Colaboración: Habana 1994, el cine salva
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
En el mes de diciembre de 1994, los cubanos esperaban y desesperaban. Desde Washington no había la menor señal de reconciliación. Desde el antiguo bloque comunista europeo, otrora encandilado por la todopoderosa Unión Soviética, hoy la pobre Rusia de solemnidad, las esperanzas son aún más reducidas. En las orillas parsimoniosamente cuidadas del turístico y gigantesco Varadero o en los rompeolas del descuidado malecón de La Habana, unos y otros piensan lo mismo. La salvación no puede venir más que por mar o por aire, al arrastre de turistas capaces de dejar suficientes divisas como para paliar una situación juzgada catastrófica por especialistas internacionales como el español Carlos Solchaga, exministro español de Economía y Hacienda.
En un informe mantenido secreto en Cuba y que está fechado en Madrid en junio de 1994, Solchaga responde a las preocupaciones que le ha manifestado el Gobierno de La Habana y redefine toda una nueva política económica para salvar a la isla de la quiebra total. En estas fechas de diciembre en que tradicionalmente se celebra el Festival internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, las salas oscuras de La Habana están abarrotadas de cubanos que por un peso o una invitación han logrado el derecho a soñar durante dos horas en algo que no sea comida. Para ello han tenido que aguantar a veces más de una hora de cola bajo el sol habanero que pega sin piedad y con humedad a destajo.
Con un aire acondicionado reducido a su más mínima expresión, con las luces del patio de butacas al pairo, las salas habaneras son lugar de reunión por excelencia para los miles de capitalinos que aparentemente están ociosos, aunque digan al turista que están terminando "una licencia de baloncesto" u otros estudios o sencillamente que trabajan pero que hoy tiene día libre. Las conversaciones que se oyen en los cines que siguen cumpliendo los objetivos "revolucionarios"—en este caso entretener el hambre y evitar mayores desmanes del espíritu— versan casi siempre en el desayuno improvisado con lo que hay y lo que no hay o en el precio de los alimentos que ya empiezan a venderse en las calles de La Habana, a veces en improvisadas pizzerías o hamburgueserías del pobre.
A dos pasos del Centro Internacional de Prensa, limpiamente pobre, un periodista extranjero se encuentra con la sorpresa de una mini terraza de un mini bar amueblado con muebles metálicos de jardín colonial algo deslucido y se toma una Coca-Cola pagada en dólares.
Ninguno de los miles de cubanos que deambulan por La Habana intentando vender algo al turista —desde las famosas cápsulas de PPG contra el colesterol a una novia ocasional que con cara de no haber roto un plato en su vida espera a una distancia prudente de su "novio"— sabe que Fidel Castro ha contratado los servicios de un prestigioso economista español, Carlos Solchaga, para que diagnostique y trate de ayudarle en tan delicadísimos momentos económicos.
Quienes compran en una especie de rastro improvisado detrás de la Plaza de la Revolución, en la Rampa o en otros lugares de la capital ignorar que se lo deben a las recomendaciones de Solchaga. Como deben el que el dólar pueda circular por manos cubanas sin que ello suponga un delito.
En el aeropuerto José Martí una pandilla de chiquillos que por primera vez se han convertido en maleteros pide "un dólar", tarifa única convertida en estribillo que se oye por todas partes. Treinta y cinco años después de la Revolución, la Cuba oficial se ha metido el orgullo del peso en el bolsillo y ha aceptado que el símbolo monetario de Estados Unidos vuelva a reinar como cuando los yanquis eran los únicos dueños del magnífico parque automovilístico que a base de Cadillac, Dodges, Pontiac y otros Ford siguen circulando por las calles de La Habana convertidos muchos años después en museo rodante.
Pero el cubano medio, que precisamente a través del cine ha conservado el sentido de realidades tan primarias como que Estados Unidos y su dólar dominan en el mundo entero donde imponen su manera de ser y de pensar, está a muchas millas de pruritos morales y patrióticos que hasta han olvidado los ricos occidentales convertidos en sucursales del poder estadounidense. Ellos lo que quieren es sobrevivir suficientemente como para poder vivir algunas de esas cosas maravillosamente depravadas que se les cuenta en los filmes que están viendo en el Festival Latinoamericano.
En este caluroso mes de diciembre, los cubanos que las ingenian para sobrevivir hasta que las cosas cambien. Porque cada día oyen más, a través de furtivas conversaciones con gentes llegadas de otros mundos para esta reunión cinematográfica internacional, que los demás países exigen que el Gobierno de Cuba de un "timonazo" hacia la libertad. Y para ellos eso significa una vida mejor que apenas pueden soportar a estas alturas por mucha película que le echen.
