Colaboración: Cosas del cine cubano

por © NOTICINE.com
Alfredo Guevara (dcha.), con Fidel Castro y el documentalista Santiago Alvarez
Por Sergio Berrocal     

En diciembre de 1994, cuando ya "Fresa y chocolate" había dado la vuelta al mundo entre aplausos, Alfredo Guevara recibía el título de doctor Honoris Causa de Arte en el Instituto Superior de Arte, en las afueras de La Habana. Algunas malas lenguas consideraron aquella condecoración como una recompensa a quien había sabido aguantar las embestidas...

En aquella noche de todos los mojitos, la sorpresa fue mayúscula cuando apareció Fidel Castro junto a Guevara. El jefe del Estado cubano jamás se había molestado antes para una ceremonia de ese tipo. Con las lágrimas en los ojos y su eterna chaquetilla en los hombros, el homenajeado diría: "Un día te dije, Fidel, y quiero en esta ocasión repetirlo, querido y respetado Fidel que soy quien soy porque eres quien eres. Sin tí, sin tu dimensión, sin tu presencia, sería otro".

Con su inacabable uniforme verde olivo, Fidel abrazaría públicamente a su compañero de siempre. Una escena que a muchos recordaba los últimos planos de "Fresa y chocolate", cuando los dos amigos (el homo y el machito comunista) se dicen adiós.

Luego Fidel departiría cordialmente, según la fórmula consagrada, con los periodistas presentes, a quienes diría todo lo bueno que pensaba de su amigo. Una casualidad más, por supuesto, la de este espaldarazo.

La consagración oficial de Alfredo Guevara se produciría al día siguiente, cuando "Granma" le dedicaba su mejor lugar de la primera plana, con escueto pero elocuente comentario y una foto de los dos amigos de la universidad. Algo que algunos observadores consideraron como una advertencia a quienes pudiesen tener la intención de arañar al homenajeado.

Por cierto: ya en aquel mes de diciembre del 94 Pepe Horta no era director del Festival de La Habana. Unos meses antes, cuando estaba a punto para salir desde el aeropuerto habanero José Martí hacia México para promocionar el Festival, la policía cubana—que no podía ignorar de quién se trataba—lo había hecho bajar del avión. Sus maletas fueron registradas a fondo y su pasaporte mirado una y otra vez. Al cabo de un buen rato, le devolvían el documento y le decían que podía subir de nuevo al avión. "Me han humillado", dijo días después por teléfono desde México. Al cabo de unas semanas se marchaba a Miami.

La "coronación" de Guevara y la partida de Horta pertenecen a esa pequeña historia de un cine que no calla y cuyos artífices utilizan para denunciar simples chapuzas de la vida de todos los días, corrupción, ambiciones personales y por último la intolerable intolerancia en una sociedad que, quiera o no, tiene que abrirse hacia una democracia en la que los derechos del individuo—tanto a comer como a pensar—tienen que ser respetados.

Un año después, durante la edición del Festival de 1994, algunos periodistas iban a seguir sintiendo el temporal de diciembre de 1993 y pagar, aunque fuese poca cosa, el entusiasmo que habían manifestado.

El Festival de ese año quedó lógicamente empañado por las emociones vividas en 1993 por la fresa y el chocolate. Hubo algunas películas buenas, entre ellas las cubanas "Reina y rey" y "El elefante y la bicicleta" que seguían en la línea crítica, pero el ángel del estado de gracia ya había pasado.

El único recuerdo cinematográfico de lo vivido un año anterior fue una cinta presentada por Cuba, "Derecho de Asilo" de Octavio Cortázar que cuenta malamente los avatares de un muchacho que tiene que pedir asilo político ya que sus ideas no cuadran con el régimen de turno. La acción se sitúa en un país de América Latina no identificada. Pero en el momento de su presentación en La Habana, el interés se centraba más bien en el asilado-intérprete, Jorge Perugorría, el superhomo de "Fresa y chocolate".

