Colaboración: La conspiración de los zombis necios
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Vivimos en un submundo que permite todas las atrocidades. Es una larguísima película de monstruos, de zombis a lo George A. Romero que se suceden en la actualidad y en nuestra intimidad y que mandan, ordenan, disponen en un desorden donde se les permite existir. Hace años en Francia se recompensaba a los personajes menos simpáticos o simplemente odiados pegándoles con una tarta de crema de película de Buster Keaton para recordarles su sublime inutilidad. No sé si esa tradición continúa, pero hoy necesitaríamos millones de tartas para recompensar a tanta inutilidad como nos rodea. Habría inflación de merengue.
Ya no es el político, el banquero o el caradura de turno al que ni siquiera habrían admitido en sus cofradías los bandoleros de la serranía de Ronda. Ahora son golfos con corbata y hasta camisas blancas los que nos apabullan con su mediocridad.
Los nórdicos, que a veces beben más de lo que aguantan, se vuelven majaras y dan un Premio Nobel a un cantante de tres al cuarto, a un guitarrero que probablemente apenas sabe leer y menos escribir. Mientras las librerías se llenan de libros de gente que ha remado como mulos de los antiguos arados, antes de que los queridos amigos norteamericanos nos mandaran tractores, para dejar un mensaje en una cosa que se llama libro.
Pero como ya muy poca gente lee los libreros deberían recibir un Nobel a la Constancia Literaria Que a Ningún Sitio Conduce.
Gracias a Dios tenemos ese Internet que dicen tanto apaña a los servicios secretos que nos vigilan. Gracias os sean dadas, agentes que analizáis todo lo que escribimos. Por lo menos tenemos algunos lectores sin necesidad de pasar por una edición que muy pocos autores pueden permitirse porque las editoriales hechas y derechas te rechazan sistemáticamente. Tienen sus imprentas para señores o señoras que saben venderán algo, no para ti que ni siquiera tomas el café de la desesperación mañanera con ellos.
Es un mundo de zombis, compadres, donde la gente que escribe críticas de cine, de libros o de lo que sea, se ha convertido en un inmenso grito de admiración que rompe el alma de los que de verdad saben leer y escribir y que incluso escriben, pero solo para los agentes de esos servicios secretos tan queridos por nosotros, los que nadie lee.
Hubo un tiempo en que yo mandaba libros a amigos en La Habana que se perdían nadie sabe dónde por muy certificados que estuvieran. Mientras ese tiempo santo de que mis libritos desaparecían fui el más feliz de los autores ignorados, y no hablo por falsa modestia ni leches en polvo de la que los norteamericanos distribuían cuando después de la II Guerra Mundial, miren la fecha, se implantaron en Europa como los benefactores de niños por amamantar. Cuántos bebés italianos, franceses, ingleses, españoles, menos nórdicos probablemente, se criaron con saludables mofletes gracias a aquella leche en polvo que distribuían en unos botes metálicos que eran un primor.
Pero, bueno, vuelvo a mi cuento cubano. Sí, fui inmensamente feliz con mis libros desaparecidos. Hasta que un mal día mis amigos me dijeron que estaban recibiendo mis libritos. En un último esfuerzo por conseguir el equilibrio, que se volvieran a extraviar, insistí en mandar libros con la esperanza de que se perdieran y puse una notita en cada envío: "Si usted, que tiene en las manos este libro, quiere recibir lo que yo escribo mándeme una notica con su dirección y me encantará tenerle entre mis lectores" (Añado que por entonces uno de mis editores, al que yo le compraba mis libros que él imprimía maravillosamente, me dijo que había vendido tres ejemplares de no sé qué título, algo sobre la manipulación de la información, a profesores de una universidad de Estados Unidos. Me apresuré a localizar en un mapa la ciudad adonde habían sido enviados esos ejemplares y durante un tiempo fantaseé con las líneas y nombres para mí desconocidos de aquella geografía de país rico).
Pero para volver una vez más a mi cuento cubano debo decir que poco después de que Barack Obama se paseara con su rostro grácil por La Habana he dejado de mandar libros a Cuba. Es horroroso. Todos llegan y a veces con una puntualidad que ya les gustaría a los del Premio Nobel.
Para mí, lo peor es leer las reseñas de libros que descubro todas las semanas en dos semanarios franceses que recibo regularmente. Es raro que cualquier autor no reciba exclamaciones delirantes: Formidable, Impresionante, Lo nunca visto, Para ponerse de rodillas. Y otro tanto ocurre con la gente que escribe sobre cine.
Me he trasladado a los críticos españoles y salvo raras y maravillosas excepciones, resulta que todos las películas son maravillosas, y yo sin verlas, que todos los libros son como para organizar un via crucis de agradecimiento, que todos los autores son tan excepcionalmente sabios que ir a los cines o entrar en una librería es como peregrinar a Lourdes o a Fátima, aunque me conozco otros rincones de Brasil que también valen la pena.