Lo que Solchaga y su equipo han recomendado a Fidel Castro es poco probable que un día figure en una película del ICAIC. En todo caso, como ese grupo de cineastas que en estas postrimerías de 1994 sigue batiéndose contra molinos por una apertura, el antiguo ministro español recomienda la liberalización de la economía y hace hincapié en las riquezas que puede engendrar el turismo para una Cuba que es una auténtica postal.
Según datos fiables, entre 1987 y 1994 el número de personas que hicieron turismo en Cuba pasó de 200.000 a 620.000, con ingresos de entre 111 y 850 millones de dólares.
Por cierto, y no es del todo absurdo, que los organizadores del anual Festival Internacional el Nuevo Cine Latinoamericano están convencidos de que esta manifestación cultural, hoy de prestigio internacional, contribuye a popularizar la imagen de Cuba en un Caribe atiborrado por turistas y donde la competencia es feroz a la hora de vender sol y evasión. Ello explicaría que el festival haya sido mantenido hasta en los momentos más duros de la recesión económica. Gracias al cine, Cuba no ha quedado aislada todos estos años en los que el interés de la actualidad internacional pasaba muy lejos del Caribe, desde el Golfo Pérsico a la antigua Yugoslavia, gracias a los cientos de periodistas extranjeros que todos los años cubren ese acontecimiento, considerado como el más importante de habla española y portuguesa.
En junio de 1994, Solchaga remitía un informe al Gobierno cubano cuyos principales secuencias, para no apartarse del lenguaje cinematográfico, eran:
"Percibimos que la insuficiencia cuantitativa y cualitativa de las medidas de liberalización y flexibilización, al restar credibilidad a las mismas, está inhibiendo la movilización de recursos humanos y financieros en la escala suficiente para evitar la continuidad del proceso de disolución del sistema productivo cubano... Creemos que la lentitud del proceso corre el riesgo de generar la perpetuación de incosteables insuficiencias productivas, y de acomodar el florecimiento de actividades a menudos ilegales, que conllevan efectos distributivos muy alejados de los objetivos de solidaridad y equidad que sin duda persigue el Gobierno cubano".
"Sólo pueden preservarse (los logros sociales) mediante una adaptación rápida a las nuevas condiciones que imponen la internacionalización de la economía cubana y el desarrollo libre de sus fuerzas productivas".
Recomendaba el informe en otro apartado "...el programa de diversificación de las exportaciones tradicionales, la potenciación del sector turístico y la nueva sensibilidad hacia la inversión extranjera en la isla".
En medio de los ciento de películas que llovían en aquel mes de diciembre sobre La Habana por mor de quienes consideraban que la permanencia del festival era muy útil para no cortarse del mundo, los cubanos intuían quizá pero no sabían a ciencia cierta lo que decía el informe en otro momento de las reflexiones del equipo Solchaga: que el consumo de la sociedad cubana había disminuido en más de 25 por ciento.
Y si las salas oscuras habaneras estaban abarrotadas hasta la bandera día y noche, seguramente no se debía tan solo a la pasión reconocida de los cubanos por el cine —que con el correr del tiempo se convertiría desgraciadamente en la manera más cómoda y radical de huir de una realidad muy penosa— sino también a la "desestimulación al trabajo y la desafección al sistema oficial de organización de la producción social que tal estado de cosas ha producido".
En tiempos de Franco, en España se pretendía que el fútbol era el auténtico opio del pueblo -como quizá siga siéndolo también desde la transición política hacia la democracia--. Que el cine haya tenido similar efecto en Cuba no es imposible.
Aquel magnífico fin de 1994 fue el de los coletazos de "Fresa y chocolate", el del informe Solchaga y el del auge de las antenas parabólicas reservadas exclusivamente hasta entonces a los grandes hoteles internacionales. Con la ingeniosidad de la desesperación, los cubanos las fabricarían rápidamente en casa como quien dice, con lo que ya les llegaban bocanadas de aire fresco capitalista, principalmente desde las emisoras norteamericanas. De ese mundo capitalista que el propio Fidel Castro aceptaba ya a regañadientes como un mal inevitable pese a que sus numantinas y periódicas reivindicaciones de la esencia socialista, justo cuando el mundo socialista era ya cosa de ricos. Los gritos de "¡Patria o muerte, venceremos!" se diluían ya en los anocheceres habaneros entre el piar de pandillas de chiquillos que rodeaban a los turistas con lemas menos revolucionarios como el famoso "¡Un dólar!".
