Colaboración: Enloquecer
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Por Sergio Berrocal
Necesitaba enloquecer para no volverse loco a perpetuidad. Necesitaba salirse de mí mismo, encerrarse en otro cuerpo, en otro proyecto, en otra ilusión para vivir algo que ya ni sueño. Y ojo con buscar la solución definitiva, las pastillitas o el salto al vacío. Verbottem!!. Usted ya no tiene edad para eso. Tiene que vivir, aunque sea muy jodido, pero vivir para que el mundo sepa que está vivo.
No hay que matar al muerto, tampoco hay que buscar perdices en los cerros de Úbeda ni en las colinas que suben al monte de los Deseos, ese monte al que el personaje de Hemingway quiso acceder pero no pudo, porque no todo el mundo puede.
Duele el corazón de tanto doler el alma, que tiembla, se acobarda y se mete debajo de una manta a cuadros. No hay solución para los cobardes. Ni para los otros. Por mucho que nos quieran hacer creer lo contrario. Todos sabemos lo que nos espera. Después del viernes llega el sábado, terrible, abominable, siempre lleno de malas intenciones. Y luego el apestoso domingo que todo lo puede cuando se trata de quitarte las esperanzas, aunque sea a golpes de torrijas de Semana Santa, con mayúsculas que hay que ser respetuoso.
Daría algo que no tengo por no tener que escribir pero no puedo. Tengo que seguir dándole a las teclas con la esperanza de encontrar palabras que conlleven una fórmula mágica y que me salven. Tristeza, cansancio, dice el vejestorio de doctor. Le vamos a dar unas pastillitas que ya verá usted, son las mismas que yo tomo desde hace treinta y cinco años y ya me ve, pasando consulta, oyendo sin escuchar a toda esta gente que viene no porque le duela algo sino porque en su casa es espantoso y busca refugio viniéndome a verme, porque cree que yo tengo fórmulas secretas, recetas mágicas. Les odio.
No hay más que el amor para salvar a la gente, pero el amor se ha convertido en un producto raro, costoso, carísimo, que casi nadie puede adquirir. Porque el amor original ya no existe. Lo han pulido las feministas que nada más que sueñan con convertir al varón en una piltrafa que no quieran ni las gallinas.
Creo que los hombres que matan a mujeres que dicen haber querido, a hijos que dicen haber amado como sus propios ojos, no son más que descarriados que han recurrido al asesinato para probarse que existen y se dan cuenta, tan tarde que da pena, que nada existe fuera de lo establecido. Los asesinos tienen que ser asesinados, porque esperan el castigo como redención.
La gente, pobre imbécil, cree que el amor está al alcance de todo el mundo, de todas las etnias, de todos los bolsillos, de todos los corazones. El amor se compone de intereses desmultiplicados que pretenden formar la pirámide de la felicidad, inmersa en la mentira de la infidelidad pura y soez.
Acoja usted a un emigrante, apadrine un negrito de Senegal, que ya tiene 22 años y es ingeniero agrónomo gracias a otros miles de padrinos. Pero los de la asociación no han cambiado las tarjetas sacadineros y las siguen mandando porque el correos es gratis.
El amor es un producto que se compra. Pero nadie tiene suficiente liquidez para adquirirlo. Entonces entras en una rifa y te dan un hombre, una mujer, un niño, con obligación de querer, de amar, de amaros, de ser felices porque lo mandan las estadísticas.
Nada es verdad porque todo es una enorme mentira suturada, cosida por las monjitas del convento donde vivían tan a gusto las protegidas del Cardenal de Richelieu que un día hasta Milady, la de la melena rubia cascada, de pechos suntuosos que nunca cambiaba, de vagina en oro solo para emperadores, pero que se abría cuando ella quería para un aprendiz de mosquetero, para un D’Artagnan muerto de hambre de amor.
Le cortaron el cuello a Milady. Fue un verdugo, sin duda maricón, en nombre y por orden de su esposo, un desgraciado mosquetero averiado de la cabeza que quería vengarse de su propia impotencia, impotencia de amar, de ser amado, de penetrar, de ser penetrado, porque las mujeres penetran cuando quieren, y a quien quieren, porque un beso de amor no se lo doy a cualquiera.
La sola mujer de verdad ha sido Caperucita roja, que era pura, inocente patentada, que abría su falda a los hambrientos del sexo, sus pechos a los desgraciados del artificio imprudente del juego del amor y lamía las heridas del lobo feroz, su amante secreto, que la hacía mujer en un solo y único chillido que la última vez había durado veintiún días y veinticuatro noches y poblado de bebés todo el bosque donde antes no había más que setas venenosas.
Era el amor que triunfaba. El amor solo. Único.
Necesito empezar ya. Empezar a querer que me quieran. Pero que ya no tarde. Porque es urgente. Nadie puede esperar una eternidad que no existe. Necesitamos que el amor suplante ya, brutalmente si necesario, a la politiquería, a la mentira. Que volvamos a querer, a querernos, que el amor no sea una excepción sino una regla, obligatoria, sin receta médica. Si el amor no se impone tan brutalmente como Satanás ha impuesto la maldad, el mundo desaparecerá.
