Colaboración: El helado del Comandante
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Por Sergio Berrocal
“Esta película, Fidel sabía de ella”, me decía Alfredo Guevara, dirigente supremo del cine cubano, en la primera semana de diciembre de 1993. Agregaba casi musitando: « Fidel sabía todo lo que era esta película (« Fresa y chocolate ») por mí ».Y enigmáticamente agregaba: « Yo siempre cumplo con mi obligación de decir todo lo que yo creo ».En su suite del Hotel Nacional de La Habana, al día siguiente del clamoroso éxito de “Fresa y chocolate”, historia de dos homosexuales en una Cuba donde la homosexualidad era entonces un delito que podía tener graves consecuencias. Estamos en diciembre de 1993 y me fio de las notas tomadas aquel día y convertidas en un libro con el título de “Cuba, Revolución y dólares”.
El exitazo de la película y ya de por sí la existencia de esta obra contaba con toda la oposición de los más conservadores del Partido Comunista Cubano, para quienes un homosexual era sencillamente un maricón.
Al finalizar la proyección, una piña humana se puso de pié y bajo los comedidos proyectores aplaudió, aplaudió, aplaudió, hasta el delirio. A algunos periodistas se les saltaban las lágrimas. Un frenesí que parecía no iba a acabarse nunca. En la pantalla, dos muchachos acababan de abrazarse en señal de despedida.
Era el fin del estreno mundial de « Fresa y chocolate », la última obra del más emblemático cineasta cubano, Tomás Gutiérrez Alea. Para terminarla, su amigo Juan Carlos Tabío había tenido que echarle una mano debido a una enfermedad que le venía royendo desde varios años atrás y el filme había aparecido finalmente con la doble firma.
Hoy todo el mundo o casi sabe que « Fresa y chocolate » es el más subversivo y talentoso alegato hecho por cineastas cubanos desde que la Revolución « inventó » el cine cubano, con el convencimiento de que sería un arma incomparable en el difícil diálogo que entonces empezaba entre una Cuba perdida en el pasado y otra que todavía no había perfilado su porvenir.
Pero aquella noche, la sorpresa fue para los más. Cierto, el cine cubano de los últimos años siempre había sido combativo, a veces hasta lo « imprudentemente incorrecto ». La larga tradición de irreverencia de ese cine no quitaba méritos al filme de Gutiérrez Alea, más bien los resaltaba.
Aquella noche en el Teatro Carlos Marx, en los primeros segundos que siguieron a la escena final, - el amor de hermanos y entre hermanos, de gente del mismo mundo, mucho más allá de las retóricas que quieren la separación de la misma gente nacida en la misma cuna de la humanidad, -entre el joven homosexual y el machito miembro de las Juventudes del Partido Comunista, auténtico grito en favor de la tolerancia, dejó bastante desconcertado al público presente.
Quienes habían tenido oportunidad de ver el filme anteriormente en contadísimas sesiones privadas no escatimaban elogios, tantos que los que estaban en ayunas de la novedad acudieron a la proyección con el escepticismo lógico de aquello de « ya verás, ya verás » pero con un fondo de ellos mismos dispuestos a gritar de felicidad.
Aquella noche de hace ya veintitrés años, toda una vida, cuando las luces del cine se apagaron tras kilométricos aplausos, el calor húmedo e impacable de la calle medio oscura por obra y gracia de los clásicos apagones habaneros (periódicos e indispensables cortes de luz debido a las restricciones económicas) fue como un consuelo de frescor. Habíamos vivido quizá una minirrevolución que ni siquiera el Jefe del Estado cubano había previsto cuando dio el visto bueno para el rodaje.
Días después. Escena de día. Una suite del Hotel Nacional de La Habana, el más lujoso de la capital, una joya de otros tiempos recien restaurada.
