Colaboración: Cuando Fidel Castro hablaba de cine
Por Sergio Berrocal *
Con él pasé mi primero y mi último Festival de Cine de La Habana. Nos quedaban algunos años por delante y los aprovechábamos. Discurríamos libremente por lel Vedado y sentados en una terraza de la plaza de la Catedral hablábamos de lo divino y de lo humano. Alfredo Muñoz-Unsain, Chango hasta para el tomatero, era entonces decano de los corresponsales extranjeros en Cuba y el hombre más respetado del mundo por sus conocimientos en castrismo. Quizá el norteamericano Tad Szulc supiese tanto como él, pero seguramente no más.
Chango ejercía de director adjunto de la Agencia France Presse en la isla y yo le había conocido a través de sus siempre jugosos comentarios sobre la actualidad cubana que mandaba regularmente a la Redacción Central de París.
La Habana, que yo había descubierto en 1985, era una fiesta para aquellos europeos que paseábamos por sus calles tras haber sido grandes admiradores de una Revolución que se escribía con erre mayúscula, en la que habíamos visto, ilusos, el fin del imperialismo yanqui. Ese amor, desinteresado como todos los amores, lo hacía pagar caros Estados Unidos, empecinado en mantener aprisionado a Cuba por la sucia política de intereses mayores. Todo ello, dan arcadas, en nombre de la democracia.
Descubrir maravillado y decir maravillado que el Festival de Cine de La Habana era una maravilla de muestra, juerga fraterna y simpatía que chorreaba por toda la ciudad me valió ser tildado de simpatizante del comunismo
Entonces me importaba un pito. Era relativamente joven y en La Habana tenía gente que me quería. Pero todo pasa. La indispensable Revolución Francesa, sin la cual seguiríamos siendo castizos peleles de nosotros mismos, fue el ejemplo más democrático y universal de intolerancia. Robespierre y Danton, amén de miles de empelucados ciudadanos tuvieron la alegría siniestra de comprobarlo.
Chango estaba convencido de que mi amor por Cuba era irracional. Me lo repetía mientras asistíamos juntos a la proyección de la película de turno en un diminuto y maravilloso cine muy cerca de la calle N que hoy me recuerda al cine Paradiso de siempre.
Con el Festival de cine, La Habana se convertía en una fiesta popular y maravillosamente loca que sse desbordaba de las salas del Chaplin o del Yera a la cascada de jardines del Hotel Nacional que desembocan a los pies de un mar enfurecido. Al otro lado está Estados Unidos.
En la sesión de clausura del festival de 1985, en el escenario del Teatro Carlos Marx de La Habana apareció la silueta que nosotros los jóvenes europeos habíamos tanto admirado en los años sesenta. Fidel Castro no habló de política, ni de sociedad, ni de capitalismo, sino de cine. Y ante el estupor de un primerizo político como yo pronunció un discurso más que brillante sobre cine, dando lecciones magistrales.
En una parte citó al único “reportero europeo” que, “por fin” exclamó, había rendido el merecido homenaje al Festival de La Habana. Resultó que era yo, porque me había atrevido a escribir con todas las consecuencias que aquella gigantesca feria de películas no tenía comparación con ningún otro certamen cinematográfico. Que el gigantismo, el entusiasmo y sobre todo la alegría que reinaba en esos días era para un europeo analfabeto tan entusiasta como había sido la llegada de Fidel Castro a La Habana para cumplir la Revolución.
La importancia que daba al cine cubano, Fidel Castro lo subrayó en estas palabras de aquella interminable noche: “En este Festival han participado alrededor de 800 delegados extranjeros, más de 100 periodistas, alrededor de 125 —tengo entendido— de las principales revistas de cine, de mucho de los más valiosos órganos críticos de todo el mundo. Recuerdo que ésa fue otra cosa de la que se habló aquella noche, porque no hacíamos nada con tener un gran Festival y que el mundo no se enterara de qué se había exhibido en aquel Festival.
Creo que esta vez no será así. He tenido oportunidad de leer algunos cables internacionales, y, a decir verdad, he visto muchos cables objetivos de las agencias internacionales que han expresado su reconocimiento por la calidad de este evento. Por cierto, hubo una agencia europea, cuyo reportero dijo: el Festival de Cannes se ha quedado pequeño al lado del Festival del Nuevo Cine de La Habana. Es decir, empieza a surgir ya un reconocimiento general en el mundo de la calidad del Festival pero fundamentalmente de la calidad de las personas que participan en el evento y del material que se exhibe en el mismo”.
Todavía creíamos unos cuantos que el mundo iba a cambiar gracias a la magia de aquel cine pobre pero de talento sin igual. Otros, más listos aunque presumían de lo que nosotros, sabían que todo seguiría siendo igual, aunque hacían como que lo pensaban para quedar bien con los poderosos.
Eran años en que la cobertura del Festival de La Habana implicaba a veces tener que perseguir para intentar sonsacarles a personajes que, se decía, habían sido enviados por el presidente de los Estados Unidos para enterarse de lo que realmente ocurría en aquel planeta para ellos desconocido, a 90 millas de sus costas.
