Colaboración: El Che, como en una película

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Por Sergio Berrocal     

No le conocí. Soy de los muchos que tuvo que conformarse con su leyenda aunque asistí a su asesinato en directo una tarde-noche de París en que no podíamos creer que Ernesto Che Guevara hubiese desaparecido para siempre.A cualquiera de aquellos jóvenes que supimos de su muerte, el 9 de octubre de 1967, le hubiese gustado conocerlo, tenerle incluso como ejemplo.

Porque éramos jóvenes, idealistas a nuestra manera –yo tenía 28 años—y no pensábamos más que en la aventura de vivir. Hacía unos años que a través de la prensa habíamos asistido a la entrada de lo que nosotros llamábamos los barbudos en La Habana, después de haber hecho correr hacia Estados Unidos y con su smoking blanco al general Fulgencio Batista, feo y simiesco individuo, que había administrado Cuba como el sargento chusquero que era.

Ahora recuerdan en Cuba el aniversario del nacimiento del Che.

Yo estaba de editor de la tarde del servicio latinoamericano de la Agence France Presse, una de las tres grandes agencias de prensa mundiales, aquel nueve de octubre, cuando nos llegó por aquellas antiguas transmisiones que ni describirse pueden ahora, la muerte a manos de tropas bolivianos de Ernesto Che Guevara, quien llevaba ya una temporada metido en las montañas de Bolivia para organizar una guerrilla. Quería extender el ideal de la Revolución cubana por el resto de América Latina. Pero los servicios de información norteamericanos estaban ojo avizor, dispuestos a no permitirlo nunca.

El anuncio de su muerte tiene mucho de cinematográfico. Aquel día, el general boliviano René Barrientos da una recepción en el palacio presidencial de La Paz. La recepción está terminando. Detrás de un mueble de estilo colonial, un fotógrafo se ha arrodillado para guardar su material. Está a punto de incorporarse para marcharse cuando sorprende una escueta pero curiosa conversación. El presidente Barrientos está inclinado sobre el Nuncio Apostólico. Cuando el reportero aguza el oído está a punto de derrumbar el mueble de la sorpresa. El presidente acaba de decir casi en un murmullo: « Eminencia, puedo asegurarle que el Che ha muerto ». Y como en una película mala, el fotógrafo empieza a moverse hacia la salida, procurando que nadie le vea. Cuando llega a su oficina descuelga el teléfono y llama a un periodista de una agencia de prensa internacional : « Tengo un enorme scoop ».

Veinte minutos después, en un lugar tranquilo, el fotógrafo repite la frase del general Barrientos contra algunos cientos de dólares. En el mundo entero se esperan noticias del Che, cuya captura por las fuerzas bolivianas sí que ha sido anunciada pero no su muerte. Cuando en un cuartel de la sierra boliviana ya han cortado a su cadáver las dos manos para que la CIA no pueda dudar de que los bolivianos han conseguido matarle, el corresponsal de la AFP no sabe cómo dar la información de su muerte o, más bien, vacila en cómo atribuirla a una fuente suficientemente fiel pero sin que nadie pueda sospechar que se trata de un soplo. Finalmente se decide y en su Redacción central se recibe un despacho que lacónicamente dice más o menos: « FLASH””LA PAZ- El Che ha muerto, según la más alta fuente presidencial ».

El jefe de turno que lo recibe en París queda perplejo y hasta que por fin consigue ponerse en contacto telefónico con el corresponsal no descubrirá que « la más alta fuente presidencial » es el propio Presidente de la República, pero al que no puede citarse, ya que su declaración la había hecho de forma confidencial al Nuncio Apostólico.

Años, siglos después, en una película del argentino Fernando Birri, su padre hablaba de él, como sólo sabe hacerlo un padre de un hijo, diciendo que «un buen día quiso domar a un perro e intentar cabalgarlo como si fuese un pura sangre».

El film discurre por la vida del Che pegando saltos que hoy son historia. Su eterna sonrisa y su gusto por las bromas pesadas: cuando le nombran gobernador del Banco de Cuba, pone a la gente del Fondo Monetario internacional al borde del infarto firmando los billetes de banco cubano con un chulo: Che.

Todo esto, más la emoción y muchas lágrimas, se plasman maravillosamente en la película documental de Birri, que es casi una larga entrevista con el padre del revolucionario que encantaría al mundo más por lo que dejó de hacer que por lo que hizo. Y cuando el ya viejo padrazo -moriría poco después en La Habana— dice con los ojos a punto de chorrear lagrimones: « Si hubiese podido le hubiera vengado », la sala del cine de la capital cubana donde tenía lugar el estreno mundial en diciembre de 1986 empezó a sollozar entre aplausos de agradecimiento al viejo argentino que les había hecho descubrir un personaje que los propios cubanos imaginaban bajo el uniforme verde olivo. Pese à la existencia de este documental que llega al alma, no se destaca en la filmografía del ICAIC ninguna superproducción a la gloria de ese hombre que para generaciones enteras encarnó el espíritu de la verdadera revolución. Una actitud de vida de ser, existir y morir que todavía en los Consumistas años dos mil sigue representado una secreta esperanza.

Desde su nacimiento, el 14 de junio de 1928 en Rosario hasta octubre de 1967, cuando las fuerzas armadas le asesinan en Bolivia, la leyenda del Che iba a conocer un crescendo de gloria. El punto culminante de esa andadura que en otras circunstancias probablemente le habría llevado a ser santo, se situó el primero de abril de 1965. Ese día, según la versión oficial cubana, Guevara escribe a su compañero Fidel Castro la famosa carta cuyo facsímil es vendido en los puestos de la plaza de la Catedral de La Habana. Una especie de testamento en el que el Che dice adiós y da a Fidel una especie de recibo de hermandad y en la que además lo exime de toda responsabilidad en lo que va a sucederle en Bolivia. La carta contiene recuerdos y sentencias que son como un legado menos para los cubanos que para los jóvenes de todas razas y lenguas cuyas vidas tuvieron un fogonazo de esperanza con su actitud.

Nada más que con esta carta, que según la versión oficial cubana, consta de poco más de cinco cuartillas, con una escritura regular y recia, encabezada con el nombre de pila de Castro y se cierra con lo que podría ser una magnífica sinopsis de ese filme jamás rodado: « En una revolución se triunfa o se muere... Hoy todo tiene un tono menos dramático, porque somos más maduros... Siento que he cumplido la parte de mi deber que me ataba a la Revolución Cubana en su territorio y me despido de tí, de los compañeros, de tu pueblo, que ya es mío... Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos... Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor... En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me comunicaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo donde quiera que esté... ».

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