese donde estuviese e hiciese lo que hiciera, la euforia un tanto alcoholizada reinaba. Creo que yo era el único periodista extranjero invitado para celebrar el triunfo que la difícil realización de "Fresa y chocolate" para quienes querían ya una Cuba menos rígida con algo tan delicado como la homosexualidad,
El entonces director del Festival, Pepe Horta, participaba en la fiesta, como hombre fiel de Guevara que era, y sin más me dijo que estaba preparando una película sobre las jineteras, fenómeno digno de estudio ya que estas deliciosas prostitutas callejeras, hoy quizá las llaman trabajadoras del amor o alguna chorrada parecida, eran un elemento predominante del paisaje habanero.
Mi crónica con este proyecto salió aquella misma tarde hacia París, desde donde se "rebotaría" para toda América Latina. Pero, por supuesto, los cubanos ya la habían leído antes de que el editor de la AFP en Francia tuviese tiempo de largarla.
Al día siguiente, cuando salí del Nacional me pareció que faltaba algo en la calle y, sin embargo, todo parecía normalito. Pero… Entonces caí. Las jineteras que todas las mañanas me deseaban buenos días cuando me veían pasar no estaban en la puerta.
No había ni una. Indagué entre el personal del hotel que puso cara de James Bond en el momento de hacerle una barrabasada al malo de turno.
Llegué a la AFP y les conté lo que ocurría. Hubo algunas sonrisas y el hombre que lo sabía todo de Cuba, el periodista argentino Alfredo Muñoz-Unsain, Chango, entonces director adjunto de la agencia francesa, se permitió una de esas sonrisas que no solía exhibir tan fácilmente.
Estaba claro. Ciertos miembros del Partido Comunista, viejos y amargados a los que la permisividad de "Fresa y chocolate" les parecía una injuria a todos los principios del marxismo, habían dado las órdenes oportunas. Y mandaron que las jineteras desaparecieran por 24 horas –tampoco se les podía apartar demasiado tiempo por consideraciones mercantiles--.
Al día siguiente, las chiquillas de siempre –una de ellas, Economista, me enseñaría una noche en el bar del Nacional los principios de la inversión en bolsa— estaban en sus puestos y me saludaron como si una mala gripe nos hubiese tenido unas lejos del otro.
Supongo que no les extraña si les comento que la película proyectada por Pepe Horta nunca llegó a realizarse.
Años después, Pepe se marchó a Miami donde montó un café que tuvo un éxito abracadabrante. Lo bautizó "Nostalgia".
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