Colaboración: Buenas noches, Don Alfredo

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Alfredo Guevara
Por Sergio Berrocal     

Alfredo Guevara falleció el 19 de abril de 2013 en La Habana a los 88 años de edad.

 En 1993 regresé a Cuba para asistir a uno de los momentos más grandiosos no solamente del cine cubano sino mundial. Fue con el estreno de la película "Fresa y chocolate", de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, presentada a concurso en el Festival de La Habana. El autor "moral" de este tierno relato sobre el amor sin freno entre dos homosexuales cubanos era el mismísimo Alfredo Guevara, fundador del instituto del cine cubano, ICAIC y presidente del Festival de Cine de La Habana.

No solamente Alfredo rompía personalmente con los cánones de la sociedad cubana, a la que el marxismo no restó ni una gota de machismo, sino que se había atrevido a ordenar la producción de un film a la gloria de la homosexualidad, en el que los protagonistas se abrazan al final como yo había visto abrazarse a él con Fidel Castro en un acto público.

"Fresa y chocolate" no era por lo tanto sólo una excelente película que trata de forma magistral un tema en el que se han roto los dientes hasta algunos de los más grandes del cine mundial. Por primera vez se hablaba abiertamente de homosexualidad en las pantallas de cine cubanas. Fenómeno tanto más importante cuando se sabe que la cinematografía es la principal distracción de los cubanos. Por si fuera poco, en el filme se ensalza la grandeza de ser homosexual y mientras éste aparece como un chico culto, refinadísimo, el miembro de las Juventudes Comunistas que finalmente cae en sus redes es descrito como una mala bestia sin remisión.

Porque mientras desfilaban las últimas imágenes en el Karl Marx de La Habana, ninguno de los varios miles de cubanos que puestos en pie vitoreaban a Alfredo Guevara, quien saludaba emocionado mientras su clásica chaquetilla azul se le escurría de los hombros, olvidaba que la homosexualidad había llevado a muchos de ellos a campos de concentración.

Todo aquello era tanto más fuerte cuanto que al día siguiente, en una recepción sólo para íntimos que dio en su "suite" del Hotel Nacional de La Habana, Alfredo me confesaba que si había ordenado el rodaje de "Fresa y chocolate" había sido con el consentimiento previo de Fidel Castro.

Aquel año de 1993 hubo un considerable "destape" en Cuba del que AFP no puso ningún reparo para dar cuenta pese a que dos de sus corresponsales habían sido expulsados por el régimen. Se seguía la tradición del periodismo bien hecho pese a que, como ya contaré más adelante, la casa se estuviese derrumbando y que quizá esta tolerancia ya no fuese más que de fachada, para ocultar algunos hechos que estaban ocurriendo.

Después del himno a los homosexuales, el brazo derecho de Alfredo Guevara, Pepe Horta, quien poco después tuvo que salir de Cuba para siempre en circunstancias extrañas que ni el "hermano" de Fidel había podido evitar, se empeñaba en realizar un documental sobre las prostitutas, las llamadas jineteras, encantadoras muchachas, muchas de ellas universitarias, que entonces, aténganse a la fecha, 1993, porque las cosas han cambiado y me dicen que mucho, preferían vender sus cuerpos a los extranjeros a morirse de asco en un empleo mal pagado.

En realidad, aunque Pepe me dio la primicia de este proyecto, la película nunca vio la luz. A los enemigos de Alfredo se les había atragantado el helado de "Fresa y chocolate" que sin comerlo ni beberlo habían tenido que soportar.

A la izquierda de esa primera habitación del Hotel Nacional que abre una discreta puerta a un dormitorio donde Guevara suele descansar, dos camareros ofrecen bebidas. El clásico mojito es la más plebiscitada, aunque también se toma cerveza y Cubalibre. En el centro de la pieza, una larga mesa hace honor a los invitados: pollo, paella, gambas emborrizadas, canapés varios, aceitunas, patatas fritas. El sueño de una noche de verano para cualquier cubano que en estos momentos de recesión no tiene más preocupación que la comida.

Agazapado en un rincón como un gato afectuoso, Alfredo se relame de gusto. Las gafas grandes de miope coqueto parecen siempre a punto de abandonarle la nariz. De un manotazo las devuelve a su precario equilibrio cuando uno ya las ve rodando por el suelo. El poco pelo lo tiene peinado muy coquetamente hacia atrás.

Su sonrisa es sin duda lo que más llama y enamora. Una sonrisa discreta, contenida, que casi nunca le sale de los labios y que se refleja en unas arrugas que cada vez que quiere reírse le saltan de los ojos y ponen en peligro la estabilidad de las enormes gafas. Es la misma sonrisa que hace como medio siglo conquistó a Fidel Castro. Porque todos los que están en la suite saben que este hombre pequeñito, de una fragilidad exquisita, fue el hermano mayor de un Fidel que en aquellos tiempos de universitario en La Habana, cuando un grupo de estudiantes soñaba ya con luchas políticas, le protegió, le cobijó y, dicen algunos, le llevó prácticamente desde Sierra Maestra al Palacio de la Revolución en La Habana.