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Necesitaba enloquecer para no volverse loco a perpetuidad. Necesitaba salirse de mí mismo, encerrarse en otro cuerpo, en otro proyecto, en otra ilusión para vivir algo que ya ni sueño. Y ojo con buscar la solución definitiva, las pastillitas o el salto al vacío. Verbottem!!. Usted ya no tiene edad para eso. Tiene que vivir, aunque sea muy jodido, pero vivir para que el mundo sepa que está vivo.
No hay que matar al muerto, tampoco hay que buscar perdices en los cerros de Úbeda ni en las colinas que suben al monte de los Deseos, ese monte al que el personaje de Hemingway quiso acceder pero no pudo, porque no todo el mundo puede.
Duele el corazón de tanto doler el alma, que tiembla, se acobarda y se mete debajo de una manta a cuadros. No hay solución para los cobardes. Ni para los otros. Por mucho que nos quieran hacer creer lo contrario. Todos sabemos lo que nos espera. Después del viernes llega el sábado, terrible, abominable, siempre lleno de malas intenciones. Y luego el apestoso domingo que todo lo puede cuando se trata de quitarte las esperanzas, aunque sea a golpes de torrijas de Semana Santa, con mayúsculas que hay que ser respetuoso.
Daría algo que no tengo por no tener que escribir pero no puedo. Tengo que seguir dándole a las teclas con la esperanza de encontrar palabras que conlleven una fórmula mágica y que me salven. Tristeza, cansancio, dice el vejestorio de doctor. Le vamos a dar unas pastillitas que ya verá usted, son las mismas que yo tomo desde hace treinta y cinco años y ya me ve, pasando consulta, oyendo sin escuchar a toda esta gente que viene no porque le duela algo sino porque en su casa es espantoso y busca refugio viniéndome a verme, porque cree que yo tengo fórmulas secretas, recetas mágicas. Les odio.
No hay más que el amor para salvar a la gente, pero el amor se ha convertido en un producto raro, costoso, carísimo, que casi nadie puede adquirir. Porque el amor original ya no existe. Lo han pulido las feministas que nada más que sueñan con convertir al varón en una piltrafa que no quieran ni las gallinas.
Creo que los hombres que matan a mujeres que dicen haber querido, a hijos que dicen haber amado como sus propios ojos, no son más que descarriados que han recurrido al asesinato para probarse que existen y se dan cuenta, tan tarde que da pena, que nada existe fuera de lo establecido. Los asesinos tienen que ser asesinados, porque esperan el castigo como redención.
La gente, pobre imbécil, cree que el amor está al alcance de todo el mundo, de todas las etnias, de todos los bolsillos, de todos los corazones. El amor se compone de intereses desmultiplicados que pretenden formar la pirámide de la felicidad, inmersa en la mentira de la infidelidad pura y soez.
Acoja usted a un emigrante, apadrine un negrito de Senegal, que ya tiene 22 años y es ingeniero agrónomo gracias a otros miles de padrinos. Pero los de la asociación no han cambiado las tarjetas sacadineros y las siguen mandando porque el correos es gratis.
El amor es un producto que se compra. Pero nadie tiene suficiente liquidez para adquirirlo. Entonces entras en una rifa y te dan un hombre, una mujer, un niño, con obligación de querer, de amar, de amaros, de ser felices porque lo mandan las estadísticas.
Nada es verdad porque todo es una enorme mentira suturada, cosida por las monjitas del convento donde vivían tan a gusto las protegidas del Cardenal de Richelieu que un día hasta Milady, la de la melena rubia cascada, de pechos suntuosos que nunca cambiaba, de vagina en oro solo para emperadores, pero que se abría cuando ella quería para un aprendiz de mosquetero, para un D’Artagnan muerto de hambre de amor.
Le cortaron el cuello a Milady. Fue un verdugo, sin duda maricón, en nombre y por orden de su esposo, un desgraciado mosquetero averiado de la cabeza que quería vengarse de su propia impotencia, impotencia de amar, de ser amado, de penetrar, de ser penetrado, porque las mujeres penetran cuando quieren, y a quien quieren, porque un beso de amor no se lo doy a cualquiera.
La sola mujer de verdad ha sido Caperucita roja, que era pura, inocente patentada, que abría su falda a los hambrientos del sexo, sus pechos a los desgraciados del artificio imprudente del juego del amor y lamía las heridas del lobo feroz, su amante secreto, que la hacía mujer en un solo y único chillido que la última vez había durado veintiún días y veinticuatro noches y poblado de bebés todo el bosque donde antes no había más que setas venenosas.
Era el amor que triunfaba. El amor solo. Único.
Necesito empezar ya. Empezar a querer que me quieran. Pero que ya no tarde. Porque es urgente. Nadie puede esperar una eternidad que no existe. Necesitamos que el amor suplante ya, brutalmente si necesario, a la politiquería, a la mentira. Que volvamos a querer, a querernos, que el amor no sea una excepción sino una regla, obligatoria, sin receta médica. Si el amor no se impone tan brutalmente como Satanás ha impuesto la maldad, el mundo desaparecerá.
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