Colaboración: La última cena

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Por Sergio Berrocal   

Se levantó temprano porque esperaba a un grupo de amigos, bueno, a cuatro que habían prometido reunirse con él, uno debía llegar de La Habana, el otro de París, ella de Bogotá y el cuarto vivía al lado, en Málaga. Sabían que sería la última reunión. Se despedirían hasta el entierro de alguno de ellos.

Quería que conociesen el Café Esperanza, el bar todo a un euro que le había acogido como una madre cuando llegó deportado a aquella isla de África de donde se decía que nadie salía a menos que tuviese el visado especial que nadie nunca había visto.

Querían que conociesen su mundo, que ya no era el de las embajadas de París, Madrid y Brasilia ni siquiera el de las largas caminatas por Montevideo en busca del yo que había perdido una noche de farra en un boliche cercano al rio de la Plata donde una vieja amiga había entendida su desesperación. Iba a empezar otra vida. Dejaba cuarenta años atrás de escribidor de las miserias y grandezas del mundo.

Ella fue la única que pareció entender su pena. María de la O, a la que todo el mundo llamaba simplemente María, era gitana disidente. Había abandonado a su familia que vivía en una cueva del Sacromonte de Granada para integrarse con los payos, y llevaba un tiempo trabajando como camarera. Era bonita para reventar pero seria como un patriarca, con principios de una rigidez que los tertulianos del Café Esperanza confundían con la mala follá. Tenía el pelo largo y siempre rizado que le llegaba a una cintura, primer piso de un cuerpo de bailarina de tango, aunque ella aseguraba que no lo había bailado nunca.

Sus pechos blancos destacaban sobre una piel tostada que nada debía a la playa. Los ojos eran palanganas que no necesitaban rímel ni cualquier otro emperifollamiento y que de vez en cuando sonreían con sorna. Tenía 24 o 25 años pero daba la impresión de haber vivido mucho más, lo que finalmente era una cualidad casi indispensable para trabajar en el Café Esperanza donde los parroquianos, mezcla de finlandeses, noruegos, islandeses exiliados por la cotización del dólar y el precio del brandy, algún inglés extraviado y andaluces desangelados, formaban un mundo que no encontrabas en el bar de enfrente, al otro lado de la calle, el Londres, de una elegancia un poco extraña para un barrio de medio pelo como en el que estaban enclavados los dos. Algunos decían que había una Madame sin alumnas que la sirvieran.

María le llamaba Ulises y él sabía, creía, que ya era demasiado viejo para amar, sobre todo para que ella le amara. Lo sabía pero ella no lo aceptaba. Cuando leyó un libro que le había prestado se lo devolvió al cabo de unos días advirtiéndole que ella sería su Penélope, pero que no se le ocurriera a nadie acercarse para meterse en su cama. Tú, mi Ulises, eres el único hombre para el que me guardo el pañuelo.

La espera la habían empezado con el café de las diez de la mañana y luego se entretuvieron en ver la gente pasar, esperando que de un momento a otro llegasen los amigos que habían prometido estar presentes para aquella ceremonia de la que se nos antojaba que deberían ser los únicos testigos.

María le dio un grito de atención cuando un Bentley amarillo intentaba aparcarse entre un autobús del ayuntamiento y la motocicleta de aquel finlandés borrachín que todas las mañanas la aparcaba cuidadosamente, antes de sentarse en su mesa de aluminio que no paraba de dar tumbos, aunque a veces las ratas que salían de los alrededores de los árboles le servían para equilibrarla.

Se levantaron y ya se abría la puerta del Bentley con una faraónica sonrisa, la de Vicky, una holando-irlandesa que unos años antes, muchos años antes, había formado parte de su vida.

Aquella noche, mientras el día se borraba, Maria se sintió odalisca de todos los sultanes del mundo y él quiso comerse la creación del mundo, Noche larga y bella, con suspiros que se perdieron entre almohadas y mantas. Ulises pensó que por fin había llegado a Ítaca y que ya estaba bien de navegar.

Al día siguiente, después de una noche que había durado por lo menos cien años según el calendario del viajero, la amó para siempre, palabra de gitano convertido al judaísmo.

Vicky llegaba vestida de un amarillo Van Gogh que siempre le había encantado. Su sonrisa estaba acompañada de su eterno y largo cigarrillo rubio que no soltaba ni en el yacusi. Decía, se reía, que moriría asfixiada por su propio humo. Y así sucedió años después.

El sol había acudido generosamente para recibirla, cosa que no hacía desde meses atrás porque los árboles de la calle se lo impedían.

Vicky se entusiasmó con la historia de María, mi guardaespaldas, le comenté. Pero era demasiado fina y en seguida comprendió que aquella criatura que Federico García Lorca se hubiese llevado sin pensarlo al rio, era para él mucho más que eso.

Fue también ella la que dijo que aquella historia entre ellos dos no podía terminar mal, que se negaba a que algo así ocurriese.

Hasta que Ulises se hartó y timó el primer avión para Fortaleza, allá en el Brasil de la sequía y el hambre. Iba a hacerse misionero sin causa. A su lado, María estaba dispuesta a convertirse en Madre Teresa si hacía falta.

Esto me lo contaron una noche de mucha cachaza y así se lo cuento yo a ustedes.

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