Colaboración: Santo Che, ruega por nosotros
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Por Sergio Berrocal
Desaliñado en mis convicciones, hojeo un artículo sobre un pueblo de Bolivia donde, me cuenta este periódico, que no es nada izquierdista, se venera a un Santo Che. En una Europa que se está yendo al carajo con nacionalismos exacerbados, ladrones de altos vuelos que no tienen la gracia de Cary Grant cuando robaba por los bellos ojos de Grace Kelly (¿de qué color eran?), y un desencanto digno de los mejores momentos de aquella infame película titulada Casablanca que nos hizo creer en un mundo mejor.
Pronto no nos quedará ni La Higuera, ese pueblecito sin geografía precisa en Bolivia de que habla el artículo que leo con el desconsuelo que se imaginan en una mañana siniestra de otoño caliente.
No nos quedará ni el recurso de esos pobres, miserables, que viven en ese lugar del que oí hablar por primera vez una tarde (hora de París) en que nos llegó la noticia, todavía extraoficialmente oficial, de que habían matado a Che Guevara, quien andaba por tierras bolivianas y de dictadores queriendo hacer la revolución. Supongo que creía en lo que hacía hasta cuando los militares bolivianos que le capturaron le fusilaron.
Creo que era la tarde del 9 de octubre de 1967, otoño en París cuando te tiemblan las piernas sin calefacción y te buscas un Viandox calentito. Éramos periodistas pobres, sin más horizonte que la Place de la Bourse que a aquellas horas no tenía más faro que el restaurante-bar-refugio-puerto desesperado Vaudeville, a cuyas orillas ya se estaban descabezando enormes ostras para acompañar un vino blanco fresquito, lo justo, que reposaba en el mostrador de zinc.
Yo conocía al Che por lo que se contaba de la Revolución cubana, que entonces todavía no escribía un servidor con mayúscula. Además, uno acababa de comenzar una carrera de periodista de agencia mundial de información en la AFP y tenía otros gatos a los que azotar, según la expresión francesa.
Así que cuando recibimos el cable –todavía no habíamos descubierto el milagro de la informática y de las transmisiones instantáneas—en el que nuestro corresponsal en La Paz nos afirmaba en un FLASH-URGENTE-NO SEQUE, que Che Guevara había muerto y el hombre citaba "la más alta fuente presidencial" nos quedamos helados.
No es que me hubiese impresionado la noticia de esa muerte –poco después algún compañero latinoamericano con formación más marxista que la mía me aclararía la importancia del acontecimiento—pero como responsable en ese hueco de la tarde tenía que decidir qué hacer con aquella noticia cuya fuente era por lo menos curiosa (la más alta fuente presidencial).
Como jóvenes agencieros teníamos por norma considerar que una noticia sin una fuente sólida, es decir sin algo o alguien que respaldase su veracidad, no valía un pimiento por muy picante que estuviese.
Al cabo de un rato de intentos fallidos de comunicar con nuestro hombre en La Paz se confirmó que la "alta fuente presidencial" era el mismísimo Presidente de la República de Bolivia que se lo había dicho al Nuncio Apostólico durante una recepción y que la confidencia había llegado a oídos de un fotógrafo que había vendido la noticia…
Lo importante, por supuesto, es que el Che había sido liquidado y en mi ignorancia política no supe hasta el día siguiente las repercusiones que aquel suceso tenía en el mundo.
Mis héroes en aquellos años todavía eran más bien peliculeros aunque desde que Fidel Castro había hecho el show con sus barbudos al entrar en La Habana después de expulsar al dictador Batista, el tío de la barba que tenía una bonita mirada y llevaba colgado al cuello una medallita (luego se sabría que era la de la Virgen de la Caridad del Cobre) empezó a parecerme suficiente para reemplazar a mi Robin de los Bosques.
No sé por qué les cuento todos estos viejos recuerdos. Ahora ha salido el sol, pero hace frío para vivir al lado de África. Menos, claro, que hacía aquel día de octubre en París cuando mataron al Che.
Reconozco que su verdadera dimensión me la dio una película que muchos años después, hacia 1985, pude ver en La Habana, "Mi hijo El Che", donde el padre del guerrillero argentino hablaba de él. Nunca olvidaré sus lágrimas cuando contaba que los soldados que lo fusilaron y algún agente de la CIA le cortaron las dos manos, para estar seguros de poder probar con las huellas dactilares que aquel muerto era el tan buscado Che.
Y esta mañana, el periódico ese que me habla del fervor que la gente de ese pueblito boliviano llamado La Higuera siente por su ilustre muerto –porque fue allí donde le quitaron la vida— hasta el extremo de considerarlo santo y pedirle milagros.
