Colaboración: Las rodillas de Gala Dalí
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Salvador Dalí vivió una apasionante historia de amor con Gala. Un idilio de película que nunca fue llevado como merecería al cine. La foto la tomé hace más de medio siglo en el París donde todos éramos refugiados de alguna vida. Todos habíamos perdido alguna guerra, hasta los más jóvenes que nunca vestimos un uniforme ni siquiera libramos la infantil y cinematográfica guerra de los botones. Estábamos allí para ver cómo era aquello, como Ernest Hemingway cuando se metió en el frente italiano durante la Primera Guerra Mundial. Para ver.
Salvador Dalí está sentado en un suntuoso sofá de anchos cojines y tonos oscuros de enredadera. En el espejo enorme y fisgón que está por encima se ve a un camarero con chaqueta blanca y palomita negra. Me hace pensar en Humphrey Bogart. Casi más bella que Ingrid Bergman, la musa del pintor catalán, Gala, que cierra los ojos cuando el flash sale disparado. Lleva su uniforme de tarde de té, un Chanel gris con un collar suntuoso. A su lado Dalí está ausente, o se hace el ausente, porque era el rey de la simulación, el hombre que pudo haber ganado un Oscar sin nunca haber interpretado una película.
Madame Dalí ha cruzado las piernas, de izquierda a derecha, para no ser como todas. Tiene unas rodillas de mujer fatal. Y lo sabe. Porque es una mujer fatal, la misma que abandonó a un marido célebre, el poeta Paul Eluard. Ella era entonces una chiquilla rusa. Y un día, mucho más tarde, apareció Dalí y olvidó que era una mujer casada.
En la mesa baja, un juego de té de china.
En aquella suite del Hotel Meurice de París vivía, dormía, amaba, daba entrevistas y a veces, raramente, se descubría a sí mismo, Dali. Era como un escenario de un teatro clásico, donde no se oyen más que las voces y en el que no se ven más que sombras multicolores.
Tantos años después, en este verano de 2017, me hubiese gustado saber si Salvador Dalí, el hombre que se cachondeaba del mundo, se carcajeaba de todo y de nada con la bula que solo tienen los genios de verdad, era feliz aquella tarde de 1957, cuando ya había cumplido 53 años, edad crucial para cualquier hombre y más para los fuera de serie. Fue el mismo año en que le visitó en España Walt Disney.
Cuando no les veía nadie, en la soledad lujosa de aquel hotel que no sé por qué ahora mismo, en este mediodía veraniego furioso, me ha hecho pensar en la calma elegante del Nacional de La Habana, ¿se amaban en la alcoba de tremebundos colgaduras de épocas más felices, de encaje antiguo?
Decían que Dalí el genio era un chiquillo enamorado de aquella mujer deseada, musa de mil causas, que le había robado a Paul Eluard, cuando eran amigos.
Gala sonreía hasta cuando te servía el té de las cinco que tú detestabas porque hacía días que algunos olvidados te habían iniciado en la grandeza de un gûisqui templado con Perrier y un cacho de hielo generoso, pero nunca demasiado, suficiente nada más para conservar la temperatura adecuada.
¿Tomaba Gala aquel té que con tanta gracia elegante servía o su alma de otros mundos, de otras lejanías, muy allá de París, necesitaba un buchito de ese alcohol que alegra infinitamente el alma cuando está a punto de echarse a llorar?
Era admirable escuchar a Dalí dirigirse a los más ignorantes de los periodistas para servirles en todas sus perplejidades, laberintos y trampas su concepción de lo divino, de lo humano e imagino que también de lo demoniaco.
El de Gala y Dalí era un amor fuera de todos los conceptos, de cualquier regla que ellos ni aplicaban y menos respetaban.
