Colaboración: El hombre que amó

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"O Cangaceiro"
"O Cangaceiro"
Por Sergio Berrocal           

Te lo tropiezas en una plaza alocada por el calor caldoso que descarga el cielo en una ciudad, en un pueblo del nordeste de Brasil, tierra de aquellos cangaceiros a los que grandes del cine como Nelson Pereira dos Santos, Glauber Rocha, quedan otros, siempre queda alguien perdido en otra memoria, dieron en las pantallas el papel de ángeles anunciadores, notarios de una realidad de miseria.

Miseria que no se va de un mundo que ya no le hace caso. Miseria moderna y no perdida en los desiertos del nordeste de Brasil, donde los fósforos se encienden arrastrándolos por una pared.

Por todas partes juega el cine el papel del amigo que nunca tuviste, que nunca existió. Basta con mirarlo. Siempre encontrarás consuelo con algún personaje que tal vez sea más miserable que tú.

Pero en fin de cuentas el cine es, era, en el principio de los tiempos, alegría enlatada, belleza en los ojos de una moza que juega con sus manos el juego del erotismo, ella no sabía que se llamaba así, pero aprovechaba las enaguas de la mesa camilla y el calor del brasero para abrazar con sus manos otras manos de moza de belleza sonriente.

Ese cine, alegre o triste, bueno o malo, perverso o bendito, llega a todas las partes, se cuela por todas partes. No necesitas más que una sábana, una pared encalada, para que las imágenes acuñadas en una película cobren vida y te den risa o lágrimas.

Cosas como estas me las contaba hace años infinitos un primo que yo tuve en un pueblo de esas montañas del sur de España que encubran siempre la historia y la fe.



En aquella Archidona preñada de gestas heroicas de árabes conquistadores y de cristianos a la defensiva, el cine saltaba por sus calles empedradas que conducen siempre más abajo.

Y Tarzán el de la selva saltaba de árbol en árbol mientras Jane le esperaba al lado de la repelente mona Chita. Otras veces le tocaba el turno a Cantinflas que enamoraba al vecindario en el cine de invierno o en el de verano, al aire libre.

Cosas de estas me las contaba aquel hombre maravilloso llamado Antonio que en un banco del Paseo, que se repartían por igual enamorados castos y niños revoltosos, me da lecciones de todo y me hablaba, sin yo saberlo, de lo divino y de lo humano. A dos pasos, en la calle Carrera, abría sus puertas el cine de invierno. O el de verano. Qué más da. Había cine y la gente no estaba todavía endemoniada por el tráfico de conciencias de la televisión.

El me enseñó la delicia de las ancas de rana frita, que la mayoría de la gente despreciaba pero que en los restaurantes de París era, lo descubrí bastantes años más tarde, uno de los manjares del día.

Me enseñó otras muchas cosas. El ansia de leer, en novelas por entregas de las cuales todavía quedan fascículos ajados en la biblioteca del cortijo de Sarten Rota, al que él nos llevaba en su "Rubia", un coche de origen norteamericano que habría transformado en una fascinante ranchera con bellos paneles de madera.

Pero a aquel hombre que tanto sabía, que sabía más que lo corriente, que enamoraba con una sonrisa que se llevó hasta la muerte, se le pasó por alto que su puesto, que a las alturas de estos años dos mil tiene ya hasta un festival de cine con intenciones de crecer, ignoraba alguna cosa.

A los dos nos gustaban las historias de espías, aunque quizá él sólo las disfrutaba porque yo se lo pedía. Nos pirrábamos por aquellos primeros espías ocultos en gabardinas que no se quitaban aunque hiciese sol, que para eso era el cine.

Algunas vez veíamos desde nuestro observatorio del Paseo como un Studebaker negro con banderines militares y escolta ruidosa provocaba polvaredas arrancando el suelo de la calle en una inmensa nube de polvo que hacía maldecir a los paseantes.

Aquel Studebaker era tanto más aparatoso cuanto que entonces apenas había unos cuantos coches en el pueblo.

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