En un rincón de la habitación blanca y espaciosa que va a morir a una inmensa terraza que mira de reojo al mar, hacia un Miami que dentro de unos mese va a ser protagonista de esta historia, Alfredo Guevara, con la coquetería de sus 67 años, se aguanta con la mano izquierda una chaquetilla azul sobre una camisa negra, mientras con dos dedos de la mano derecha engulle un canapé. Como acostumbra durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, ha citado en lo que le sirve de cuartel general, como número uno del cine cubano (oficialmente es presidente del Festival y entonces ejercia también como, presidente del Instituto cubano del arte e industria cinematográfica (ICAIC), pero en realidad es mucho más...) a un puñado de amigos.
A la izquierda de esa primera habitación que abre una discreta puerta a un dormitorio donde Guevara suele descansar. Dos camareros ofrecen bebidas. El clásico mojito es la más plesbicitada, aunque también se toma cerveza y Cubalibre. En el centro de la pieza, una larga mesa hace honor a los invitados: pollo, paella, gambas emborrizadas, canapés varios, aceitunas, patatas fritas. El sueño de una noche de verano para cualquier cubano que en estos momentos de recesión no tiene más preocupación que la comida.
Agazapado en un rincón como un gato afectuoso, Alfredo se relame de gusto. Las gafas grandes de miope coqueto parecen siempre a punto de abandonarle la nariz. De un manotazo las devuelve a su precario equilibrio cuando uno ya las ve rodando por el suelo. El poco pelo lo tiene peinado muy coquetamente hacia atrás.
Su sonrisa es sin duda lo que más llama y enamora. Una sonrisa discreta, contenida, que casi nunca le sale de los labios y que se refleja en unas arrugas que cada vez que quiere reirse le saltan de los ojos y ponen en peligro la estabilidad de las enormes gafas. Es la misma sonrisa que hace como medio siglo conquistó a Fidel Castro. Porque todos los que están en la suite saben que este hombre pequeñito, de una fragilidad exquisita, fue el hermano mayor de un Fidel que en aquellos tiempos de universitario en La Habana, cuando un grupo de estudiantes soñaba ya con luchas políticas, le protegió, le cobijó y, dicen algunos, le llevó prácticamente desde Sierra Maestra al Palacio de la Revolución en La Habana.
Guevara sigue en su rincón, como si la fiestecita no fuese con él. Habla bajito, casi musitando y los invitados se suceden calladamente a su lado, con el respeto y el sigilo de los fieles en un confesionario de la catedral de La Habana, consagrada a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la misma que en una medallita dicen que Fidel Castro llevaba colgada del cuello cuando entró por primera vez en la capital al frente de sus barbudos.
Mientras al viento húmedo del Malecón (el paseo marítimo habanero) le cuesta los trabajos de Hércules para llegar hasta la suite, Guevara la goza en su rincón.
La pasada noche ha sido una de las más bellas de su existencia. Quizá lo suficiente como para olvidarse del amago de infarto de miocardio, del exilio dorado a que se le obligó hace unos años cuando Fidel no tuvo más remedio que nombrarle embajador de Cuba en la Organización de Naciones Unidas para la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en París, para, según algunas versiones, alejarle de sus más feroces enemigos del Comité Central. Pragmático hasta las puntas de las uñas cuidadosamente pulidas, Alfredo ha conseguido incluso cobrar los intereses de esa embajada forzosa. En la solapa luce el distintivo de la Legión de Honor, máxima recompensa civil francesa que el presidente François Mitterrand, hecho rarísimo, le impuso personalmente en el palacio presidencial del Elíseo. Dicen incluso que el viejo presidente, que en aquellos momentos ya daba las últimas caladas a su presidencia, había querido imponerle la condecoración, cosa que hizo en el transcurso de una brillantísima recepción en palacio durante la cual hubiese sido muy difícil saber cuál de los dos—el presidente o su homenajeado—era más gato.
El, mejor que nadie, sabe que después de 35 años de Revolución, va a ser necesario pasar la mano. El bloqueo absurdo de Estados Unidos, las reclamaciones de países de América Latina y de otros lugares del mundo y, sobre todo, la insostenible situación económica que viven los cubanos, perfilan tiempos de cambios. El lo sabe pero su fidelidad por el compañero de siempre puede más que la lógica más primitiva.