Mucho más tarde de aquellas tardes de té y Chanel, Dalí probó que aquella locura de amor que le provocaba la mujer Gala no formaba parte de la representación. Lo probó muriéndose de pena, porque ella había sido enterrada y él todavía seguía vivo. No quería, no concebía no le importaba seguir viviendo si ella no estaba a su lado, porque era algo más que una musa abstracta. Esto me lo contó gente que en los últimos tiempos de su agonía montaban guardia, para eso eran periodistas, en espera de que el genio de Cadaqués se decidiese a morir, algo que no ocurrió hasta 1989, treinta y dos larguísimos años después de aquellas tardes de té y amor en el Hotel Meurice de París. Demasiado para un hombre que amaba con la pasión que dicen sienten los locos.
Murió lejos de todos aquellos fogonazos de flashes indiscretos y de preguntas de periodistas débiles mentales que con la audacia de una interrogación creían poder desvelar el secreto del maestro, los secretos de aquel que decía que a Gala la llamaba también Linette “porque ruge, cuando se enfada, como el león de la Metro Goldwyn Mayer”.
Se fue el Maestro llorando de amor, me dijeron, probablemente furioso por no poder aplastar con las pezuñas de su caballo de todos los Apocalipsis a los imbéciles que creían poder llegar al fondo de su alma.
Al reporterillo sin cultura, sin malas intenciones tampoco, sólo ávido de aprender lo que nadie le había enseñado, le hubiese gustado, una tarde de aquel otoño prolongado de París, ser consolado, arrullado, mimado un ratito por la diosa de ojillos casi perdidos en una luz infinita.
Todos éramos, queríamos imitar al Rastignac trepador de Balzac, que hubiese podido ser un rioplatense de la quinta de los años ochenta.
Salvador Dalí debía sentirse Parnaso, el hijo de Poseidón y de Cleodora, cuando en realidad su padre, el hombre que le engendró, no era más que un notario catalán deseoso de que su niño dejase de hacer locuras y firmara testamentos, actas de ventas y de compras.
Cuando agonizaba de amor, y esto es algo más que una frasecita cursi, ignoro si Salvador Dalí hubiese hecho suya esta frase que alguien que entiende de vida me dijo una tarde: Te acostumbras tanto a perder, a perder con tanta facilidad, que se convierte en el pretexto soñado para no querer ganar, para no necesitar volver a ganar.
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Salvador Dalí vivió una apasionante historia de amor con Gala. Un idilio de película que nunca fue llevado como merecería al cine. La foto la tomé hace más de medio siglo en el París donde todos éramos refugiados de alguna vida. Todos habíamos perdido alguna guerra, hasta los más jóvenes que nunca vestimos un uniforme ni siquiera libramos la infantil y cinematográfica guerra de los botones. Estábamos allí para ver cómo era aquello, como Ernest Hemingway cuando se metió en el frente italiano durante la Primera Guerra Mundial. Para ver.
Salvador Dalí está sentado en un suntuoso sofá de anchos cojines y tonos oscuros de enredadera. En el espejo enorme y fisgón que está por encima se ve a un camarero con chaqueta blanca y palomita negra. Me hace pensar en Humphrey Bogart. Casi más bella que Ingrid Bergman, la musa del pintor catalán, Gala, que cierra los ojos cuando el flash sale disparado. Lleva su uniforme de tarde de té, un Chanel gris con un collar suntuoso. A su lado Dalí está ausente, o se hace el ausente, porque era el rey de la simulación, el hombre que pudo haber ganado un Oscar sin nunca haber interpretado una película.
Madame Dalí ha cruzado las piernas, de izquierda a derecha, para no ser como todas. Tiene unas rodillas de mujer fatal. Y lo sabe. Porque es una mujer fatal, la misma que abandonó a un marido célebre, el poeta Paul Eluard. Ella era entonces una chiquilla rusa. Y un día, mucho más tarde, apareció Dalí y olvidó que era una mujer casada.
En la mesa baja, un juego de té de china.
En aquella suite del Hotel Meurice de París vivía, dormía, amaba, daba entrevistas y a veces, raramente, se descubría a sí mismo, Dali. Era como un escenario de un teatro clásico, donde no se oyen más que las voces y en el que no se ven más que sombras multicolores.
