Colaboración: La mujer de La Habana

por © NOTICINE.com
Sergio Berrocal junto al pintor Antonio D'Estefano Gallo, en La Habana
Por Sergio Berrocal   

Habían sido muchos años de un truculento idilio, casi siempre vivido a ocho mil kilómetros y cuando aterrizaba en el aeropuerto de La Habana, el periodista occidental, europeo y un poco tonto se creía en su casa aunque nunca nadie le iba a buscar ni nadie le echaba de menos. Eran los festivales del Nuevo Cine Latinoamericano antes de la Era Obama. El PPG corría por las calles, los puros falsos o falsificados, que no es lo mismo, te salían al paso en cualquier esquina. En el centro neurálgico del festival, algunas maravillosas señoras, amigas de los primeros años, siempre estaban contentas de verte. Pero más allá…

Se atrincheraba en El Capri o en El Nacional y el pobrecito periodista europeo, que vivía de las rentas de que Fidel Castro se refirió treinta años atrás a un artículo suyo que hablaba muy favorablemente de aquel festival tercermundista, se lo creía todo. Se creía hasta que aquellos cubanos que encontraba en el festival, en las salas de cine, en la calle, tomando una copa con jineteras y prostitutos le querían, le amaban.

Eso fue el primer año. Creyó incluso que él, hombre del conservadurismo comodón europeo, había sentido la llamada de aquellos hombres y mujeres que vivían cientos de años machacados por un Imperio que no les daba más que lo que quería.

Pero él estaba metido de cabeza en la película en la que había empezado a rodar, con su propio guión y su propia dirección y no lo sabía, desde que había tenido uso de razón.

Se creía nuestro hombre en La Habana. Se creía rodeado de amigos cubanos que le reían las gracias.

Era aquel un pueblo fiero, ni las jineteras pedían nada, y menos los camareros que le veían vaciar noche tras noche enormes vasos de ron con nieve y un poquito de Coca Cola a menos que fuese Tropicola.

En uno de esos viajes de peregrinación en busca de la absolución, cuando ya se refería a Fidel Castro como Fidel e incluso solo con la inicial F, conoció, ni se acordaba cómo, a una pareja de las que hasta entonces no había visto en La Habana. Le acogieron como a un hermano encontrado tras muchos años de ausencia.

Ella, embutida en el encanto de la mujer que lo ha vivido todo pese a una juventud que daba miedo, y él un pintor de talento maldito que atesoraba sus cuadros con más esperanza y humilde fe que los trece apóstoles del Señor juntos en el aquelarre de entrega y crucifixión de nuestro Señor.

Vivía esta pareja allá por un rincón de la playa, en una casa que siempre vio de noche porque la belleza de las cosas es más cuando cae la luz del sol.

Ella, la mujer que lo sabía casi todo, pero que apenas decía nada, le regaló una tarde, el sol estaba a punto de caerse, un libro, un libro suyo, precisó ella con una sonrisa que la hacía más inevitablemente todavía.

En el hotel lo devoró en menos tiempo que se tomaba un güisqui. Y le supo mucho mejor que todos los güisquis-Perrier que se había metido en su puto cuerpo desde que llegara a París en 1957 y una muchacha tan desamparada como él, pero tan bella como la cubana del libro, le enseñara los buenos modales en un bar ultrachic de una callejuela que daba a los Campos Elíseos. Cerca, casi tocándose, con la calle donde vivía su primera amiga cubana, una bailarina del Tropicana y su hermano que le acompañaba a todos lados, como el de Dalida llevaba a la cantante egipto-italiana-francesa de escenario en escenario y de contrato en contrato.

El pintor, su esposa y él, el recién llegado, al que ya trataban como a un viejo conocido, se sentaron en una terraza, con vecinos curiosos, curiosos vecinos que permitían saber que hasta aquel rincón de la Isla, hasta donde los taxistas más veteranos llegaban con candil y plano previamente aprobado por la Fiscalía Revolucionaria de Calles y Carreteras.

La lectura de aquel libro que hablaba de mujeres bellas con desesperadas ganas de amar, le había quitado el sueño. El ron que le había traído el guapo camarero de la última hora, de la hora XXL, o quizá de la %, no había podido surtir ya el menos efecto.

Después de algunos años andando, taxiando por La Habana, era a pie como había aprendido su primera lección, lejos de las jineteras que le ofrecían amor puro y duro de lo falso por un puñadito de los dólares que Sergio Leone se gastaba con Ennio Morricone.

Se había enamorado de aquellas mujeres de la novela pero no tuvo el impudor de preguntarle a la autora, de preguntarle dónde podría encontrar por lo menos una muestra. Nada le dijo porque pensaba que ella y el pintor roto del dolor de la vida pero animado por el nuevo amigo que les caía de París le dirían cualquier cosa, que esas mujeres no eran mujeres sino diosas y que las diosas no están a la disposición de un turista de tres al cuarto. Váyase a sus películas y cuente en su periódico que el mejor festival de cine está en La Habana. Cuente, cuente, contador, cuente, que en pago recibirá algunas sonrisas falsas como tus intenciones, inmundo cabrón de franchute que llegaste a La Habana creyendo que te iban a consagrar rey del mambo porque no eras desagradable, te juntaba hasta con los maricones que la policía corría a gorrazos verdes olivo por las calles habaneras.

Eras tan tonto que llegaste a preguntarte si aquel chiquillo de carita de ángel, ojos de mimosa cierva del Bosque de Bolonia de París no sería un agente infiltrado, un provocador, cuando se te acercó para pedirte que tomases el té con él y unos amigos.

Orgulloso capitalista sin un duro, estúpido viajero que no sabes nada de nada, que te engañan hasta los representantes del PPG, ¿qué mierdas que te crees tú que eres?..

Recluido en el fondo de una Europa cada día más ennegrecida por el constante correr de la ambiciones de miles de Rastignac afincados en Bruselas, Bélgica.

Metido en ese simulacro de playa lees y relees aquel libro que te reveló la esencia divina de unas mujeres que en Cuba vivían escondidas en las páginas de algunos libros que nadie leía porque había que tener la fórmula del PPG para poder pasar de la primera página.

Aquel viajero que dejó de viajar a Cuba se extinguió en el varadero de la playa. Eran las cinco de la tarde. Y el primer toro, al que le faltaba un cuerno verde, iba a salir.

El tiburón que tenía guardia aquella semana en aquel Mediterráneo tan aburridamente tranquilo que al animalito tenían que darle tranquilizantes-euforizantes; el tiburón, decíamos, miró al tipo que acababan de arrojar desde el varadero y le dio un mordisco. Sabía a cocacola con ron. ¡Qué asco! Y nunca más el tiburón hizo guardia en aquella playa.

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