Colaboración: Adiós, boquitas pintadas
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Por Sergio Berrocal
"Boquitas pintadas", boquitas apagadas. Novela, película, folletín, qué se yo. Me cogió fuera de foco, muy lejos de aquella Argentina cantada por Manuel Puig. Un mundo nuevo. Hasta Europa nos llegó un ramalazo de boquitas pintadas, de lo que fue, no pudo ser y finalmente se convirtió en una leyenda del Santo Grial del amor, del sufrimiento, de la renuncia y de ya no puedo más, déjame que tengo sueño, un poquito más, hasta que entre el sol por la ventana.
Los ojos del niño con gafas miran con curiosidad mortecina por el hueco de una blusa blanca que una boquita pintada deja libre. Hace calor. Los sobacos exhalan perfume caro y la boquita pintada sigue sonriendo.
Sabe boquita pintada que el triunfo de la vida, bueno, el comienzo del principio del camino que puede llevar al amor, está en el movimiento de su blusa, acompañado por la sonrisa roja que te permite fijarte en unos ojos de mora perversa, en un entramado de pelo negro azabache cuyos bucles cubren las apariencias.
Sabe boquita pintada que el brazo que tiende con una copa de champán al filo de sus dedos largos y rojos como sus labios valen el enamoramiento de un instante, o quizá de un rato o tal vez de toda una vida.
Boquita pintada conoce a los hombres de instinto. Sabe, aunque todavía le quedan muchos años de carrera por terminar, que el macho cabrío se rinde cuando imagina besar los labios rojizos que prometen mucho pero que nunca darán nada que no quieran dar.
Porque las boquitas pintadas son así. Conocen el poder que tienen y lo ejercen con el capricho del momento, sin aspavientos, pero con firmeza. Y muchas boquitas pintadas más alegres en la tristeza de una vida advierten: Yo no beso en la boca. Todo menos eso.
Pocas cosas quedan en el recuerdo de aquella película del enorme Leopoldo Torre Nilsson basada en la escritura de Manuel Puig.
Oiga, mi amigo, el recuerdo vale todas la sinopsis del mundo, vale más que una presentación de gala con vestidos de seda (estamos en el 1974) en el mítico Festival de Cine de Mar del Plata.
Hasta allí llegan las olas del recuerdo en una mañana de otoño digital que pretende que cantemos villancicos cuando nos de la gana.
Eran otros tiempos. Los esmoquin blancos solían tener solapas anchas de tejido mimado en un taller de costura de Buenos Aires, París y Tamanraset.
Todas las boquitas pintadas del mundo sabían que con sus labios podían ganar la batalla de sus vidas, pero incluso sin necesidad de que se dispersaran entre el abrazo de un hombre. No había besos de pasión. Porque el carmín era obligatorio que durase algo más de lo que duran las rosas. Había que cuidarlo, mi bien, casi tanto como la virginidad que todavía en aquellos tiempos tenía valor en el mercado internacional.
Aquella noche, Boquita pintada, la que yo más conocía, salió corriendo del Festival de Mar del Plata. Iba a perder un zapato, como la Cenicienta del cuento, cuando advertí que pese a la bulla de la prisa sus labios seguían siendo rojos, sin retocar.
Ninguno de los machos con esmoquin blanco de seda para los más atrevidos y pudientes se había podido acercar a aquellos labios pintados para amar a distancia y a gusto de la mujer propietaria.
Boquita pintada corrió, corrió hacia el auto norteamericano que la esperaba a orillas de un yate cuya chimenea humeaba con la gracia de una bailarina dando los últimos pasos cuando el telón va a caer.
Boquita pintada nunca podría adivinarlo pero quería enamorar.
Era todavía una chiquilla. Aquella tarde me confesó que su madre acababa de enseñarle a pintarse los labios. La mamá cuidó de enseñarla porque decía la señora que la niña tenía labios para besar y enloquecer. Y entonces le prohibió que alguien o algo le quitarse la pintura, su otra virginidad.
Boquita pintada prometió. Todavía no había visto la película de Torre Nilsson. Qué sabía ella.
En este sombrío 2016, boquita pintada ya nada tiene que hacer. Al paro la va a mandar un estudio hecho por una universitaria holandesa, Elise van der Laan. sobre las modelos y, más especialmente, que ya hay que ser viciosa, mi amor, sobre por qué no sonríen cuando posan para las revistas de alta densidad como Vogue.
No se te ocurra sonreís, dice el fotógrafo de turno, y agrega: Pon cara de estar cabreada. Y por lo que dice esta eminente investigadora, hay que recurrir a revistas menos sofisticada y más hogareñas para conseguir ver una boquita pintada con cara graciosa y sonriente.
Pero en Vogue ni hablar. Cara de perro, como aquellos "Amores perros" del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu que me amargó la velada la noche en que la proyectaron en el cine Chaplin de La Habana.
La mala leche en la mirada para las modelos de altos vuelos se ha convertido en una marca de profesionalismo. Esto es lo que dice un sociólogo francés.
Tires por donde tires, las boquitas pintadas ya no tienen cabida en ese mundo de la belleza fotografiada.
Ponga cara de perro, por favor. Y, sobre todo, no sonría o no le renuevo el contrato.
Terribles tiempos de imbecilidad sin boquitas pintadas con las que soñar.
