Colaboración: Un ron caoba en La Habana

por © NOTICINE.com
Un helado en La Habana
Por Sergio Berrocal   

La enfermera le escuchó. Era una mujer de treinta y pico años aburridos pero detrás de unas gafas exageradamente enormes lucían unos ojos verdosos que sonreían sin esfuerzo. El rostro se caía de belleza cansada, cuántos insomnios, cuántas guardias, cuántas decepciones… Le pidió que no mirase la aguja mientras ella hurgaba en las venas. El pelo no había visto un peluquero desde una lejana noche de algún tiempo.

Le dijo que podía llamarla María. Él calló. Ella le preguntó su nombre y él contesto: Richard Cantwell. “Fui coronel en otra vida”, agregó con una sonrisa que quería ser cualquier cosa. María había encontrado la dichosa vena y le sonrió por primera vez en aquella mañana de invierno veraniego.

Se dieron la mano cuando hubo acabado. Ella le regaló una sonrisa desganada, cansada hasta el límite de la hartura.

Richard se sentó en la terraza de un bar que daba a la puerta del hospital y ya iba por su segundo descafeinado con leche cuando la vio aparecer. María miró al sol, sonrió al sol y luego le vio. Atravesó la calle y se sentó a su mesa, como si hubiesen quedado allí, a esa hora y ese día. El camarero, eternamente cabreado, puso delante de ella un vaso de leche. Conocía sus gustos. María le agradeció con la primera sonrisa limpia de todo el día que iluminó un rostro generoso.

Él empezó a contarle su vida, o al menos lo que creía que era su vida. Los ojos de María olían a guasa pura. “¿Usted era coronel del Ejército norteamericano?”.

-En Amazonía contraje esta enfermedad por la que he acudido hoy a su hospital –dijo el hombre sin rostro—. Para recompensarme me destinaron a no hacer nada a Venecia. Pero es una ciudad muy aburrida y muy húmeda. Y además me enamoré de una niña de buena familia. Qué cosas…

María seguía con los ojos embargados por una sonrisa incrédula.

Sin más, él le espetó: “¿Te vendrías conmigo a Cuba? La Habana está muy bonita en el mes de diciembre”.

María le miraba fijamente, con preocupación. Estaba tendido en una camilla:

-No se alarme. Ha tenido un mareo. Los análisis dicen que es un resto de malaria. Quédese quieto y le pasará en seguida.

Se levantó para buscar una jeringa y el coronel vio una mujer morena, de piernas garbosas acostumbradas a correr y a abrirse en un gesto de infinito amor también. Cuando se volvió, quedó un poco sorprendido por unos pechos garbosos. La fatiga había desaparecido de su rostro. Parecía respirar vida aguantada, vida embargada durante mucho tiempo, quizá una eternidad.

-Perdóneme. Le hablé hace un rato de La Habana, pero era…

-Hace un rato, coronel, usted estaba en el limbo. Llevo dos horas esperando que despierte.

Cantwell comprendió que se había equivocado una vez más. Tendría que volver a leer “Across The River And Into the Trees”. Hemingway no era serio. Le había prometido que él sería su coronel y ahora resultaba que todo había sido fantasías de un borracho.

Estaba sentado en un bar de una playa en un lugar que no reconocía. No había nadie aparte un camarero que con cara de pocas juergas parecía esperar a que se marchara. La playa estaba desierta y el sol estaba intentando ponerse pero parecía como si le costase trabajo largarse.

“La bella muchacha morena trajo una bandeja con un pequeño bol rodeado de caviar, medio limón, una cuchara y dos tostadas y el joven camarero trajo un cubo con una botella de Böllinger y una bandeja con tres copas”.

…”-Hola, coronel –saludó David, sintiéndose feliz de repente-- ¿Qué diablos hace usted aquí?”.

Ernest Hemingway estaba feliz en su jardín del Edén hasta que se le ocurrió que la mejor solución para sus pensamientos tristes era pegarse un tiro. Entonces ya nadie más supo de él.

En Coppelia, que el viajero había conocido como templo del helado más eufórico del mundo, se puso detrás de unas muchachas que iban con su billete en la mano en busca de un helado de chocolate, o tal vez de fresa. No reconoció nada. Ahora todo eran lujos asiáticos. Había smokings recién salidos de la tintorería para ellos y trajes cortos y sedosos para las camareras que sonreían como en una película imbécil de Hollywood cuando el león de la Metro siempre iba a darte un mordisco.

Cerca del Hotel Nacional se encontró con Charles Bukowski. El viejo salido de madre no se había muerto pese a que lo anunciaron con gran despliegue tipo pornográfico. Le habían asegurado que había fallecido en 1994, hacía una eternidad.

Pero daba igual. Honor a los muertos que vuelven como en una película de George A. Romero el dientes blancos y aliento fresco.

Se saludaron como si se hubiesen visto el día anterior. Bukowski propuso comer en Monseñor, adoraba aquel lugar de otro tiempo, con camareros amables. Y la foto inmensa de Bola de Nieve siempre le impresionaba.

Se sentaron y empezaron a pedir. El ron untuoso y color caoba con muchos cachos de hielo inundó la mesa.

Hablaron de cosas de nada. De la visita que poco antes había hecho a Cuba el todavía presidente Barack Obama. Había pasado mucho tiempo y todo seguía igual o parecido. La gente todavía tenía los ojos en Miami para sus trapicheos. Porque estaban convencidos de que había llegado el momento de hacerse ricos y de no tener que ir a la diplotienda en busca de clavos. ¡Qué tiempos tan felices! Todos muertos. Pero había otros vivillos y coleando dispuestos a todo.

En la quinta ronda, Donald Trump se impuso en la conversación.

Con un cabreo de aquellas bragas de seda que tanto le gustaban, Bukowski eruptó:

-¡Cómo puñetas quieres que Trump puede entender a los cubanos. Si no entiende mis novelas!

Los dos coincidieron en pedir un arroz con frijoles como no se comía más que allí. Claro que los dos hablaban de los tiempos del cuplé, de cuando el Comandante encantaba a las multitudes con su verbo de dos horas por discurso. ¡Qué bellos tiempos aquellos! ¡Y éramos tan amigos!

Cayó la noche caribeña sin pedir permiso. En los jardines del Nacional, honor a lo clásico se dijo él, la vio llegar con su pelo revuelto por la brisa que llegaba del Malecón.

María le saludó con la más bella de las sonrisas pero como si acabasen de separarse en Málaga.

-Como me invitaste a ver La Habana en diciembre, aquí me tienes, coronel.

Y entonces, él, el viejo que ya ni veía el mal, que sabía que más allá de Vedado le esperaba el final, sonrió. Se abrazaron muy fuerte, durante mucho tiempo, hasta que se acabó el día, y ella le dijo muy bajito, muy bajito: “Me quedaré contigo, toda la vida, coronel”.

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