Colaboración: La cubana que quería subir al cielo

Vanessa Batista
Por Sergio Berrocal

Enorme nido de cucos rabiosos, sin domesticar, es ese cine por el que unos cuantos de millones de millones suspiramos en el mundo. De un lado los espectadores, los que pagan las gracias de los cineastas, del otro los autores que sufren como en aquel huerto de Getsemaní. Enorme agujero del infierno donde caen talentos y menos talentosos con el único objetivo de reconstituir el movimiento hablado, de dar vida a la muerte de un guión, de una novela o simplemente de una idea.

Se cuentan mil cuentos que no tienen talento y el encanto de los que contaban aquellas esclavas bonitas vestidas con harapos suntuosos y pedrería de Cartier, el de la rue du Faubourg Saint Honoré, en el París del lujo y de los escaparates blindados.

Jack Nicholson, que ha conseguido un permiso de 24 horas para salir del nido, el del cuco, no me lo vayan a confundir, entra en una joyería y pide el último collar que llevó la reina María Antonieta antes de que los revolucionarios, que finalmente no se querían más que a sí mismos, la condujeran a la guillotina.

Qué finos aquellos despechados sanguinolentos, Danton, Robespierre, gente fina, sí señor.

Dejaban que te despidieses de la vida en el lugar más hermoso de París, en la Place de la Concorde, con vista al Arco de Triunfo. Auténtico viaje final turístico de lujo.

Pero poco, ningún, resplandor en este nido de víboras que es esa cinematografía sin patria ni reglas, aunque, eso sí, compañero comandante, los malditos se las arreglan para darnos las más bellas historias que se contaron jamás.

Es un lugar extraño, poblado de trampas para gorriones que luego se comen fritos, donde todos los días aparecen nuevos talentos que quieren un lugar en el sol.

Como esta cubanita que acaban de presentarme en una esquina de la plaza de la Concorde, al ladito del Hotel Crillon, donde yo tanto suspiré antes de que los piratas árabes tomaran con sus cimitarras ungidas de petrodólares esta fortaleza del buen gusto.

La muchacha, guapa porque lo es, aunque la juventud insolente que tanto escasea en las cumbres borrascosas de la cinematografía, se llama además Vanessa, nombre de enamoramiento seguro.

Vanessa Batista, cumplirá en diciembre 32 inocentes años, qué cerca de la eterna juventud, y realizó estudios de Dramaturgia, en el Instituto Superior de Arte de Cuba.(ISA) .

Lejos de allí, en Barcelona (España), donde reside desde 2004, estudió Realización Audiovisual, especialización en proyectos cinematográficos en La Escuela de Medios Audiovisuales (EMAV).

En 2012 dirigió el corto documental “Ellas” que ha estado seleccionado en una veintena de festivales a nivel internacional, obteniendo el premio a mejor Corto Documental en el Festival “4 Young Values Short Film Festival de Barcelona.

Mención Especial del Jurado en el 8 Pasto Internacional Film Festival (Colombia) y nominado en el “Festival Internacional de Cine Independiente de Elche” (España) y en el Walthamstow International Film Festival (UK).

En el 2013 terminó su cortometraje de ficción “Lula” ganador del Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine Solidario de Navarcles., además obtuvo Diana de Bronce en la Edición XXV del Int. Filmfestival Golden Diana – Klopeiner See (Austria), así como otras muchas nominaciones y selecciones a nivel internacional.

Codirigió, junto a Andros Barroso el documental “Barcelonnabis” (2015).

El 10 de diciembre esta rebelde del viaje, cumplirá esos años de los que ya les hablé.

Tenía 19 años cuando emigró, como buena parte de su generación. Vivió en Alicante, Madrid y se estableció finalmente en Barcelona. Ahora vive en Tortosa, pero viaja a Barcelona dos-tres veces a la semana, donde desarrolla todo su trabajo y vida social.

Vanessa es de la generación (se llama la generación del período especial) que más emigró de la isla, casi todos muy bien preparados, buscando realizar un proyecto de vida, más que por causas políticas.

Todo esto me lo cuenta el hombre que más la amará jamás, un cacho de periodista afincado en uno de los rincones más bonitos de La Habana, donde la bandera de Estados Unidos y la caricatura de John Kerry haciéndose el gracioso que no es todavía no ha cambiado nada.

Vanessa sonríe, calla y no otorga nada pues menuda es una caribeña cuando besa de verdad.

Su última realización es “Los que se quedaron”, un documental que me llegó al alma sobre el montón de catalanes que hicieron vida y corte en la siempre acogedora Cuba.

Y no es que a mí me importasen mucho los catalanes, pero la señora directora me manipuló y me rendí ante imágenes que sólo y unos cuantos, hay que ser elegido, veremos jamás.

Filmó esta tragicomedia junto con Guillermo Barberá y ella, Vanessa la bella, la de los cabellos al viento, explica que es un viaje por la Cuba actual “un viaje íntimo y personal”.

Cuando yo vi (que bueno que es el iooo argentino) este documental en la pantalla de mi ordenador, porque no podré estar en diciembre próximo en Cuba donde se proyectará en una pantalla digna de este nombre y con todos los honores dentro del Festival de La Habana, quedé sorprendido y sobrecogido.

La niña, no te me enfades, mi vida, me llevó por algunos rincones de la capital que me pusieron el alma a hervir. Tuvo la osadía de resucitarme recuerdos cubanos que yo había enterrado en la esquina del Hotel Nacional. Y creía que nunca saldrían más a la superficie.

Y aparece una niña con más talento que un regimiento de chicas de Bond tiene para volver tontos a los machos y lo pone todo manga por hombro.

Me quejé, creo, al hombre que más ama a esta muchacha que ya tiene un pie en la sede del nido del cuco.

Ese documental es una puesta de largo que, se me antoja, va a ser requetechula porque la chiquilla se lo merece. Ha trabajado con el ahínco de que solo son capaces ellas, las mujeres que dirigen y condicionan nuestras vidas.

Ser de Cuba y mujer no debe de ser precisamente el mejor cóctel, por mucha ginebra peleona y asesina que le agregues, para cumplir sueños en ese mundo de hombres y de maricas redomados que es el cine.

Cuando llevas un rato entre esos catalanes que aterrizaron en Cuba te percatas de que te han metido en un proceso en el que descubres, sin comerlo ni beberlo, que la noción de patria es seria, e incluso que existe.

Y tan de pronto como lo demás el espectador se siente totalmente concernido, aunque le estén hablando a ratos en una lengua que apenas conoce.

Y si ese mismo espectador es un juan sin tierra como hay millones en los cines, es decir que está huérfano de pueblo, de raíces que te agarren a la vida, hasta querrías ser uno de esos catalanes, jóvenes y viejos, que viven con la ilusión de existir por una identidad que ellos tienen muy claro.

La película es en este aspecto entrañable. Al margen, me han llegado al alma algunas imágenes de La Habana que no conocía, porque de pronto la que fuera mi Habana es luminosa y te transmiten esperanza. Casi me han reconciliado con La Habana y con Cuba esos fotogramas que a muchos se antojarán casi sublimales.

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