Crítica: "1100", taxi gris

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"1100"
"1100"
Por José C. Donayre Guerrero     

"1100" (2019) dirigido por Diego M. Castro, es un drama rosarino que se centra en la construcción de climas alrededor de la vida anodina de un melancólico personaje, un chofer de taxi. Sin embargo evita ser una película convencional y da un giro al alejarse de las historias urbanas que tanto abundan en el cine. Con un estilo propio y más personal, se va ganando una voz propia.

Leo (Santiago Ilundain) es un taxista que tiene un infortunio: un pasajero se descompone y debe llevarlo al Hospital. Ahí se da cuenta que el pasajero olvidó un paquete. Entonces regresa a llevárselo. Pero no lo hace bajo ninguna intriga ni suspenso sino acompañado por el desvarío de que le haya tocado esa mala suerte. Mientras tanto Leo pasa su vida silenciosa con su novia Lorena (Cecilia Patalano) con quien atraviesa una crisis y que de a poco se va descubriendo hacia el final.

Desde luego hay dos puntos para tener en cuenta en esta película, por un lado, es la vida ordinaria, lenta y aburrida de un personaje que parece consumido por la rutina. Llama la atención que sea joven por ser apagado y gris. Y, sin embargo, tiene una profesión que, previsiblemente, resultaría conversador, más despierto y locuaz. Pero es todo lo contrario. Incluso la curiosidad ni lo corroe, pues cuando tiene el paquete ni lo abre ni le genera nada particular. Quizás su pecado sea ser honesto, pero la película asume ese estilo visual más de testigo donde el montaje no es incisivo sobre cada uno de los elementos que rodean al protagonista. Es una suerte de "Taxi Driver" (1976) pero sin el alma de alerta psicológica, sin la oscuridad y sin la brillantez de un protagonista que se sosiega sobre sus palabras. Por supuesto que el propósito es otro, que la intención es conseguir un efecto distinto con el relato. Y eso le juega a favor y en contra. Sobre todo, porque conserva un ritmo muy lánguido sobre elementos que no son del todo atrapantes para el género que intenta esbozar, puede caer en la dispersión y desapego del espectador. Cabe señalar que una narración en posición de testigo ya de por sí genera un suspenso que en este caso no siempre se cubre. Nuevamente se observa que se entiende que el propósito es diferente, pero genera sentimientos encontrados. Leo tiene situaciones un tanto aburridas y que no producen ningún giro marcado, quizás hasta el final.

Por otro lado, la película tiene la particularidad de no querer volverse un thriller previsible, pero sí concentrarse en construir climas que hablen más de la ciudad y el ambiente urbano, muy distinto a Buenos Aires. Trasmite información al espectador a través de un film contemplativo. El espectador es quién deduce la soledad y el aburrimiento del protagonista con cada pasajero, la turbulencia del hogar con las obras en la casa vecina, el poco diálogo, o la relación con su madre que hace de todo por retenerlo. Todo se resuelve de manera visual y esa es su virtud a pesar de cierta languidez general.

Al final genera un efecto que llama mucho la atención en el protagonista: su silencio y sus movimientos robóticos acompañados todo el tiempo por la noticia del asesinato de una mujer, le da un trasfondo interesante al relato. Como si estuviéramos viendo el hundimiento y formación de un personaje oscuro y a punto de hacer algo fuera de sí.

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