Crítica: "Coco", la belleza de lo universal

por © Correcamara.com-NOTICINE.com
"Coco"
Por Eduardo Serralde     

Desde hace tres años se sabía que Pixar pretendía realizar una película inspirada en la festividad mexicana del Día de Muertos. Hubo dos vertientes de opinión tan negativas como valiosas: una en contra de patentar el término "Día de Muertos" como una marca de Disney, y la otra en contra de hacer –otra vez– una película sobre el Día de Muertos, como si no fuera suficiente con lo que Hollywood categorizaba a México en películas previas (como la más sobresaliente de los últimos años: "007 Spectre", que ocasionó el cierre de diversas calles del centro de la capital y devino en una magnífica escena llena de acrobacias en medio de un festival –hasta ese entonces inexistente– del Día de Muertos en el zócalo).

Pero en "Coco" (Lee Unkrich & Adrián Molina, 2017) las cosas van en otra dirección. Metafóricamente, van con dirección a la vida, tal como los muertos que regresan de su tierra cada 2 de noviembre. En "Coco", el pequeño Miguel (Anthony González) quiere volverse músico, un oficio que por generaciones ha estado vetado de su familia. Mamá Coco (Ana Ofelia Murguía) es su bisabuela, y está en sus últimos años de vida, sentada en una eterna silla de ruedas esperando que vuelva su padre, un músico entregado a su vocación y sentenciado al olvido y al veto familiar.

El arraigo mexicano a las costumbres familiares impide que Miguel cumpla su sueño, pues su familia prefiere que se vuelva un zapatero, como ellos. Así ocurre hasta el momento en que el niño (de sudadera, camiseta sin mangas y jeans) se da cuenta, mediante las pistas que siempre tuvo frente a él, que pertenece a una familia de músicos, y que su tatarabuelo es nada más y nada menos que el híperfamoso y queridísimo cantante y compositor Ernesto de la Cruz (Benjamin Bratt), fallecido años atrás por un campanazo.

La belleza de no ser mexicano está representada desde el primer cuadro del film, en el que se contextualiza la historia mediante un prólogo hecho de papel picado. La belleza de no ser mexicano queda clara cuando Miguel, motivado por un concurso de talentos en la plaza principal, se escabulle hasta la tumba de Ernesto de la Cruz y toma prestada la guitarra para participar. La belleza de no ser mexicano se confirma cuando, con el primer acorde y una alfombra de cempasúchil brillante, Miguel va, como nadie antes lo hizo, a la tierra de los muertos.

Primordialmente esta belleza queda evidente en lo más visual: desde cada uno de los contrastes cromáticos utilizados en los escenarios y en los personajes, hasta la muy sólida y emocionante representación de la tierra de los muertos, que también es como el de los vivos: entre más olvidado estás, más pobre y oscuro luce el entorno; entre más famoso y rico seas, más luces y colores hay alrededor.

Pero hay algo más poderoso que lo visual: la pasión con la que se cuenta la historia y la inmersión cultural que posee cada detalle en referencia a México. En "Coco" no se sabe en qué época estamos, es un mosaico de situaciones y comportamientos entrelazados; pero sí se sabe que hay una abuelita que ocupa su chancla como arma letal y que además obliga a sus nietos a comer de más (porque no se vayan a desnutrir), también un pueblo con su iglesia, una familia numerosa, música en todo momento, y la festividad más colorida del mundo: el Día de Muertos. En el mundo de los muertos hay una Frida Kahlo, un Santo, un Pedro Infante, un Jorge Negrete y un Cantinflas; casi tan auténticos como los reales, y la representación más fiel de la fantasía que involucra al 2 de noviembre: alebrijes de colores, cempasúchil, calacas, y un xoloitzcuintle que homenajea al creador de la Divina Comedia.

Dentro de esa pasión está también, aunque pase casi desapercibida, la idolatría a las costumbres y el arraigo eterno a las tradiciones. En el México de antes estaba prohibido que las mujeres votaran y era casi un crimen que los niños estudiaran la que no era "la misma vaina que tu papá". En el México de Coco –que no tiene espacio ni tiempo reales– ocurre lo mismo pero con más cautela. Los papás de Miguel, "porque tu abuela lo dice" o "porque así es la tradición familiar", no quieren que el niño sea músico. Y aquí es cuando recordamos que la visión de Hollywood sobre México y América Latina es fiel a lo que nosotros mismos aceptamos y representamos en nuestras vidas cotidianas y nuestras producciones cinematográficas: piénsese en Sonia Braga en su papel de Aquarius (Brasil, 2016) cuando su tradición y sus recuerdos no la dejaban vender su departamento; o piénsese en Gustavo Sánchez Parra en La tirisia (México, 2014) cuando deseaba volar en avión y, aunque ahorrado el dinero, jamás se atrevió por no dejar su tierra y su trabajo. Personajes atrapados en su burbuja, pero no tan valientes como Miguel, quien aun así salió de su zona de confort y se enfrentó a las más duras sorpresas en el mundo de los muertos. Así es y debería ser el mexicano, como Miguel… sin ir al mundo de los muertos tan prematuramente, claro.

"Coco" no es mexicana (como tampoco lo fue "Spectre" o la "Frida" de Salma Hayek) pero su belleza sí lo es, tanto en sus puntos positivos como en los crudos, como el que se puntualizó en el párrafo anterior. Es una oda a México o, como la definió Unkrich hace un año, es una carta de amor a México. Es el mejor homenaje a nuestro país en tiempos de Trump (aunque ya se haya intentado con "Beatriz At Dinner"), es una ruptura de todo muro fronterizo.

Pero, insistamos, no es mexicana; y en eso radica su belleza. Pixar es mundialmente conocida y mucho más grande que cualquier casa productora mexicana, y con "Coco" le ha comido el mandado a cualquier cineasta mexicano, conocido o no, que bien podría hacer una película tan personal como maravillosa sobre el Día de Muertos.

Vea usted "Coco", en el formato y el idioma que guste, y salga dispuesto a abrazar a su abuelita (si la tiene) o a su familia entera.

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