Santo Che, ruega por nosotros, decía la viejita helándose de frío.
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Desaliñado en mis convicciones, hojeo un artículo sobre un pueblo de Bolivia donde, me cuenta este periódico, que no es nada izquierdista, se venera a un Santo Che. En una Europa que se está yendo al carajo con nacionalismos exacerbados, ladrones de altos vuelos que no tienen la gracia de Cary Grant cuando robaba por los bellos ojos de Grace Kelly (¿de qué color eran?), y un desencanto digno de los mejores momentos de aquella infame película titulada Casablanca que nos hizo creer en un mundo mejor.
Pronto no nos quedará ni La Higuera, ese pueblecito sin geografía precisa en Bolivia de que habla el artículo que leo con el desconsuelo que se imaginan en una mañana siniestra de otoño caliente.
No nos quedará ni el recurso de esos pobres, miserables, que viven en ese lugar del que oí hablar por primera vez una tarde (hora de París) en que nos llegó la noticia, todavía extraoficialmente oficial, de que habían matado a Che Guevara, quien andaba por tierras bolivianas y de dictadores queriendo hacer la revolución. Supongo que creía en lo que hacía hasta cuando los militares bolivianos que le capturaron le fusilaron.
Creo que era la tarde del 9 de octubre de 1967, otoño en París cuando te tiemblan las piernas sin calefacción y te buscas un Viandox calentito. Éramos periodistas pobres, sin más horizonte que la Place de la Bourse que a aquellas horas no tenía más faro que el restaurante-bar-refugio-puerto desesperado Vaudeville, a cuyas orillas ya se estaban descabezando enormes ostras para acompañar un vino blanco fresquito, lo justo, que reposaba en el mostrador de zinc.
Yo conocía al Che por lo que se contaba de la Revolución cubana, que entonces todavía no escribía un servidor con mayúscula. Además, uno acababa de comenzar una carrera de periodista de agencia mundial de información en la AFP y tenía otros gatos a los que azotar, según la expresión francesa.
Así que cuando recibimos el cable –todavía no habíamos descubierto el milagro de la informática y de las transmisiones instantáneas—en el que nuestro corresponsal en La Paz nos afirmaba en un FLASH-URGENTE-NO SEQUE, que Che Guevara había muerto y el hombre citaba "la más alta fuente presidencial" nos quedamos helados.
No es que me hubiese impresionado la noticia de esa muerte –poco después algún compañero latinoamericano con formación más marxista que la mía me aclararía la importancia del acontecimiento—pero como responsable en ese hueco de la tarde tenía que decidir qué hacer con aquella noticia cuya fuente era por lo menos curiosa (la más alta fuente presidencial).
Como jóvenes agencieros teníamos por norma considerar que una noticia sin una fuente sólida, es decir sin algo o alguien que respaldase su veracidad, no valía un pimiento por muy picante que estuviese.
Al cabo de un rato de intentos fallidos de comunicar con nuestro hombre en La Paz se confirmó que la "alta fuente presidencial" era el mismísimo Presidente de la República de Bolivia que se lo había dicho al Nuncio Apostólico durante una recepción y que la confidencia había llegado a oídos de un fotógrafo que había vendido la noticia…
Lo importante, por supuesto, es que el Che había sido liquidado y en mi ignorancia política no supe hasta el día siguiente las repercusiones que aquel suceso tenía en el mundo.
Mis héroes en aquellos años todavía eran más bien peliculeros aunque desde que Fidel Castro había hecho el show con sus barbudos al entrar en La Habana después de expulsar al dictador Batista, el tío de la barba que tenía una bonita mirada y llevaba colgado al cuello una medallita (luego se sabría que era la de la Virgen de la Caridad del Cobre) empezó a parecerme suficiente para reemplazar a mi Robin de los Bosques.
No sé por qué les cuento todos estos viejos recuerdos. Ahora ha salido el sol, pero hace frío para vivir al lado de África. Menos, claro, que hacía aquel día de octubre en París cuando mataron al Che.
Reconozco que su verdadera dimensión me la dio una película que muchos años después, hacia 1985, pude ver en La Habana, "Mi hijo El Che", donde el padre del guerrillero argentino hablaba de él. Nunca olvidaré sus lágrimas cuando contaba que los soldados que lo fusilaron y algún agente de la CIA le cortaron las dos manos, para estar seguros de poder probar con las huellas dactilares que aquel muerto era el tan buscado Che.
Y esta mañana, el periódico ese que me habla del fervor que la gente de ese pueblito boliviano llamado La Higuera siente por su ilustre muerto –porque fue allí donde le quitaron la vida— hasta el extremo de considerarlo santo y pedirle milagros.
Santo Che, ruega por nosotros, decía la viejita helándose de frío.
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