Así fue como apareció con automóvil oficial Jack Lemmon, despachado por Ronald Reagan. Antes habían estado en La Habana Gregory Peck, Sydney Pollack, Francis Ford Coppola y Robert de Niro. El penúltimo de los últimos, porque imagino que ahora siguen, fue el hasta hace poco gobernador de California Arnold Schwarzenegger, al que perseguimos a más de cien kilómetros por hora. Venía con una sobrina de Kennedy, esposa suya, que era una tipa guapa e inteligente. La bella y la Bestia. Era lo que el realizador cubano Pastor Vega bautizó como la diplomacia del cine, la manera que tenía Estados Unidos de sondear la realidad cubana. Los intelectuales, pese al senador MacCarthy, pueden ser termómetros fiables.
El tiempo diría que todo es lo que no es a condición de no ser lo contrario.
Cuando en 1993 la homosexualidad, inherente a todas las sociedades, hizo su presentación cinematográfica en Cuba con “Fresa y chocolate”, Chango y yo estábamos entre los que más aplaudían en aquel retro teatro Carlos Marx. “Fresa y chocolate” fue la apuesta más alocada del cine cubano del siglo XX que incluso tuvo por fin, por primera vez en la historia de Cuba, el honor de ser seleccionada para los Oscar. Película interminablemente bella, fastidió mucho a los caciques comunistas del comité central del PC cubano que no apreciaron el maravilloso amor entre dos seres del mismo sexo.
La gente aullaba su entusiasmo que contagió en poco tiempo al mundo total y abanderado por el deseo de una vida mejor. Era un gran momento para la Cuba intelectual.
La más alta y más fiable fuente me contó que Fidel Castro, el mismo que ya al comienzo de la Revolución había entendido la importancia del cine para la nueva Cuba, estuvo muy presente para apoyar y asegurarse de que nadie se opondría a la realización de “Fresa y chocolate” que, por descontado, era un alegato, una garantía de apertura que impresionó hasta a los norteamericanos.
Poco a poco, algunos de los amigos con los que yo había compartido el entusiasmo de La Habana fueron desapareciendo. Pastor Vega, Pepe Horta, que dirigió el Festival en el momento de “Fresa y chocolate”.
Y Chango también. Abandonó su casa con fantasmas de Miramar para afincarse definitivamente en Colón.
Ahora, La Habana tiene para mí demasiadas sombras de muerte incluso cuando no hay cine.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).
SI QUIERES COMENTAR ESTA INFORMACIÓN, VEN A NUESTRO FACEBOOK...
Con él pasé mi primero y mi último Festival de Cine de La Habana. Nos quedaban algunos años por delante y los aprovechábamos. Discurríamos libremente por lel Vedado y sentados en una terraza de la plaza de la Catedral hablábamos de lo divino y de lo humano. Alfredo Muñoz-Unsain, Chango hasta para el tomatero, era entonces decano de los corresponsales extranjeros en Cuba y el hombre más respetado del mundo por sus conocimientos en castrismo. Quizá el norteamericano Tad Szulc supiese tanto como él, pero seguramente no más.
Chango ejercía de director adjunto de la Agencia France Presse en la isla y yo le había conocido a través de sus siempre jugosos comentarios sobre la actualidad cubana que mandaba regularmente a la Redacción Central de París.
La Habana, que yo había descubierto en 1985, era una fiesta para aquellos europeos que paseábamos por sus calles tras haber sido grandes admiradores de una Revolución que se escribía con erre mayúscula, en la que habíamos visto, ilusos, el fin del imperialismo yanqui. Ese amor, desinteresado como todos los amores, lo hacía pagar caros Estados Unidos, empecinado en mantener aprisionado a Cuba por la sucia política de intereses mayores. Todo ello, dan arcadas, en nombre de la democracia.
Descubrir maravillado y decir maravillado que el Festival de Cine de La Habana era una maravilla de muestra, juerga fraterna y simpatía que chorreaba por toda la ciudad me valió ser tildado de simpatizante del comunismo
Entonces me importaba un pito. Era relativamente joven y en La Habana tenía gente que me quería. Pero todo pasa. La indispensable Revolución Francesa, sin la cual seguiríamos siendo castizos peleles de nosotros mismos, fue el ejemplo más democrático y universal de intolerancia. Robespierre y Danton, amén de miles de empelucados ciudadanos tuvieron la alegría siniestra de comprobarlo.
Chango estaba convencido de que mi amor por Cuba era irracional. Me lo repetía mientras asistíamos juntos a la proyección de la película de turno en un diminuto y maravilloso cine muy cerca de la calle N que hoy me recuerda al cine Paradiso de siempre.
Con el Festival de cine, La Habana se convertía en una fiesta popular y maravillosamente loca que sse desbordaba de las salas del Chaplin o del Yera a la cascada de jardines del Hotel Nacional que desembocan a los pies de un mar enfurecido. Al otro lado está Estados Unidos.