(Tomado del libro del autor, "Cuba, Revolución y dólares")
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En el mes de diciembre de 1994, los cubanos esperaban y desesperaban. Desde Washington no había la menor señal de reconciliación. Desde el antiguo bloque comunista europeo, otrora encandilado por la todopoderosa Unión Soviética, hoy la pobre Rusia de solemnidad, las esperanzas son aún más reducidas. En las orillas parsimoniosamente cuidadas del turístico y gigantesco Varadero o en los rompeolas del descuidado malecón de La Habana, unos y otros piensan lo mismo. La salvación no puede venir más que por mar o por aire, al arrastre de turistas capaces de dejar suficientes divisas como para paliar una situación juzgada catastrófica por especialistas internacionales como el español Carlos Solchaga, exministro español de Economía y Hacienda.
En un informe mantenido secreto en Cuba y que está fechado en Madrid en junio de 1994, Solchaga responde a las preocupaciones que le ha manifestado el Gobierno de La Habana y redefine toda una nueva política económica para salvar a la isla de la quiebra total. En estas fechas de diciembre en que tradicionalmente se celebra el Festival internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, las salas oscuras de La Habana están abarrotadas de cubanos que por un peso o una invitación han logrado el derecho a soñar durante dos horas en algo que no sea comida. Para ello han tenido que aguantar a veces más de una hora de cola bajo el sol habanero que pega sin piedad y con humedad a destajo.
Con un aire acondicionado reducido a su más mínima expresión, con las luces del patio de butacas al pairo, las salas habaneras son lugar de reunión por excelencia para los miles de capitalinos que aparentemente están ociosos, aunque digan al turista que están terminando "una licencia de baloncesto" u otros estudios o sencillamente que trabajan pero que hoy tiene día libre. Las conversaciones que se oyen en los cines que siguen cumpliendo los objetivos "revolucionarios"—en este caso entretener el hambre y evitar mayores desmanes del espíritu— versan casi siempre en el desayuno improvisado con lo que hay y lo que no hay o en el precio de los alimentos que ya empiezan a venderse en las calles de La Habana, a veces en improvisadas pizzerías o hamburgueserías del pobre.
A dos pasos del Centro Internacional de Prensa, limpiamente pobre, un periodista extranjero se encuentra con la sorpresa de una mini terraza de un mini bar amueblado con muebles metálicos de jardín colonial algo deslucido y se toma una Coca-Cola pagada en dólares.
Ninguno de los miles de cubanos que deambulan por La Habana intentando vender algo al turista —desde las famosas cápsulas de PPG contra el colesterol a una novia ocasional que con cara de no haber roto un plato en su vida espera a una distancia prudente de su "novio"— sabe que Fidel Castro ha contratado los servicios de un prestigioso economista español, Carlos Solchaga, para que diagnostique y trate de ayudarle en tan delicadísimos momentos económicos.
Quienes compran en una especie de rastro improvisado detrás de la Plaza de la Revolución, en la Rampa o en otros lugares de la capital ignorar que se lo deben a las recomendaciones de Solchaga. Como deben el que el dólar pueda circular por manos cubanas sin que ello suponga un delito.
En el aeropuerto José Martí una pandilla de chiquillos que por primera vez se han convertido en maleteros pide "un dólar", tarifa única convertida en estribillo que se oye por todas partes. Treinta y cinco años después de la Revolución, la Cuba oficial se ha metido el orgullo del peso en el bolsillo y ha aceptado que el símbolo monetario de Estados Unidos vuelva a reinar como cuando los yanquis eran los únicos dueños del magnífico parque automovilístico que a base de Cadillac, Dodges, Pontiac y otros Ford siguen circulando por las calles de La Habana convertidos muchos años después en museo rodante.
Pero el cubano medio, que precisamente a través del cine ha conservado el sentido de realidades tan primarias como que Estados Unidos y su dólar dominan en el mundo entero donde imponen su manera de ser y de pensar, está a muchas millas de pruritos morales y patrióticos que hasta han olvidado los ricos occidentales convertidos en sucursales del poder estadounidense. Ellos lo que quieren es sobrevivir suficientemente como para poder vivir algunas de esas cosas maravillosamente depravadas que se les cuenta en los filmes que están viendo en el Festival Latinoamericano.
En este caluroso mes de diciembre, los cubanos que las ingenian para sobrevivir hasta que las cosas cambien. Porque cada día oyen más, a través de furtivas conversaciones con gentes llegadas de otros mundos para esta reunión cinematográfica internacional, que los demás países exigen que el Gobierno de Cuba de un "timonazo" hacia la libertad. Y para ellos eso significa una vida mejor que apenas pueden soportar a estas alturas por mucha película que le echen.
