Colaboración: Hola, Hemingway

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Padura y Hemingway
Por Sergio Berrocal  

Escribes de pura desesperación, porque sabes que no queda otra. Y has dejado de ir al cine porque ya no tienes a quien admirar. Los hermanos Coen, aquel actor con delito de naufragio en las venas, aquella muchachita que se la pone dura a un cronista de París que jura que no hay actriz mejor…  Y tú, Baldomero del tablao flamenco menos sexy de la carretera IV, en las estribaciones de Despeñaperros, sigues escribiendo, dale que te pego, como si sirviera para algo.

No quieres entender que se acabó el tiempo del cine en blanco y negro, cuando Frank Capra parecía un menesteroso samaritano perdido en la jungla de Burundi donde mueres no porque seas negro sino porque no eres el mejor de los negros. Y te mata otro negro convencido de que si le hubiesen educado en el estado de Washington habría podido llegar a la Casa Blanca, como el otro.

Y piensas, firmas y confirmas que los premios literarios, esos de los que a ti no te han dado nunca, ni mijita, aunque alguna vez te aseguraron que habías llegado a la recta final en el Juan Rulfo de París, no son más que molinos de viento para que los Quijotes con traje de Monoprix puedan pelearse creyendo que son mu machos.

Y se te cae la quijada de risa cuando ves cómo unos tipejos sin más méritos que el dinero que permite comprar un esmoquin con forro bordado de rojo, y unas esqueléticas muñequitas feas con traje de Dior de mercadillo que siempre les está grande, sin tetas de qué presumir y sin más picante que la estupidez mental, puro chile sin carne. Todo ese conglomerado de pies, manos y boquitas feas y negras reptan por una alfombra roja esperando que les echen un premio que ellos cogerán con los caninos que todavía no han pagado del todo al dentista de la esquina de Sunset Bulevar,

No te preocupes, Men, le dijo un gran escritor encumbrado en el talento, la paciencia, la longevidad de la experiencia y en el Euro soberano, en el que no se ve ni por asomo en Moldavia, el país más pobre de esa Europa desunida, folclórica, pesetera y siniestra cuyos jefes esconden el trabuco en la plaza grande de Bruselas, allí mismo donde De Gaulle soñaba con una Europa de los Tres en la que entrar fuese tan difícil como pasar la puerta de aquellos bares de tortilleras de Pigalle de los que te sacaban a patadas si no probabas por lo menos dos generaciones de homosexualidad femenina. Aquella plaza donde se comían las mejores frites del mundo con su salsa de mayonesa en un cucurucho que te costaba un real de los de antes.

Y una tarde de raso y oro te metes entre pecho y espalda el “Adiós, Hemingway” del cubano Leonardo Padura, sin darte cuenta de que está contraindicado para tu enfermedad, la admiración de querer ser admirado, sin consideración, con alevosía.

Has amado a Padura con las aventuras de su policía Mario Conde, con la misma entrega que en los años ochenta del siglo veinte en Madrid capital y resto del mundo ibérico se veneraba a otro Mario Conde, banquero con presupuesto millonario para la gomina que mantenía su pelo en lo alto de la cabeza.

Y pasó como siempre pasa. Mario Conde fue declarado banquero estafador y se fue por una temporada a la cárcel, con el convencimiento de que ya saldría más rico y más torero.

Gabriel García Márquez había contado cuando París era una fiesta para los maletillas del periodismo y de la escritura en Olivetti portátil, que un día se tropezó con Hemingway, a años luz probablemente porque a todos nos gusta mentir, que para eso queremos ser escribidores de genio, para tener derecho a no decir una verdad ni en el supermercado. Dijo aquel colombiano genial que el encuentro con Hemingway fue en París. Y que entonces él, aprendiz de Macondo, gritó en medio de la sorpresa de los arrugados y aburridos parisienses: “¡Adiós, maestro!”. No sé si gritó maestro con mayúsculas, porque después de todo es preferible hacerlo por respeto a la Revolución.

