Colaboración: La Cobra de Brasilia

por © P.L.-NOTICINE.com
Brasilia
Brasilia
Por Sergio Berrocal *

Cuando amanece en mi playa del sur de España, donde ya no tomo descafeinado con leche, porque todo pasa, el desamor llega, recuerdo los amaneceres límpidos sobre el lago Paranoa, pulmón de Brasilia, la capital de Brasil que a la chita callando ha cumplido medio siglo. Las lágrimas del jefe indio convertidas en lago artificial todavía deben de seguir dando frescor a los habitantes de la apuesta político-arquitectónica más loca de todos los tiempos.

A Juscelino Kubitschek, presidente de Brasil por entonces, se le metió en la cabeza apartar a los políticos de la perdición de las playas del Río de Janeiro y decidió construir una nueva capital en una sabana.

Gloriosa aventura que puede equipararse a todas las conquistas del Oeste norteamericano. Pero mientras los sucios y mal hablados vaqueros encontraron un reflejo glorioso en el cine, de la aventura de ese presidente un tanto curioso, que hoy duerme en un panteón de su propia capital custodiado por la hoz y el martillo, ni caso.

Cincuenta años después, que ni Alejandro Dumas hubiese inventado mejor, Brasilia no tiene película que refleje lo que fue y lo que es, un milagro arquitectónico de belleza sin igual que merecería varios fandangos de Huelva y hasta un montón de sevillanas con trajes de gitana y boquitas requetepintadas.

Brasilia ha cumplido cincuenta años más de los que pensaban quienes combatían el proyecto faraónico realizado por Oscar Niemeyer y Lucio Costa en un siglo XX de todas las decepciones.

Que las grandes productoras de cine se pongan en fila y afilen sus proyectos. Tienen ustedes por rodar, amigos míos, la aventura jamás contada en un metraje digno, en technicolor y sonido estereofónico.

Es vergonzoso, mi vida, pero esta gente del cine es así, analfabeta y malsonante, cualquier cosa.

¿Te imaginas, meu bem, cámaras gigantescas reconstruyendo la aventura de la construcción del sueño de un solo hombre para apartar a sus pares de las tentaciones cuán jugosas de las playas de Copacabana? Una especie de penitencia pasar de las muchachas de Ipanema que encuentras en cualquier esquina de Río, porque aquí hay esquinas no como en la nueva capital, a la austeridad de una Brasilia más preocupada por salvar su alma.

Ciudad de Dios, de Jesús, de sectas infinitas, donde predicar es hacerse rico –te hablo, meu bem, de hace diez años—aprendes a quitarte la tierra roja del gaznate con copas largas, como dice una prima mía andaluza, al lado de la piscina escoltada por palmeras reales.

Cuánto nos aburríamos en medio de tanta belleza. Dom Bosco, el sacerdote profeta italiano que predicó los milagros de esta capital, nos perdonaba, porque no podía hacer otra cosa,

No éramos más que un puñado de periodistas extranjeros que vivíamos, comíamos y soñábamos en Brasilia.

Alrededor de la piscina de mi casa de Lago Sur (teníamos un batallón de policía para proteger nuestras importantes vidas, así como la de los diplomáticos y otros políticos, un verdadero desperdicio) convertí a mi jardinero al culto del güisqui con Perrier. Tardé en convencerle veinte minutos y dos semanas porque el hombre era temeroso de Dios, de una religión que considera que la única bebida decente es el agua.

Por aquel entonces (1997-finales 1999) existían otros corresponsales extranjeros más listos, que tenían residencia entre Copacabana y Leblon, allá por Río el de Janeiro, a 1.148 kilómetros de distancia.

En lugar de dejarnos también en ese Río de todos los amores prohibidos, a nosotros nos habían mandado a Brasilia, una especie de destierro.

Brasilia, que fue dividida en barrios, el de los hoteles, el de las farmacias, el de los restaurantes, no tenía nada parecido a la Place Pigalle de París. A menos que me lo hayan ocultado.