A mí se me ocurrió comentar en una crónica que con esta película, en la que el héroe se pasa más tiempo librándose a ejercicios eróticos con la escultural y acogedora embajadora de su asilo y a una exhibición total de su físico, Perugorría había querido lavarse de la imagen de maricón intelectual que los azares del cine le habían obligado a representar. Y cariñosamente me dio por escribir que encarnaba a "un machito loco"

A la mañana siguiente de la clausura, una emisora de La Habana iba a dedicar tres largos minutos al recién acabado Festival para ponerme como un trapo. La comentarista, que parecía enfurecida a más no poder, decía claramente que yo había querido ensuciar la imagen de la muestra diciendo cosas como lo de "machito loco" y señalando que ese año hubo pocos visitantes extranjeros de marca.

Sea como fuere, resulta cuanto menos curioso una declaración hecha a finales de enero de 1994, apenas un mes después del triunfo de la parábola cinematográfica sobre la intransigencia, cuyos personajes centrales son un homosexual y un miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cubas, por el primer secretario de la misma, Juan Contino.

Contino afirmó que durante 1993 ("Fresa y chocolate" empezó a triunfar en el mes de diciembre de ese año), la Unión de jóvenes Comunistas había registrado 88 000 nuevos militantes. Y como si alguien le preguntase algo, el hombre apostillaría que la Unión en ningún momento se alejó del poder y que, por el contrario, sigue dando "un apoyo masivo a la Revolución". En ese momento, la Unión totalizaba 550 000 miembros para un censo de jóvenes de 3,1 millones.

Otro apunte anecdótico. El 24 de diciembre de 1993, uno de los personajes de los medios de comunicación cubanos, Juan Hernández, vicepresidente del Instituto Cubano de Radio y Televisión, se dirigía a los periodistas cubanos para advertirles: "Estos tiempos son de mostrar la sólida alianza de los periodistas con la revolución y no olvidar nunca nuestra condición de plaza sitiada".

Por cierto que el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de 1993, escenario del triunfo de esa película, permitió a los participantes extranjeros en el mismo comprobar algunos cambios. Para quienes no habían pisado las calles de La Habana desde cuatro años atrás había cosas que reseñar.

Era entonces cuando, en plena crisis energética, se aseguraba que por las calles de La Habana circulaban a diario medio millón de ciclistas. Quizá la cifra correspondiese a la verdad en lo absoluto, pero aunque es cierto que atravesar una calle era un peligro por la inexperiencia de los cubanos a la hora de jugar al Anquetil urbano, el tráfico estaba igualmente plagado de los eternos autos antiguos norteamericanos, amén de los Ladas y, divina sorpresa, de taxis que habían reformado su flotilla con lo más florido de la industria automotriz de Japón. Los viejos Ladas venidos del Este quedaban arrinconados como taxis para ofrecer sitio a los Mitsubishi, Honda, Mazda y otras joyas de la técnica nipona.

Por aquel mes de diciembre, el uso y abuso del dólar, oficialmente avalado por el Gobierno, formaba por todas partes la barrera del poder. Desde una Coca-Cola a un taxi pasando por un almuerzo o una simple revista, todo se pagaba con moneda llegada de los Estados Unidos de América. A nadie se le hubiese ocurrido presentarse con pesos en uno de los más elegantes restaurantes chinos de La Habana, más apreciado por su situación geográfica, envuelto en lo que fuera domicilio de un rico dentista que huyó a Estados Unidos y dejó su casa tipo Art Déco para que finalmente sirviese para el consumo de platos orientales.

Cómo hemos cambiado, compañeros, desde que Obama fumó el puro de la paz y su querido sucesor, Donald Trump, se subió a una tribuna de Miami para berrear que casi todo lo que había dicho y prometido o pactado Obama era papel mojado.

Y luego me dicen que tiempos pasados no son mejores---

(Extracto del libro "Cuba, Revolución y Dólares", del mismo autor)

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