“Adiós, Hemingway” es el título del libro del estupendo escritor cubano Padura. Y uno, que arrastra los estigmas de la respetable añoranza como si fuera el carro del Moisés salvador, se esperaba a una admiración boba, la que hay que tener por las cosas que uno ama, porque lo demás ni te cuento, no vale ni para utilizarlo en el retrete en el momento álgido en el que, dicen los franceses, ni el Rey podría reemplazarte.

Uno va y abre el libro, después de mucho buscarlo en este pueblo de antiguos pescadores reconvertidos en las oficinas de los parados del mundo y en la locura de la sobrevivencia, y te quedas de piedra.

Cabrón de mierda Hemingway que ya nunca más estarás en los cielos, porque eras un despojo humano que en tu regia Finca Vigia de La Habana te dedicabas a intentar follarte a Ava Gardner y a meterte en un enorme berenjenal que termina con el asesinato en esa finca, por un hombre de su entera confianza, de un agente del FBI, de esos que él decía que le perseguían, poco antes de que se suicidara con una carabina Remington de lo más coqueto.

Claro que todo esto sale de la imaginación del autor del libro pero…

Toda mi vida he sido admirador de mis propias admiraciones. Y Ernesto Hemingway siempre me había merecido veneración desde que leí sus crónicas periodísticas, desde el Toronto Star en adelante, y desde que comprendí que “El viejo y el mar” era insuperable.

Va el excelente Padura y aunque sea con la ficción, que sigue siendo asesina y aterradora, me chafa el chiringuito de mi admiración, como si un tifón se hubiese paseado por La Habana. Y me dan ganas de abofetearme contra las rocas del comienzo del Malecón, allí donde empieza y termina La Habana.

Es que, verá usted, estoy convencido de que no debemos de quemar a nuestros dioses porque finalmente es todo lo que nos queda.

Hemingway representó el talento y la valentía para muchos. El tío estuvo o dijo haber estado en enormes fregados. Primera guerra mundial, Guerra civil de España, II guerra mundial durante la cual “libera” el Hotel Ritz de París, uno de los sitios mágicos de la más mágica de las ciudades. Y luego lo contó como nadie ha sabido contar. Porque, en resumidas cuentas, lo importante no es tanto vivir las cosas como saber contarlas.

Estuvo en todas partes donde el mundo temblaba con guerras y otros despropósitos.

A nosotros no nos quedó nada. Perdimos el primer conflicto mundial, la guerra terrible en España y el segundo estallido mundial. Pero en todos ellos estuvo Hemingway y ha dejado sobre todo ello páginas inolvidables y difíciles de igualar.

Entonces, ¿para qué recordarnos que era alcohólico, que se pegó un tiro probablemente porque no podía con sus fantasmas, que le habían dado electrochoc, que se moría a chorros? ¿Por qué no conservar todo lo bonito que había en su maravillosa creatividad y olvidar todo lo que de negativo hubo en su existencia?

Durante años, muchos y largos, ya ahora se van acortando, la prensa del mundo entero quiso convencerme de que Frank Sinatra, el amor de Ava Gardner según cuenta, el hombre que más la quiso, había sido toda la vida un mafioso de mierda.

Pero, oiga, hermano del FBI, de la Asociación de perros sin collar, de la Asociación No Aborte, Péguese Un Tiro, ¿y a mí qué?

Sinatra y Hemingway siguen procurándome enormes alegrías, uno con la voz que nadie ha podido imitar y el otro con esa escritura que, de vez en cuando, me ha convencido de que se inventó un mundo que, en el fondo, y pese a todas las tragedias, estaba fuera de nuestro reducido universo.

Como hubiese dicho Bruce Willis en aquella película de dentista paranoico y locamente enamorado: “Estoy salvajemente decepcionado”.

Entonces, yo me quedo con un cariñoso “Hola, Hemingway”.