Claro que yo tenía otras preocupaciones. La primera fue cuando le enseñé al jardinero unas pequeñas serpientes muertas que querían meterse en el salón. “¡Son cobras, cobras!”, ahuyó el insensato, más histérico que yo. Y hasta que no supe que quería decir sencillamente serpientes y que no hablaba de la Cobra de mis míticas películas protagonizadas por Sabú me creí Clark Gable.

Cuando un sábado de empezaron a circular increíbles rumores de que el real, la moneda brasileña, entonces considerada como la más fuerte de América Latina, se iba a pique, vamos que había devaluación, se nos pasó el aburrimiento.

Fueron días en los que no tenías tiempo ni de ver la telenovela de las ocho de la noche en Globo, que seguíamos religiosamente junto al jardinero y a la sirvienta, esposa suya por demás.

Fue un caos para los pobrecitos periodistas extranjeros. Sólo uno de nosotros, economista en el alma, sabía de qué iba aquella movida. Era tan catastrófico que tuvimos que pedirle al ministro de Hacienda,  Pedro Malan, que nos diese una charla explicativa.

Cuando se calmaron las aguas --les juro que el “Titanic” nunca se hundió en el lago Paranoa como podría pretender algún argentino para quien Brasil es exclusivamente cosa de cocoteros y monos--, el primero de los corresponsales extranjeros que cayó fue el que más sabía de bolsa y cambios.

Le dimos una cena de despedida en nuestro club del lago, donde aquella noche nos sirvieron un pez que parecía una vaca holandesa. El hombre, el compañero, había decidido que el periodismo no acabaría con él. Y  lo remató marchándose al día siguiente a vivir a las playas de Bahía con su novia, mucho más joven y bella que él.                                                                                                                                                                      
Después de haber escapado a las terroríficas cobras de pìcada mortal y al real que se devaluaba mientras el Presidente, contaban las malas lenguas, es decir todas, tomaba el sol en una playa del noreste donde sólo podía accederse por helicóptero, asistí durante mis tres años brasilienses al Festival de Cine de Brasilia, una entrañable conjunción de auténticos forofos de la pantalla, que es algo más que cinéfilo.

Después de haber escapado a las terroríficas cobras de pìcada mortal y al real que se devaluaba mientras el Presidente, contaban las malas lenguas, es decir todas, tomaba el sol en una playa del noreste donde sólo podía accederse por helicóptero, asistí durante mis tres años brasilienses al Festival de Cine de Brasilia, una entrañable conjunción de auténticos forofos de la pantalla, que es algo más que cinéfilo.

Porque para mí, la vida seguía siendo cine antes que nada, con la variante de esas telenovelas brasileñas que te quitan hasta la sed.

Una de las últimas cenas que los corresponsales extranjeros dimos en el lago Paranoa fue en honor de Luiz Inácio Lula da Silva.        .

El hombre, que había estado en todos los frentes que la izquierda había abierto para alcanzar el poder supremo, estaba desanimado porque Fernando Henrique Cardoso, el Presidente en ejercicio  que volvía a pedir la reelección en nombre de grandes principios, era un hueso duro de roer.

Recuerdo que  aquella noche palmoteábamos misericordiosamente la espalda de Lula dándole ánimos que más bien parecían un pésame sin el rasgueo de los chelos de la Sinfónica de Manaus.

Luego, ante el pasmo mundial, el izquierdista que había perdido un trocito de dedo cuando era tornero, se convirtió en Presidente. Ni más ni menos.

Yo ya estaba de nuevo en Europa, viendo películas que era lo mío y no haciendo extraños análisis políticos con los que nunca aciertas,

Este año, desde mi playa sin descafeinado y sin leche, he sabido que Lula ha sido elegido por el semanario Time como el político más influyente.

Seguro que los viejos compañeros de la Associacao de Impresa Internacional de Brasilia recordarán con cierto rubor nuestras palmaditas de misericordia.

Pero, bueno, c’est la vie, como decía Charles De Gaulle cuando se ponía el uniforme de general para parecer más Presidente de Francia.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro: "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).