Colaboración: Vampiras en La Habana

por © NOTICINE.com
El hotel Capri en La Habana
Por Sergio Berrocal    

Casi seguro que los invitados que lleguen a primeros del próximo mes de diciembre a La Habana para asistir al Festival de Cine lo harán sin la aprensión inaguantable que yo llevaba en el cuerpo cuando, por primera vez, llegaba a Cuba en 1985.

Con la guerra fría en el aire, circulaban sobre este país las más cinematográficas historias de miedo y agentes secretos (as) que ponían los pelos de punta. Más o menos que visitar la isla era estar sometido las veinticuatro horas a hordas de agentes secretos y de vampiresas encargados ambos de que los extranjeros no se metieran donde no debían.

Eran cosas que se decían también en París, desde donde viajar a Cuba parecía entonces casi una aventura. El billete había que buscarlo en una pequeña agencia de viajes de la rue du 4 Septembre que siempre se me asemejó a esos lugares de citas para agentes secretos del Este o del Oeste. Allí te topabas con un señor con acento de las estepas rusas que te informaba sobre el próximo vuelo de Aeroflot.

Mientras, los “especialistas” que pululaban te explicaban que nada más desembarcar serías seguido día y noche por agentes, de paisano, naturalmente, y tu habitación de hotel estaría sembrada de micrófonos y quizá alguna cámara. Porque, aseguraban esas eminencias que nunca habían salido de París más que para volver a sus casas en el tren de cercanías, tarde o temprano una mujer muy bonita entrará en tu habitación, después de seducirte en el bar y entonces… Entonces estabas perdidamente fichado para toda la vida.

Creo que todavía no se llevaba mucho James Bond pero nuestros cines estaban llenos de agentes del Este o del Oeste y normalmente los del bloque comunista solían ser vampiresas trilingües que ya, ya…

Con todo este susto infiltrado en el cuerpo me metí en el Aeroflot que estuvo a punto de fallecer en la parada obligatoria y canadiense de Gander, aunque mientras me duró mi anticomunismo primario pensé que el ballet de patrulleros con todas sus luces encendidas y las sirenas desgañitándose alrededor del avión que acababa de aterrizar formaba parte de no sé qué extraño ballet puesto a punto por los castristas…

Llegué al Hotel Capri temblando, pero creo que más de excitación que de miedo. Y cuando el recepcionista me aseguró sin más que mi habitación la había ocupado Frank Sinatra no pude contenerme:

 -Pero si la he reservado yo…

 - No se preocupe. Mr. Sinatra estuvo aquí hace ya muchos años…

Durante el primer día, “ellos” se mostraron muy discretos, invisibles diría yo, aunque procuré no quedarme mucho solo y me refugiaba en la delegación de la Agencia France Presse para la que trabajaba.

Al segundo día tuve una alerta bajando del Chaplin hacia el hotel. Un muchacho guapito, de mejillas cuidadosamente medio afeitadas, me invitó a tomar el té con unos amigos. Eran las doce de la mañana, lo que me hizo sospechar. Nadie toma té a esas horas y con 30 grados centígrados friendo las calles. Era muy burda la trampa. Dije que no me gustaba el té y traté de buscar un taxi para alejarme.

Ya a salvo en el Capri, un compañero que me esperaba para no sé qué y al que le conté el fallido secuestro –yo me había visto conducido a sótanos donde me hubiesen hecho confesar…-- se echó a reír sin el menor reparo. “Era un homosexual. Eso es frecuente en La Habana”. Y siguió con un cachondeo que me hizo pensar si este tipo no sería de esos servicios de que el espía me había contado mil cosas en París.

Una noche, debía de ser la tercera, el timbre del teléfono me sacó de un sueño profundo. Tardé por lo menos treinta segundos en contestar. Ya está, me dije, son ellos… Cuando por fin descolgué me enteré con cierta decepción de que era simplemente la Dirección del diario cubano Granma; me pedían permiso para publicar una crónica mía sobre el Festival de Cine de La Habana.

En cuanto amaneció me vestí en una exhalación y entré en tromba en la delegación de la AFP. Traté de contar del modo más casual la llamada telefónica en plena noche. Una secretaria me sonrió, como hacía siempre, Dios la bendiga, pero cuando llegó el periodista argentino Chango, entonces adjunto a la dirección, exhibió aquella sonrisa suya de hiena que destinaba a los tontos y me explicó y explicó hasta calmarme. Me convenció rápidamente cuando al cabo de un par de horas recibimos Granma y vimos mi artículo estampado en lugar destacado. Chango soltó entonces una homérica risotada que olía a cachondeo del más puro y creo recordar que coreado por las maravillosas muchachas que entonces empleaba la delegación.

Regresé a París feliz de haber escapado a todas las trampas.

En 1993, cuando las Mata Hari de los servicios secretos se me habían ido de la cabeza en sucesivos viajes asistí al triunfo de la película “Fresa y chocolate” en el Karl Marx de La Habana.

Regresé al Nacional después de la función y cogí el ascensor con palanca de cobre pulido y con un hermoso ejemplar de la raza humana, departamento de machos, a su mando. Empezamos a subir y el aparatito se atrancó. Como yo estaba eufórico por tan maravillosa película ni siquiera pensé en los agentes que seguramente no me quitaban un ojo.

Y de pronto, entre las rejas –nos habíamos detenido entre dos pisos—empezaron a llegar mensajes de esperanza en forma de Cubalibrerísimo, con más ron que Cola. Invité a mi chófer y entablamos una de las conversaciones más interesantes que he tenido jamás sobre la homosexualidad. Pero en medio de mi euforia me acordé de los otros.

No ocurrió nada. Cuando el ascensor yanqui volvió a funcionar bajamos al loby y el conductor y yo nos tomamos muy ricamente un helado de fresa y chocolate.

(Esta transcripción es fiel a los recuerdos del autor, que tras haber seguido algunos tratamientos psicológicos tipo Paulo Coelho, confiesa su locura. Y es también testimonio de cosas que se contaban entre los viajeros a Cuba).

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