El marxista Guevara sigue en su rincón, como si la fiestecita no fuese con él. Habla bajito, casi musitando y los invitados se suceden calladamente a su lado, con el respeto y el sigilo de los fieles en un confesionario de la catedral de La Habana, consagrada a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la misma que en una medallita dicen que Fidel Castro llevaba colgada del cuello cuando entró por primera vez en la capital al frente de sus barbudos.

En un país donde los santos del calendario han servido a los cubanos para ocultar sus preferencias por dioses y diosas de origen africano—desde los tiempos casi inmemoriales en que los españoles quisieron obligarles a ser católicos, apostólicos y romanos,-- Guevara, en su rincón tan calladito, parece la reencarnación de uno de esos dioses que la gente venera en la santería nacional.

Mientras al viento húmedo del Malecón (el paseo marítimo habanero) le cuesta los trabajos de Hércules para llegar hasta la suite, Guevara la goza en su rincón.

Por mucha modestia que quiera derrochar, ¿cómo va a olvidar el estreno de "Fresa y chocolate"? ¿cómo se le van  a ir de la cabeza las imágenes de su triunfo, esos aplausos de toda una sala vuelta hacia él que, como siempre,  está intentando que no se le caiga la chaquetilla que jamás se separa de sus hombros?.

Esa noche es una de las más bellas de su existencia. Quizá lo suficiente como para olvidarse del amago de infarto de miocardio, del exilio dorado a que se le obligó hace unos años cuando Fidel no tuvo más remedio que nombrarle embajador de Cuba en la Organización de Naciones Unidas para la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en París, para, según algunas versiones, alejarle de sus más feroces enemigos del Comité Central. Pragmático hasta las puntas de las uñas cuidadosamente pulidas, Alfredo ha conseguido incluso cobrar los intereses de esa embajada forzosa. En la solapa luce el distintivo de la Legión de Honor, máxima recompensa civil francesa que el presidente François Mitterrand, hecho rarísimo, le impuso personalmente en el palacio presidencial del Elíseo. Dicen incluso que el viejo presidente, que en aquellos momentos ya daba las últimas caladas a su presidencia, había querido imponerle la condecoración, cosa que hizo en el transcurso de una brillantísima recepción en palacio durante la cual hubiese sido muy difícil saber cuál de los dos —el presidente o su homenajeado— era más gato.

Es cierto que la suite no es la sala de baile que sirvió a Luchino Visconti de escenario central para la escena capital de "Il gattopardo", un decorado en el, qué duda cabe, Alfredo Guevara se hubiese sentido más a gusto. En esta mediatarde caribeña, Alfredo está muy lejos de las exquisiteces versallescas. Estamos en La Habana, en un año más de la  Revolución que él ayudó a instaurar y en medio de momentos económicos de lo más penoso y en horas políticas de incertidumbre. El, mejor que nadie, sabe que después de 35 años de Revolución, va a ser necesario pasar la mano. El bloqueo absurdo de Estados Unidos, las reclamaciones de países de América Latina y de otros lugares del mundo y, sobre todo, la insostenible situación económica que viven los cubanos, perfilan tiempos de cambios. El lo sabe pero su fidelidad por el compañero de siempre puede más que la lógica más primitiva.

Con los ojos lascivamente puestos en las interminables piernas artísticamente bronceadas de una actriz mexicana que juguetea con los contraluces de la terraza, un periodista europeo ("centroeuropeo" como llamaba curiosamente Fidel Castro a los periodistas de la Europa capitalista cuando el muro de Berlín todavía no había sido derrumbado) recuerda lo que de este enigmático hombre decía el norteamericano Ted Szulc en su libro "Fidel, A Critical Portrait" (1986): "Alfredo Guevara... amigo de Castro desde hace cuarenta años; es una de las figuras más curiosas del mundo político revolucionario cubano y uno de los hombres en quien Castro ha tenido siempre más confianza".

Las relaciones entre los dos personajes, el gordito y el espigado, una especie de Quijote y Sancho Panza de los años marxistas, las resume así: "Una sólida amistad se establece entre Guevara y Castro y juntos participan en una serie de enfrentamientos políticos en la universidad".

Y después del triunfo de la Revolución: "Se había (Castro) apoderado de los medios de comunicación de forma total, fundando por otra parte un instituto cinematográfico de alta calidad, cuya dirección confió a su viejo amigo Alfredo Guevara, encargado de producir largometrajes, documentales y noticiarios ampliamente inspirados por la ideología revolucionaria".

Hoy, los dos amigos están muertos. Cuba sigue, con un ritmo que no es el del chachacha de la libertad de pensamiento que impusieron los dos amigos.

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