Colaboración: La mala memoria del horror (a todos los médicos del mundo)

por © NOTICINE.com
Niños de Gaza
Por Sergio Berrocal     

"Israel mata a cinco niños palestinos tras bombardear 130 objetivos en Gaza" (titular de prensa).

Esta es una vieja, viejísima noticia, una auténtica noticia vintage como se dice ahora, aunque podría repetirse de vez en cuando pero los niños palestinos matados a bombazos están tan pasados de moda que ya no hacen gracia a nadie. Y hasta a los gacetilleros más honrados no les queda cuerda para volver a repetir. "Mire usted, jefe. Es que ya lo dijimos la semana pasada…".

Supongo que esos niños de mi entradilla ya serán ilustres huesos y que los autores de la matanza serán felices y contarán semejante hazaña a otros niños, a los que no matan bombas llegadas de las fábricas de Estados Unidos, aunque nunca se sabe.

En la foto que vi en ese momento, los chiquillos, los palestinos, claro, parecían dormir pero el pie decía que estaban muertos.

En un pueblo de Andalucía, sur de España, donde yo miro a los noruegos tomar el sol en una playa de siete kilómetros según la propaganda oficial, no hay niños matados por el odio. En lugar de amortajarlos los sueltan por las calles para que arrastren latas e indiquen así el camino de sus casas a los Reyes Magos, que todos los seis de enero llegan con sus tradicionales regalos.

Hace años, muchos pero no suficientes para olvidarlo, me encontré en un hospital oncológico con otros niños, que ni eran palestinos muertos ni españoles arrastrando las latas del jolgorio. Era el Hospital de Villejuif, en las afueras de la capital francesa, donde un médico fuera de serie, el profesor Léon Schwatzenberg, inventaba lo que podía con los medios que tenía para salvar a esos pacientes que no habían tenido ni siquiera la posibilidad de conocer la vida.

Y a los 79 años casi se suicidó. Curando a un paciente se había contagiado con hepatitis C, que pronto se transformó en ese cáncer que él había combatido toda su vida. Y en 2003 fallecía de la misma puñetera enfermedad.

Todavía siento escalofríos cuando pienso en aquellas caritas de pánico que por debajo de cabezas peladas te miraban al pasar y te atravesaban el alma de la resignación. El jefe de aquella unidad era ese Léon Schwatzenberg. Conversé brevemente con él porque la verdad es que el hombre no tenía tiempo para chorradas. Alcancé a decirle, creo que con un acento suficientemente indignado, que aquello era una infamia, que no podía consentirse tamaño dolor. El hombre, que normalmente reunía toda la exquisitez parisiense, no pudo aguantarse más, pegó un puñetazo en la mesa y me contestó de muy mala leche que él no era Dios. Y de paso me dio a entender que mi mujer tampoco se podría salvar.

Porque yo no había acudido a aquel museo de los horrores por pasión de la humanidad ni por ningún otro motivo altruista. Buscaba solución para el cáncer que roía a mi esposa y quería consultar a ese hombre, que por entonces pasaba por ser el que más sabía de aquella enfermedad. No recuerdo que nadie le diese ninguno de esos Nobel que tan alegremente se reparten últimamente. Solo pusieron su nombre a una calle de París, como hacen con cualquier maestro de escuela en el pueblo donde acabo de vivir.

El profesor Léon Schwatzenberg era hijo de padres judíos y dedicó toda su vida a luchar contra la injusticia del dolor. Trataba de curar a los niños a los que la mala suerte había propinado un golpe a veces mortal.

En esta mañana de otoño sin sol de Fuengirola, mientras tomo un descafeinado con leche a orillas del mar, me pregunto, con la ociosidad del diletante al que no persigue como mucho más que el aburrimiento, qué habría dicho el profesor de haber podido ver las caritas de esos muñequillos rotos palestinos, que no han tenido tiempo de sonreírle a la cámara. Y que no tenían edad para morir.

Estoy seguro de que tampoco se hablará mucho de ello en cualquier guateque de moda que se celebre en cualquier parte del mundo, donde la imbecilidad de la ociosidad frívola no tiene fronteras, donde los canapés de caviar y de salmón noruego permitirán el tránsito agradable de algunas copitas de champán a la salud de la vida fácil. Y me temo que a nadie se le ocurra abandonar la recepción y llenar la calle más cercana con muñecas Barbie descabezadas y embadurnadas de kepchup. Se me ocurre, desde la ingravidez, desde mi levedad del ser, que sería un gesto bonito en recuerdo de tanta matanza de inocentes como ha conocido el mundo desde la época de Jesús.

No resucitaría a los muchos niños y adultos de todo pelo que los israelíes han masacrado en nombre de la paz y de la concordia. Quedaría glamouroso de la muerte.

Pero, claro, queridos contertulios, ya no se habla de Gaza ni para rellenar una columna de misericordia. Ahora estamos con Siria, con los aviones asesinos de unos y otros occidentales y sobre todo rusos, dicen, porque los otros por lo visto tiran bombas que nada más que dan a los malos, a los que merecen morir.

Y vuelven a masacrarse niños, otros niños, pero nunca europeos ni norteamericanos, esos son sagrados.

 Y cuando acabe Siria ya buscaremos otro cachito de patio del mundo para probar nuestros aviones y esos drones tan maravillosos. Los muertos no protestan y si son árabes o negros no de Estados Unidos sino de África, aunque tal como están las cosas…

Así que dejémonos de cuentos de niños de Gaza, de niños palestinos.

Visto lo visto hasta los nuevos Herodes que ejercen de vez en cuando en tierras santas que fueron parecen aficionados.

Imagino al editor que está leyendo esta pavada mientras le llegan noticias de todos los frentes que la maldad humana y los intereses varios tienen abiertos en varios continentes, porque nadie habla, o poco, del África profunda donde las matanzas continúan sotto voce.

Ya sé que es una película que nadie quiere ver y menos leer, pero ¿si nos callamos todos, qué pasará? Pues nada, mi joven e ingenuo amigo, los muertos seguirán acumulándose, siempre los mismos, y las grandes potencias, del Este como del Oeste, seguirán haciendo sus cuatro voluntades.

¿Y el cine en todo esto? ¿Dónde está ese cine de testimonio? Ah, perdón, eso era en tiempos del neorrealismo, del nuevo cine latinoamericano, cuando el argentino Fernando Birri se paseaba por el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, recordando que hay otra forma de filmar, la realidad por ejemplo, lo que pasa en las calles de ciudades de países que a nadie interesan, y que son más conocidos en el mundo por sus telenovelas edulcoradas, llena de bellezas y de riquezas, mogollón de riquezas. Lo que ocurre en los hogares de los pobres, suponiendo que tengan donde meterse y no los hayan desahuciado entretanto.

Ahora hasta eso se ha acabado. ¿Dónde están los Pereira dos Santos, los Glauber Rocha y otros genios del cinema novo?. Ahora, hoy, mañana y pasado, el cine que produce en serio, Hollywood preferentemente, predica con la imbecilidad en una mano y la violencia en la otra. Aunque de vez en cuando nos quieran sacar una lagrimita con el árbol que ama a un niño, con un tifón que asola Asia pero cuyos protagonistas son suculentos europeos bien alimentados y que, por supuesto, siempre serán más felices porque acabarán por salvarlos. Los locales, los indígenas que se decía antes, son figurantes muertos desde el comienzo del filme.

Y, mire, caballero, si no le gusta todo esto que está leyendo, si le indigna, dele a la tecla borrar. Vivan los yanquis que nos facilitaron con el ordenador esa posibilidad de quitarnos los muertos de encima tan fácilmente.

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