"La pasión de Gabriel": Despiadada metáfora sobre la libertad y la muerte

'La pasión de Gabriel'
'La pasión de Gabriel'

Por Alberto Duque López
                                          
Los espectadores que vayan al encuentro del estreno colombiano “La Pasión de Gabriel”, del director Luis Alberto Restrepo, a partir de este jueves 6,  se encontrarán con una película simple, austera, con un sentido de la contención y la mesura que contrasta con nuestras exageraciones tropicales sobre el eterno e inacabable asunto de la violencia, sus protagonistas, sus escenarios, sus dolores, sus ausencias y sobre todo, sus símbolos que cada vez aparecen más gastados, menos reales, más enfermizos.

Restrepo ha logrado una película dolorosa y real, emparentada con otras miradas austeras sobre la violencia política (“Cóndores no entierran todos los días” de Francisco Norden o “Confesión a Laura” de Jaime Osorio), y otros conflictos sociales y humanos  (“Riverside” de Harold Trompetero,  “Satanás” de Andy Baiz y “Tiempo de Morir” de Jorge Alí Triana).

También ha evitado con eficacia y conocimiento caer en las trampas de lo inmediato, lo obvio y lo gratuito (él, que tiene mucho oficio por sus trabajos en televisión en los que debe rendirse a las preferencias de los espectadores), para construir con excelentes diálogos, un pulso narrativo que se sostiene y una ausencia de escenas innecesarias (no explota, por ejemplo, el hermoso y sensual cuerpo de la actriz María Cecilia Sánchez en las escenas de sexo que apenas insinúan los senos de la muchacha, ni manipula los asesinatos de dos personajes que cambian la vida del pueblo), una película que lastima, preocupa, incomoda, duele y deja una sensación amarga cuando en la última toma, aparece un símbolo de esperanza, en el puente.

Ni el personaje (ese cura desesperado por curar las heridas ajenas y reparar las injusticias y atropellos cometidos contra los indefensos, con una naturaleza alimentada en el personaje de Nazarín en la película de Luis Buñuel: ambos son buenos, ambos son rebeldes, ambos son transparentes, ambos son frescos), ni la historia misma (el enfrentamiento de ese párroco a todos los símbolos del poder salvaje, desde los guerrilleros y los funcionarios vendidos, pasando por los caciques políticos y los militares hasta los campesinos asombrados con los excesos del cura), ni los laberintos de la carne, la ambición, la ceguera política y otros conflictos son originales, no:  pero Restrepo cuenta su película con tanta simplicidad, tanta austeridad, tanto sentido de lo cotidiano que logra un cuadro fresco, auténtico y eficaz. Por eso duele tanto.

Un actor de cine, televisión y teatro, Diego Vásquez es el autor de la historia y con el director escribió un guión que insinúa, roza, muestra, contempla, exhibe, acompaña, detalla y pinta los contornos de ese infierno verde marcado por las incesantes y sudorosas copulaciones del cura y su amiga; su ministerio sacerdotal que lucha contra la indiferencia de ese pueblo dormido; la presencia de los guerrilleros que conviven con la población inerme; los excesos de los militares; la vida cotidiana en la que todo escasea y esa sensación de asfixia en un mundo donde nadie espera nada de los demás.

El cura Gabriel (Andrés Parra) es un personaje estupendo, real que puede tocarse porque tiene todos los defectos, todas las virtudes, todas las carencias, todos los logros de los colombianos comunes y corrientes. Y los latinoamericanos. El cura es impaciente porque no puede mejorar la situación de los pobres campesinos. Se siente limitado con la sotana y sólo la lleva ante el altar, y se desnuda cuando siente que la piel tibia y abierta de la muchacha, en medio de tantos sacrificios y desesperanzas es el único asomo de cielo que puede permitirse.

El cura es ingenuo porque piensa que podrá convencer a gamonales, políticos, guerrilleros y militares que las balas son innecesarias. Es un hombre bueno que juega fútbol y billar, bebe cerveza, anda sudoroso y sucio, contempla los cuerpos de las mujeres, miente a los guerrilleros para salvar a los jóvenes reclutados, y cuando intenta salirse del conflicto, uno de sus mejores amigos paga el precio.

El cura, enfrentado a todos los poderes terrenales pero cómplice de la voluntad de Dios, cree en la eficacia de su religión y predica la tolerancia y el perdón, no se mira como un héroe, juega el papel de intermediario y correo entre los grupos enfrentados, arriesga su vida y sabe que muchos se la tienen jurada, y no le importa, y no se preocupa por su seguridad y es imprudente (se atreve a colocar pasquines en las paredes, atacando a los guerrilleros que ejecutan a los desertores, y se enfrenta a los mandos militares para rescatar a unos jóvenes campesinos a quienes confunden con guerrilleros), es un cura que predica, aconseja, se entromete, critica, censura y por encima de todo, se deja arrastrar por el olor de esa muchacha que desafía todos los prejuicios. Si en esas escenas el espectador piensa en la película mexicana de Carlos Carrera, se equivoca: las intenciones y los logros son otros, muy diferentes.

Gordo, torpe, apasionado, terco, buen amigo, ingenuo, sensual, convencido de la utilidad social de su apostolado, fresco, desenvuelto, enemigo de los poderes abusivos, sacrificado, dispuesto a no dejarse asustar, bailando sobre una cuerda floja y peligrosa, el cura Gabriel es uno de los personajes inolvidables del cine colombiano y latinoamericano. Con la complicidad de los fotógrafos Sergio García y Rodrigo Lalinde

A través de este sacerdote risueño, sus ojos y sus errores, sus sermones y enfrentamientos, sus pequeñas victorias y sus grandes derrotas asistimos al espectáculo terrible y salvaje pero pasado por el cedazo del lenguaje de Restrepo, de la violencia colombiana que ahora, después de ese caballo untado en llamas en la película de Norden adquiere otro símbolo, esta vez sonoro: los disparos que le cambian para siempre la vida a un pueblo adormecido junto a una quebrada, un puente, una iglesia, una plaza y un cuarto oscuro donde un cura gordo y sucio busca el Paraíso en el cuerpo de una muchacha confundida y llamada Silvia.