Tantos años después, en este verano de 2017, me hubiese gustado saber si Salvador Dalí, el hombre que se cachondeaba del mundo, se carcajeaba de todo y de nada con la bula que solo tienen los genios de verdad, era feliz aquella tarde de 1957, cuando ya había cumplido 53 años, edad crucial para cualquier hombre y más para los fuera de serie. Fue el mismo año en que le visitó en España Walt Disney.
Cuando no les veía nadie, en la soledad lujosa de aquel hotel que no sé por qué ahora mismo, en este mediodía veraniego furioso, me ha hecho pensar en la calma elegante del Nacional de La Habana, ¿se amaban en la alcoba de tremebundos colgaduras de épocas más felices, de encaje antiguo?
Decían que Dalí el genio era un chiquillo enamorado de aquella mujer deseada, musa de mil causas, que le había robado a Paul Eluard, cuando eran amigos.
Gala sonreía hasta cuando te servía el té de las cinco que tú detestabas porque hacía días que algunos olvidados te habían iniciado en la grandeza de un gûisqui templado con Perrier y un cacho de hielo generoso, pero nunca demasiado, suficiente nada más para conservar la temperatura adecuada.
¿Tomaba Gala aquel té que con tanta gracia elegante servía o su alma de otros mundos, de otras lejanías, muy allá de París, necesitaba un buchito de ese alcohol que alegra infinitamente el alma cuando está a punto de echarse a llorar?
Era admirable escuchar a Dalí dirigirse a los más ignorantes de los periodistas para servirles en todas sus perplejidades, laberintos y trampas su concepción de lo divino, de lo humano e imagino que también de lo demoniaco.
El de Gala y Dalí era un amor fuera de todos los conceptos, de cualquier regla que ellos ni aplicaban y menos respetaban.
Mucho más tarde de aquellas tardes de té y Chanel, Dalí probó que aquella locura de amor que le provocaba la mujer Gala no formaba parte de la representación. Lo probó muriéndose de pena, porque ella había sido enterrada y él todavía seguía vivo. No quería, no concebía no le importaba seguir viviendo si ella no estaba a su lado, porque era algo más que una musa abstracta. Esto me lo contó gente que en los últimos tiempos de su agonía montaban guardia, para eso eran periodistas, en espera de que el genio de Cadaqués se decidiese a morir, algo que no ocurrió hasta 1989, treinta y dos larguísimos años después de aquellas tardes de té y amor en el Hotel Meurice de París. Demasiado para un hombre que amaba con la pasión que dicen sienten los locos.
Murió lejos de todos aquellos fogonazos de flashes indiscretos y de preguntas de periodistas débiles mentales que con la audacia de una interrogación creían poder desvelar el secreto del maestro, los secretos de aquel que decía que a Gala la llamaba también Linette “porque ruge, cuando se enfada, como el león de la Metro Goldwyn Mayer”.
Se fue el Maestro llorando de amor, me dijeron, probablemente furioso por no poder aplastar con las pezuñas de su caballo de todos los Apocalipsis a los imbéciles que creían poder llegar al fondo de su alma.
Al reporterillo sin cultura, sin malas intenciones tampoco, sólo ávido de aprender lo que nadie le había enseñado, le hubiese gustado, una tarde de aquel otoño prolongado de París, ser consolado, arrullado, mimado un ratito por la diosa de ojillos casi perdidos en una luz infinita.
Todos éramos, queríamos imitar al Rastignac trepador de Balzac, que hubiese podido ser un rioplatense de la quinta de los años ochenta.
Salvador Dalí debía sentirse Parnaso, el hijo de Poseidón y de Cleodora, cuando en realidad su padre, el hombre que le engendró, no era más que un notario catalán deseoso de que su niño dejase de hacer locuras y firmara testamentos, actas de ventas y de compras.
Cuando agonizaba de amor, y esto es algo más que una frasecita cursi, ignoro si Salvador Dalí hubiese hecho suya esta frase que alguien que entiende de vida me dijo una tarde: Te acostumbras tanto a perder, a perder con tanta facilidad, que se convierte en el pretexto soñado para no querer ganar, para no necesitar volver a ganar.
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