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"Boquitas pintadas", boquitas apagadas. Novela, película, folletín, qué se yo. Me cogió fuera de foco, muy lejos de aquella Argentina cantada por Manuel Puig. Un mundo nuevo. Hasta Europa nos llegó un ramalazo de boquitas pintadas, de lo que fue, no pudo ser y finalmente se convirtió en una leyenda del Santo Grial del amor, del sufrimiento, de la renuncia y de ya no puedo más, déjame que tengo sueño, un poquito más, hasta que entre el sol por la ventana.
Los ojos del niño con gafas miran con curiosidad mortecina por el hueco de una blusa blanca que una boquita pintada deja libre. Hace calor. Los sobacos exhalan perfume caro y la boquita pintada sigue sonriendo.
Sabe boquita pintada que el triunfo de la vida, bueno, el comienzo del principio del camino que puede llevar al amor, está en el movimiento de su blusa, acompañado por la sonrisa roja que te permite fijarte en unos ojos de mora perversa, en un entramado de pelo negro azabache cuyos bucles cubren las apariencias.
Sabe boquita pintada que el brazo que tiende con una copa de champán al filo de sus dedos largos y rojos como sus labios valen el enamoramiento de un instante, o quizá de un rato o tal vez de toda una vida.
Boquita pintada conoce a los hombres de instinto. Sabe, aunque todavía le quedan muchos años de carrera por terminar, que el macho cabrío se rinde cuando imagina besar los labios rojizos que prometen mucho pero que nunca darán nada que no quieran dar.
Porque las boquitas pintadas son así. Conocen el poder que tienen y lo ejercen con el capricho del momento, sin aspavientos, pero con firmeza. Y muchas boquitas pintadas más alegres en la tristeza de una vida advierten: Yo no beso en la boca. Todo menos eso.
Pocas cosas quedan en el recuerdo de aquella película del enorme Leopoldo Torre Nilsson basada en la escritura de Manuel Puig.
Oiga, mi amigo, el recuerdo vale todas la sinopsis del mundo, vale más que una presentación de gala con vestidos de seda (estamos en el 1974) en el mítico Festival de Cine de Mar del Plata.
Hasta allí llegan las olas del recuerdo en una mañana de otoño digital que pretende que cantemos villancicos cuando nos de la gana.
Eran otros tiempos. Los esmoquin blancos solían tener solapas anchas de tejido mimado en un taller de costura de Buenos Aires, París y Tamanraset.
Todas las boquitas pintadas del mundo sabían que con sus labios podían ganar la batalla de sus vidas, pero incluso sin necesidad de que se dispersaran entre el abrazo de un hombre. No había besos de pasión. Porque el carmín era obligatorio que durase algo más de lo que duran las rosas. Había que cuidarlo, mi bien, casi tanto como la virginidad que todavía en aquellos tiempos tenía valor en el mercado internacional.
Aquella noche, Boquita pintada, la que yo más conocía, salió corriendo del Festival de Mar del Plata. Iba a perder un zapato, como la Cenicienta del cuento, cuando advertí que pese a la bulla de la prisa sus labios seguían siendo rojos, sin retocar.
Ninguno de los machos con esmoquin blanco de seda para los más atrevidos y pudientes se había podido acercar a aquellos labios pintados para amar a distancia y a gusto de la mujer propietaria.
Boquita pintada corrió, corrió hacia el auto norteamericano que la esperaba a orillas de un yate cuya chimenea humeaba con la gracia de una bailarina dando los últimos pasos cuando el telón va a caer.
Boquita pintada nunca podría adivinarlo pero quería enamorar.
Era todavía una chiquilla. Aquella tarde me confesó que su madre acababa de enseñarle a pintarse los labios. La mamá cuidó de enseñarla porque decía la señora que la niña tenía labios para besar y enloquecer. Y entonces le prohibió que alguien o algo le quitarse la pintura, su otra virginidad.
Boquita pintada prometió. Todavía no había visto la película de Torre Nilsson. Qué sabía ella.
En este sombrío 2016, boquita pintada ya nada tiene que hacer. Al paro la va a mandar un estudio hecho por una universitaria holandesa, Elise van der Laan. sobre las modelos y, más especialmente, que ya hay que ser viciosa, mi amor, sobre por qué no sonríen cuando posan para las revistas de alta densidad como Vogue.
No se te ocurra sonreís, dice el fotógrafo de turno, y agrega: Pon cara de estar cabreada. Y por lo que dice esta eminente investigadora, hay que recurrir a revistas menos sofisticada y más hogareñas para conseguir ver una boquita pintada con cara graciosa y sonriente.
Pero en Vogue ni hablar. Cara de perro, como aquellos "Amores perros" del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu que me amargó la velada la noche en que la proyectaron en el cine Chaplin de La Habana.
La mala leche en la mirada para las modelos de altos vuelos se ha convertido en una marca de profesionalismo. Esto es lo que dice un sociólogo francés.
Tires por donde tires, las boquitas pintadas ya no tienen cabida en ese mundo de la belleza fotografiada.
Ponga cara de perro, por favor. Y, sobre todo, no sonría o no le renuevo el contrato.
Terribles tiempos de imbecilidad sin boquitas pintadas con las que soñar.
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