En la sesión de clausura del festival de 1985, en el escenario del Teatro Carlos Marx de La Habana apareció la silueta que nosotros los jóvenes europeos habíamos tanto admirado en los años sesenta. Fidel Castro no habló de política, ni de sociedad, ni de capitalismo, sino de cine. Y ante el estupor de un primerizo político como yo pronunció un discurso más que brillante sobre cine, dando lecciones magistrales.
En una parte citó al único “reportero europeo” que, “por fin” exclamó, había rendido el merecido homenaje al Festival de La Habana. Resultó que era yo, porque me había atrevido a escribir con todas las consecuencias que aquella gigantesca feria de películas no tenía comparación con ningún otro certamen cinematográfico. Que el gigantismo, el entusiasmo y sobre todo la alegría que reinaba en esos días era para un europeo analfabeto tan entusiasta como había sido la llegada de Fidel Castro a La Habana para cumplir la Revolución.
La importancia que daba al cine cubano, Fidel Castro lo subrayó en estas palabras de aquella interminable noche: “En este Festival han participado alrededor de 800 delegados extranjeros, más de 100 periodistas, alrededor de 125 —tengo entendido— de las principales revistas de cine, de mucho de los más valiosos órganos críticos de todo el mundo. Recuerdo que ésa fue otra cosa de la que se habló aquella noche, porque no hacíamos nada con tener un gran Festival y que el mundo no se enterara de qué se había exhibido en aquel Festival.
Creo que esta vez no será así. He tenido oportunidad de leer algunos cables internacionales, y, a decir verdad, he visto muchos cables objetivos de las agencias internacionales que han expresado su reconocimiento por la calidad de este evento. Por cierto, hubo una agencia europea, cuyo reportero dijo: el Festival de Cannes se ha quedado pequeño al lado del Festival del Nuevo Cine de La Habana. Es decir, empieza a surgir ya un reconocimiento general en el mundo de la calidad del Festival pero fundamentalmente de la calidad de las personas que participan en el evento y del material que se exhibe en el mismo”.
Todavía creíamos unos cuantos que el mundo iba a cambiar gracias a la magia de aquel cine pobre pero de talento sin igual. Otros, más listos aunque presumían de lo que nosotros, sabían que todo seguiría siendo igual, aunque hacían como que lo pensaban para quedar bien con los poderosos.
Eran años en que la cobertura del Festival de La Habana implicaba a veces tener que perseguir para intentar sonsacarles a personajes que, se decía, habían sido enviados por el presidente de los Estados Unidos para enterarse de lo que realmente ocurría en aquel planeta para ellos desconocido, a 90 millas de sus costas.
Así fue como apareció con automóvil oficial Jack Lemmon, despachado por Ronald Reagan. Antes habían estado en La Habana Gregory Peck, Sydney Pollack, Francis Ford Coppola y Robert de Niro. El penúltimo de los últimos, porque imagino que ahora siguen, fue el hasta hace poco gobernador de California Arnold Schwarzenegger, al que perseguimos a más de cien kilómetros por hora. Venía con una sobrina de Kennedy, esposa suya, que era una tipa guapa e inteligente. La bella y la Bestia. Era lo que el realizador cubano Pastor Vega bautizó como la diplomacia del cine, la manera que tenía Estados Unidos de sondear la realidad cubana. Los intelectuales, pese al senador MacCarthy, pueden ser termómetros fiables.
El tiempo diría que todo es lo que no es a condición de no ser lo contrario.
Cuando en 1993 la homosexualidad, inherente a todas las sociedades, hizo su presentación cinematográfica en Cuba con “Fresa y chocolate”, Chango y yo estábamos entre los que más aplaudían en aquel retro teatro Carlos Marx. “Fresa y chocolate” fue la apuesta más alocada del cine cubano del siglo XX que incluso tuvo por fin, por primera vez en la historia de Cuba, el honor de ser seleccionada para los Oscar. Película interminablemente bella, fastidió mucho a los caciques comunistas del comité central del PC cubano que no apreciaron el maravilloso amor entre dos seres del mismo sexo.
La gente aullaba su entusiasmo que contagió en poco tiempo al mundo total y abanderado por el deseo de una vida mejor. Era un gran momento para la Cuba intelectual.
La más alta y más fiable fuente me contó que Fidel Castro, el mismo que ya al comienzo de la Revolución había entendido la importancia del cine para la nueva Cuba, estuvo muy presente para apoyar y asegurarse de que nadie se opondría a la realización de “Fresa y chocolate” que, por descontado, era un alegato, una garantía de apertura que impresionó hasta a los norteamericanos.
Poco a poco, algunos de los amigos con los que yo había compartido el entusiasmo de La Habana fueron desapareciendo. Pastor Vega, Pepe Horta, que dirigió el Festival en el momento de “Fresa y chocolate”.
Y Chango también. Abandonó su casa con fantasmas de Miramar para afincarse definitivamente en Colón.
Ahora, La Habana tiene para mí demasiadas sombras de muerte incluso cuando no hay cine.
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).
SI QUIERES COMENTAR ESTA INFORMACIÓN, VEN A NUESTRO FACEBOOK...