En su dorada madriguera de la suite del Nacional, Guevara asegura a un enviado especial « centroeuropeo »: « Fidel sabía todo lo que era esa película (« Fresa y chocolate ») por mí ».
Y enigmáticamente agrega: « Yo siempre cumplo con mi obligación de decir todo lo que yo creo ».
En ese momento de triunfo personal y cuando ya casi podía preverse que « Fresa y chocolate » sería la película latinoamerica más popular en el mundo entero, Alfredo se mostraba cauto, porque sabía que en el vestíbulo del propio hotel donde festejábamos el enemigo le esperaba: « Yo no veo el filme así (como una feroz crítica a muchas cosas que acontecen en Cuba: rechazo del homosexual, falta de libertad...). Sentí al joven comunista como muy limpio, sin cultura, sin una preparación para ciertas cosas... Yo veo a los jóvenes de un modo muy especial, pensando en el futuro y no sólo como son, en su potencialidad... Soy un protagonista de la película porque tengo que asumirla y soy también un protagonista de la Revolución. No estoy por las críticas acerbas, sino constructivas. Lo revolucionario es transformar. No le llamo revolucionario al levantar banderitas y correr gritando consignas y ni siquiera al momento del fusil, que es decisivo... El momento actual (en Cuba) no es el que estamos viendo en la película, el momento actual no es perfecto. Y muchas cosas siguen pasando pero no son oficiales. Pasan en la gente porque muchos ciudadanos están formados antes de la Revolución en principios « morales » que no responden a nada, que son idioteces ».
Un lenguaje que muy pocas personas se atreverían a utilizar en la Isla, incluso estando a la diestra del padre.
Hemos vuelto a la sala fría y desangelada del teatro Carlos Marx de La Habana. Acaban de proclamarse los premios y, como esperaban todos los periodistas presentes, desde los húngaros a los franceses, « Fresa y chocolate » ha arrasado en el medallero.
Nuevo triunfo para el caballero Alfredo Guevara en su discurso de clausura: « En Coppelia (parque habanero donde se degustan unos helados excepcionales y donde se sitúa el comienzo de la película, donde se conocen los protagonistas, el machito y el homosexual) como en toda nuestra sociedad, cada quien prefiere el sabor que más le conviene y todos vamos a defender nuestros principios desde el abrazo de David y Diego (los dos protagonistas), abrazo que se multiplicará en otros abrazos que nos unirán más allá de cualquier diferencia en lo que por sobre todo prevalece, la decisión de salvar a Cuba, nuestra identidad, nuestra independencia y soberania, el derecho a la dignidad, el derecho al futuro ».
Tomás Gutiérrez Alea, que sorpresivamente tomaría la nacionalidad española en los primeros meses de 1995, no se echó para atrás. Agarró el toro por los cuernos y repitió cosas y conceptos que ya había dicho durante el rodaje: « Es una película que se inserta muy bien en los momentos actuales, cuando hay que tomar conciencia de muchos errores cometidos a lo largo de estos años. Hace falta cambiar en muchos sentidos y esta película apunta sobre uno de estos aspectos: la actitud de intolerancia que ha habido durante mucho tiempo sobre un sector de la población, la homosexualidad. En definitiva, la intolerancia sobre un sector denota la intolerancia sobre otras muchas cosas... Cuando hablo de incomprensión hablo de incomprensión de un lado y de otro. El cuento (del que se sacó el guión) y también la película se desarrolla hace veinte años, cuando se hicieron más aguda la homofobia y las manifestaciones hasta de persecución a los homosexuales, situaciones realmente abominables, situaciones extremas, que hoy afortunadamente no se producen. Un cierto rechazo y una incomprensión de ese fenómeno siguen manifestándose, no sólo en esta sociedad, sino en todas partes del mundo... »
No deja de tener gracia, o quizá sea todo un símbolo, la interpretación es difícil, que el hacedor de « Fresa y chocolate » haya sido precisamente el autor que siempre ha sido el estandarte del cine culto de Cuba en las pantallas nacionales y del exterior.
Fue aquel un helado de fresa y chocolate que toda Cuba tomó con gusto.
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