Lo que Solchaga y su equipo han recomendado a Fidel Castro es poco probable que un día figure en una película del ICAIC. En todo caso, como ese grupo de cineastas que en estas postrimerías de 1994 sigue batiéndose contra molinos por una apertura, el antiguo ministro español recomienda la liberalización de la economía y hace hincapié en las riquezas que puede engendrar el turismo para una Cuba que es una auténtica postal.
Según datos fiables, entre 1987 y 1994 el número de personas que hicieron turismo en Cuba pasó de 200.000 a 620.000, con ingresos de entre 111 y 850 millones de dólares.
Por cierto, y no es del todo absurdo, que los organizadores del anual Festival Internacional el Nuevo Cine Latinoamericano están convencidos de que esta manifestación cultural, hoy de prestigio internacional, contribuye a popularizar la imagen de Cuba en un Caribe atiborrado por turistas y donde la competencia es feroz a la hora de vender sol y evasión. Ello explicaría que el festival haya sido mantenido hasta en los momentos más duros de la recesión económica. Gracias al cine, Cuba no ha quedado aislada todos estos años en los que el interés de la actualidad internacional pasaba muy lejos del Caribe, desde el Golfo Pérsico a la antigua Yugoslavia, gracias a los cientos de periodistas extranjeros que todos los años cubren ese acontecimiento, considerado como el más importante de habla española y portuguesa.
En junio de 1994, Solchaga remitía un informe al Gobierno cubano cuyos principales secuencias, para no apartarse del lenguaje cinematográfico, eran:
"Percibimos que la insuficiencia cuantitativa y cualitativa de las medidas de liberalización y flexibilización, al restar credibilidad a las mismas, está inhibiendo la movilización de recursos humanos y financieros en la escala suficiente para evitar la continuidad del proceso de disolución del sistema productivo cubano... Creemos que la lentitud del proceso corre el riesgo de generar la perpetuación de incosteables insuficiencias productivas, y de acomodar el florecimiento de actividades a menudos ilegales, que conllevan efectos distributivos muy alejados de los objetivos de solidaridad y equidad que sin duda persigue el Gobierno cubano".
"Sólo pueden preservarse (los logros sociales) mediante una adaptación rápida a las nuevas condiciones que imponen la internacionalización de la economía cubana y el desarrollo libre de sus fuerzas productivas".
Recomendaba el informe en otro apartado "...el programa de diversificación de las exportaciones tradicionales, la potenciación del sector turístico y la nueva sensibilidad hacia la inversión extranjera en la isla".
En medio de los ciento de películas que llovían en aquel mes de diciembre sobre La Habana por mor de quienes consideraban que la permanencia del festival era muy útil para no cortarse del mundo, los cubanos intuían quizá pero no sabían a ciencia cierta lo que decía el informe en otro momento de las reflexiones del equipo Solchaga: que el consumo de la sociedad cubana había disminuido en más de 25 por ciento.
Y si las salas oscuras habaneras estaban abarrotadas hasta la bandera día y noche, seguramente no se debía tan solo a la pasión reconocida de los cubanos por el cine —que con el correr del tiempo se convertiría desgraciadamente en la manera más cómoda y radical de huir de una realidad muy penosa— sino también a la "desestimulación al trabajo y la desafección al sistema oficial de organización de la producción social que tal estado de cosas ha producido".
En tiempos de Franco, en España se pretendía que el fútbol era el auténtico opio del pueblo -como quizá siga siéndolo también desde la transición política hacia la democracia--. Que el cine haya tenido similar efecto en Cuba no es imposible.
Aquel magnífico fin de 1994 fue el de los coletazos de "Fresa y chocolate", el del informe Solchaga y el del auge de las antenas parabólicas reservadas exclusivamente hasta entonces a los grandes hoteles internacionales. Con la ingeniosidad de la desesperación, los cubanos las fabricarían rápidamente en casa como quien dice, con lo que ya les llegaban bocanadas de aire fresco capitalista, principalmente desde las emisoras norteamericanas. De ese mundo capitalista que el propio Fidel Castro aceptaba ya a regañadientes como un mal inevitable pese a que sus numantinas y periódicas reivindicaciones de la esencia socialista, justo cuando el mundo socialista era ya cosa de ricos. Los gritos de "¡Patria o muerte, venceremos!" se diluían ya en los anocheceres habaneros entre el piar de pandillas de chiquillos que rodeaban a los turistas con lemas menos revolucionarios como el famoso "¡Un dólar!".
(Tomado del libro del autor, "Cuba, Revolución y dólares")
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