Colaboración: Alfombra rojísima para La Habana

por © NOTICINE.com
Banderola del Festival de La Habana en el Malecón
Por Sergio Berrocal   

Desde 1979, muchas películas han rodado por el mundo. Más de la cuenta quizá. Y el Festival del Nuevo Cine latinoamericano de La Habana ha vivido treinta y ocho años, treinta y ocho ediciones de mes de diciembre en mes de diciembre hasta llegar al 2018.

Treinta y ocho ediciones jugando al hermano menor del cine mundial, al pobre, al cine joven, intransigente y otras cosas es demasiado. Las cosas han cambiado muchísimo. Hoy el cine latinoamericano ha cobrado enorme relieve, aunque solo fuera por la aventura del mexicano Guillermo del Toro, que con una sola película, “La forma del agua”, se llevó Oscars suficientes para que se considere que los latinos juegan ya en el campo de los grandes.

De paso, el cine latinoamericano, con otras producciones, cada día más exitosas y cada día con más talento ya no es una cinematografía tercermundista ni guerrillera.

Entonces, ¿qué va a pasar? ¿Tendrá que renunciar La Habana a jugar ese papel de cuando las películas del festival se proyectaban como podían y había que llegar al cine en medio de apagones? ¿Habrá que concederle a La Habana la misma alfombra roja que lucen a veces con menos méritos otros festivales? ¿Habrá que darle una alfombra roja que no sirva únicamente de parada para lucir los modelitos de las actrices y las de otras modelos que nada tienen que ver con el cine, como la novia de tal astro del fútbol mundial o incluso su mamá?

Parece una broma pero no lo es. El cine latinoamericano que defendía La Habana está en vías de desaparición. Ahora jugamos casi con las mismas armas, por lo menos una parte de los directores y actores que conforman ese cine. Ya no están Birri ni Glauber Rocha. Hemos entrado en la modernidad y me temo que habrá que cargar con el muerto, porque se trata sin duda nada menos que de cambiar el signo político de una muestra para alinearse con las que se llevan en los países capitalistas, que son todos.

Y es normal que el director de esta muestra, Ivan Giroud, se haya hecho preguntas y haya contestado a preguntas sobre su festival, donde van a rebajarse considerablemente el número de películas para dejarlas por lo visto en 350 en proyección, lo que ya de por sí es una barbaridad.

En declaraciones a la agencia Prensa Latina ha dicho algo que me parece profundamente enigmático, pero que quizá tenga su por qué: una edición cerrada obliga a una introspección y a transformar todo lo que tienda a una desviación de los propósitos; o a transgredir la lógica; o a impedir la evolución.

Pero ya de forma más clara, agrega, los hábitos de consumo cambiaron con el tiempo y el desarrollo tecnológico, sin dejar de reconocer que en Cuba golpean además varios factores como la carencia de tecnologías modernas de reproducción y otras condiciones técnicas en las instalaciones, por solo hablar de su esfera.

Me resisto a que La Habana se convierta en otro parque temático cinematográfico como ya lo son Cannes, Venecia, San Sebastián  y tantos otros que se van inventando a medida que un concejal de un ayuntamiento u otro político cualquiera desea lucirse sin saber quién era Meliés. Y, oiga, amigo, ¿para qué puñetas sirve la cultura?  A más de un militar desquiciado, en algún período turbio de la historia del mundo, desquiciada, por supuesto, se le ha atribuido una frase parecida: “Cuando oigo hablar de cultura, saco la pistola” con otras variantes como “me dan ganas de sacar la pistola”.

Confieso que yo también la sacaría para pegarle un tiro (o varios) en el pie a todos esos malditos que en nombre de la “cultura”, en nombre del cine lo rompen todo. Como esos bárbaros de Hollywood que han decidido oscarizar la mierda enlatada que muchos de sus socios producen. Y dar Oscar a lo peor de lo peorcito, al cine “popular”.

Dan ganas de sacar un cañón sin retroceso.

Me sigo resistiendo a que La Habana rompa ese pacto que tenía con una seriedad al hablar de cine todos los años y lo cambie por esas representaciones publicitarias a las que ahora asistimos en los “grandes” festivales.

Y eso, y lo digo con el corazón roto, que la capital cubana tiene lugares más que de ensueño para poner una alfombra rojísima. ¿Imaginan que bajase, o subiese, por lo que yo llamo los jardines del Hotel Nacional hasta el Malecón, con esa sinfonía de olas? Mon Dieu! Qué espectáculo.

Pero, ¿qué quedaría de esa intención de preservar un cine latinoamericano culto y veraz, fuera de las modas y de las tentaciones hollywoodienses?

Prefiero no ver estrellas vistiendo modelitos de alta costura, ya Chanel dio un aviso cuando sus guapas de alquiler desfilaron en aquellos días históricos en La Habana, antes de que llegase Obama. Fue en mayo de 2016 y el mundo guardó el resuello ante los televisores viendo cómo La Habana-Cenicienta era horadada por esas hordas de modistillas fuera de la realidad.

El cine no es mejor ni peor porque le pongan una alfombra roja. Más bien menos bueno. Tener que pelearse para poder sentarse en el cine Yara formaba parte del paisaje festivalero cubano que yo conocí. ¿Ahora van a tratarme de usted, me van a exigir una tarjeta magnética que cuesta un Potosí, voy a tener que ponerme smoking? ¿Creen que por eso alguien volverá a darnos películas como “Fresa y chocolate” o como cualquiera de esas que nos han hecho sollozar, reflexionar, jurar que el imperialismo no tomaría las calles de La Habana?

Adelante, señores, que el circo continúe. Ahora que Fidel Castro se fue pueden hacer todas las monstruosidades que quieran. Y es que ni siquiera está ya Alfredo Guevara, el inventor del cine cubano.

Adelante, que los doscientos jinetes del Apocalipsis salgan de sus cuadras de Hollywood y en cargueros aéreos especiales desembarquen en La Habana.

Ya no nos quedará ni La Habana, dirán al unísono miles de Rickie en el mundo entero. Y qué más da. El espectáculo tiene que continuar.

Cuba ya no es la excepción que confirmaba que había un dios para la utopía. Porque a la utopía la mataron.

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