Colaboración: Festival de La Habana, el cine más humano

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El Coral, símbolo del festival habanero
El Coral, símbolo del festival habanero
Por Sergio Berrocal *

El Festival de Cine de La Habana es único en el mundo y no solamente porque sea el que presente anualmente lo más importante de la producción latinoamericana. Hace un montón de años, según las cuentas trogloditas occidentales, que Cuba resiste al acorralamiento de Estados Unidos, cosa que no ha cambiado ni con el benefactor Obama. Durante todo este tiempo, los cubanos han conseguido sacar adelante un festival lleno de invitados pagados que cuestan un dineral a la comunidad.

Pero los cubanos saben que esos gastos que podrían parecer superfluos, son una de las vías prioritarias que mantiene al país-ísla en conexión con el resto del mundo. Cuando suena diciembre, se acaban las frivolidades. Hasta gente de Estados Unidos viaja a La Habana para presenciar la mayor fiesta del cine. Porque no se limita a las salas rebosantes de la capital o de la provincia. El cine está en la calle, los cubanos adoran el cine y participan como locos. Para los extranjeros asistentes es una ocasión imparable de conocer un país que por la férrea voluntad obtusa de Estados Unidos sigue aislado del resto del mundo, con todas las consecuencias económicas que cabe imaginar. Cuba no tiene petróleo ni droga. Cuba no tiene más que talento arrugado por casi medio siglo de cerco de un país, los Estados Unidos de América, que siempre se han erigido en gendarmes del mundo. Los más guapos y los más rico, que han apaleado a todo el que se le ponía por delante, desde Japón (inolvidable espanto nuclear de dos bombas atómicas con la sigla benefactora de USA) hasta  Vietnam, sin olvidar Afganistán y otros frentes, como Irak.

Aunque a mí ya no me consideran suficientemente importante como para invitarme a La Habana, doy fe como un notario cualquiera… Lean…

Todos los que teníamos los veintitantos años de la ilusión todavía virgen al comienzo de los años sesenta habíamos saludado con la alegría de la esperanza el triunfo de Fidel Castro. Una especie de Zorro, con más barba que bigote, que había hecho poner piés en polvorosa a un sargento García que no era tan bonachón y se llamaba en realidad Fulgencio Batista. Sus delirios de grandeza le habían llevado a dominar y regir con mano de sargento chusquero un país del que los europeos conocíamos poco y menos.

Mis primeras vivencias de Cuba, a más de ocho mil kilómetros de París, no fueron las pulposas mulatas que alguna vez habíamos visto en alguna revista. Yo entré en pensamiento con esa isla caribeña con el estupendo semanario Bohemia que, no sé cómo ni por qué, encontraba de vez en cuando en París, donde por aquel entonces hacía mis humanidades de periodista novato. Recuerdo que una foto de página entera de esta publicación en la que Fidel Castro reflejaba en unos ojos cachondos toda la alegría, toda la esperanza de la juventud, se convirtió en un cuadro que durante mucho tiempo presidió el comedor de mi pequeño apartamento de la parisiense Rue Rodier.

Eran otros tiempos y quienes escribíamos con el fervor casi clamoroso de nuestros veinte años no nos creíamos genios del periodismo. Aprendíamos en el tajo de la vida, yo primero en la Agencia Keystone Press y luego formando parte del primer equipo que desde el edificio de la Agencia France-Presse en París empezó en 1960, precisamente ese año en que Castro había asentado ya su triunfo, a difundir por toda América Latina y en español las informaciones mundiales de ese monstruo de la noticia al por mayor.

Aunque en realidad nos interesaban más las muchachas que la política, la entrada de Fidel Castro en La Habana y aquella escena imaginable sólo para Meliés, genio de los efectos especiales de los comienzos del cinematógrafo, en la que dos palomas se posaban sobre las hombreras verde olivo del conquistador de la libertad cubana nos llenaba de respeto casi místico.

Nada más instalarse Castro en La Habana, en Europa surgieron repentinas vocaciones de “misioneros revolucionarios”, muchachos y muchachas que aunque no hablasen una palabra de español y no hubiesen visto la caña de azúcar más que en algún documental –algunos ni tan siquiera eso—se apuntaron masiva y gratuitamente para defender la economía del castrismo, aunque no sabían por dónde iban los tiros.

Por lo que me han contado algunos viejos cubanos, los voluntarios tenían eso, muy buena voluntad, pero a la hora de coger un machete para cortar la caña se las veían y se las deseaban. En estas condiciones es de imaginar que en poco tiempo causaron más daños ecológicos que los ciclones que regularmente visitan Cuba. Lo que si aprendieron bastante bien fue a tomar ron bajo más de treinta y tantos grados a la sombra. De aquella aventura quedaron algunos resultados muy palpables. Personalmente llegué a conocer a una modelo habanera de una belleza deslumbrante nacida de uno de aquellos improvisados cortadores de caña europeos y de una cubana revolucionaria.

Mi primer viaje al Festival de Cine de La Habana lo efectué en en uno de los destartalados Ilyuchin que los “hermanos” soviéticos habían cedido a los cubanos. Cuando subí al aparato en un aeropuerto de París – 1985--  aquello parecía un viaje organizado para hipis visto y corregido por el humanismo europeo. Creo recordar que el aparato no había alcanzado su altitud de crucero cuando todo el mundo, en su mayoría chavales y chavalas, algunos de los cuales se empeñaban en destrozar las cuerdas de unas guitarras para dar más autenticidad a sus disfraces, estaban ya borrachos como una cuba. La cerveza cubana había sido servida generosamente por dos azafatas con tremendos cuerpazos que me recordaban a mi amiga cubana Chelo Alonso, que durante mucho tiempo fue la estrella del parisiense teatro Folies Bergère, en cuya sala cientos de espectadores babeaban todas las noches mirando sus generosos muslos que exhibía sin reparo e imaginando lo que ella ocultaba todavía.

Cuando llegamos al aeropuerto canadiense de Gander –había que hacer una escala y por supuesto que no podía ser en territorio yanqui—de mi alcohólico sueño me sacaron las estridentes sirenas de media docena de patrulleros que rodeaban el avión como si Ben Laden ya existiese y hubiese decidido viajar con nosotros.

Entonces comprendí por qué tanta generosidad con la cerveza. Era probablemente una forma como otra de que no oyésemos los fallos del aparato cuyo tren de aterrizaje expiró nada más tocar la nieve canadiense. Tuvimos que pasar la noche en una terminal tan endemoniadamente elegante que creo que hubiesen mandado a la silla eléctrica al primero que hubiese escupido en el suelo. Allí, la cerveza canadiense nos hizo menos larga la espera de la reparación del tren de aterrizaje que, si mal no recuerdo, se prolongó hasta casi el alba.

Mi primera llegada al aeropuerto José Martí de La Habana, una sucesión de barracones que nada tiene que ver con el que luego construyeron los canadienses, fue algo que hoy todavía me cuesta trabajo olvidar. Hijo de una Europa sumida en un sueño de siglos y convertida en un cementerio en forma de museo descubría por primera vez el olor a chirimoya podrida que durante toda mi vida me perseguiría como la esencia de un trópico donde la locura rima con hermosura.

Y entonces contemplé mi primer macrofestival de La Habana.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro es "Crónicas sin güisqui" (www. publibook.com).