Notas a pie de pantalla: La "Rabia" de Cordero

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De izq. a dcha.: Brendemühl, Velasco, Cordero, García y Elorriaga
De izq. a dcha.: Brendemühl, Velasco, Cordero, García y Elorriaga
Por Elio Castro-Villacañas

Lo pensaba mientras veía “Rabia”. La primera película de su director, el ecuatoriano Sebastián Cordero, se titulaba, si recuerdan, “Ratas, ratones, rateros”. Era una historia de jóvenes delincuentes malviviendo por las calles. La alusión a los roedores era entonces una metáfora. Pues bien en “Rabia”, la tercera película ya del realizador quiteño, hay ratas de verdad; y también raticida; y un hombre encerrado en una casa que se va convirtiendo, casi, en una rata. ¿Casualidad?. Seguramente no.

“Rabia”, premiada como mejor película en el Festival de Málaga, es la historia de un inmigrante escondido en un viejo y gran caserón donde trabaja su novia, una criada colombiana que sirve a un matrimonio de clase media-alta venido a menos. Tiene la película un ambiente claustrofóbico, agobiante y angustiante. Y lo que más me gusta es precisamente ese efecto asfixiante que el director consigue en ese destartalado palacete. Es un espacio estrecho que oprime al espectador, que se hace insoportable. Todo sucede escaleras arriba y abajo de esa casa. Casi no hay exteriores. Por allí se van moviendo todos los protagonistas de la película.

Por un lado, los dos inmigrantes que viven separados, pero bajo el mismo techo, una historia de amor imposible. Por el otro, un marido y una mujer que no se soportan y unos hijos, ya mayores, que por distintas circunstancias tienen que volver a vivir en ese hogar que desprecian.

La simbología que nos traslada Sebastián Cordero es, a veces, demasiado simple, demasiado directa y evidente. Le falta lo que tantas veces echamos de menos en el cine de hoy en día: unas pequeñas dosis de sutileza, saber contar las cosas sin recurrir al subrayado excesivo. Martina García y Gustavo Sánchez Parra, los dos protagonistas, salen bien parados llevando prácticamente el peso de toda la película. La actriz colombiana destaca por una dulzura casi angelical. Del mexicano, lo contrario, una progresiva animalidad que va apoderándose de su cuerpo.

Los personajes de Concha Velasco y Xavier Elorriaga quedan en cambio un poco caricaturizados; parecen creados en un solo trazo cuando merecerían más vuelo y profundidad. Y más al margen quedan aún los de Alex Brendemühl e Icíar Bollaín que se convierten en meras anécdotas con muy poco o ningún interés. Todos ellos parecen perdidos entre las paredes de esa gran casa, enredados en una historia que promete más de lo que da. Y es una pena que no se hayan aprovechado más todas las posibilidades que ofrecía esta historia. Eso es lo que de verdad da rabia.