Y yo que me conformo con que alguien, de vez en cuando, me diga "qué bien escribes, jodido", lo que no compromete a nada.
Debo reconocer que en lo que se refiere al cine he encontrado un par de críticos con muchísima mala leche vengadora que creen en la tierra quemada. Pero los prefiero a los empalagosos adjetivos que manejan los demás. Dios mío, ¿será que todos los demás, los que no nos quedamos lelos de admiración, no merecemos vivir?
Juro que escribo esto un día de otoño caliente y con un sol bien intencionado, en el sur profundo que, como digo siempre, es el último fuerte europeo antes de África.
Juro que no soy un resentido, bueno, tal vez un poquito pero nada como para tirar cohetes.
Juro que la próxima vez trataré de encontrar algo agradable que contar. A mí el sol de otoño me pone melancólico y ni el Orfidal puede con esta melancolía.
Juro que cuando sea mayor y comprenda que el mundo está, efectivamente, lleno de genios en el cine, en las letras y en casa de la vecina del 5º B, una de las pocas lectoras que tengo en esta plaza, me enmendaré.
Y entonces alabaré todos los libros, todas las películas, todas las emisiones de televisión. Mi psicoanalista -ya he pasado la etapa de psiquiatras- me aconseja que me confiese y que haga penitencia.
Dios salve a la Reina. Y a quien sea.
Nota bene: El título de este artículo está inspirado en el de de un magnífico libro, "La conjura de los necios", escrito por John Kennedy Toole que obtuvo el Premio Pulitzer de Literatura, mucho más serio que el Nobel. El problema es que se lo dieron cuando se publicó el libro, lo que parece normal. Pero ya para entonces, el autor se había suicidado desesperado de que ningún editor quisiese ni siquiera echar un vistazo al manuscrito. Su madre agarró el maldito manuscrito y lo paseó por todos los editores hasta que encontró a uno que lo leyó y descubrió que aquello era el Quijote norteamericano. Y le dieron el Pulitzer en 1981. Lástima que John no pudiese disfrutarlo.
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Vivimos en un submundo que permite todas las atrocidades. Es una larguísima película de monstruos, de zombis a lo George A. Romero que se suceden en la actualidad y en nuestra intimidad y que mandan, ordenan, disponen en un desorden donde se les permite existir. Hace años en Francia se recompensaba a los personajes menos simpáticos o simplemente odiados pegándoles con una tarta de crema de película de Buster Keaton para recordarles su sublime inutilidad. No sé si esa tradición continúa, pero hoy necesitaríamos millones de tartas para recompensar a tanta inutilidad como nos rodea. Habría inflación de merengue.
Ya no es el político, el banquero o el caradura de turno al que ni siquiera habrían admitido en sus cofradías los bandoleros de la serranía de Ronda. Ahora son golfos con corbata y hasta camisas blancas los que nos apabullan con su mediocridad.
Los nórdicos, que a veces beben más de lo que aguantan, se vuelven majaras y dan un Premio Nobel a un cantante de tres al cuarto, a un guitarrero que probablemente apenas sabe leer y menos escribir. Mientras las librerías se llenan de libros de gente que ha remado como mulos de los antiguos arados, antes de que los queridos amigos norteamericanos nos mandaran tractores, para dejar un mensaje en una cosa que se llama libro.
Pero como ya muy poca gente lee los libreros deberían recibir un Nobel a la Constancia Literaria Que a Ningún Sitio Conduce.
Gracias a Dios tenemos ese Internet que dicen tanto apaña a los servicios secretos que nos vigilan. Gracias os sean dadas, agentes que analizáis todo lo que escribimos. Por lo menos tenemos algunos lectores sin necesidad de pasar por una edición que muy pocos autores pueden permitirse porque las editoriales hechas y derechas te rechazan sistemáticamente. Tienen sus imprentas para señores o señoras que saben venderán algo, no para ti que ni siquiera tomas el café de la desesperación mañanera con ellos.
Es un mundo de zombis, compadres, donde la gente que escribe críticas de cine, de libros o de lo que sea, se ha convertido en un inmenso grito de admiración que rompe el alma de los que de verdad saben leer y escribir y que incluso escriben, pero solo para los agentes de esos servicios secretos tan queridos por nosotros, los que nadie lee.
Hubo un tiempo en que yo mandaba libros a amigos en La Habana que se perdían nadie sabe dónde por muy certificados que estuvieran. Mientras ese tiempo santo de que mis libritos desaparecían fui el más feliz de los autores ignorados, y no hablo por falsa modestia ni leches en polvo de la que los norteamericanos distribuían cuando después de la II Guerra Mundial, miren la fecha, se implantaron en Europa como los benefactores de niños por amamantar. Cuántos bebés italianos, franceses, ingleses, españoles, menos nórdicos probablemente, se criaron con saludables mofletes gracias a aquella leche en polvo que distribuían en unos botes metálicos que eran un primor.
Pero, bueno, vuelvo a mi cuento cubano. Sí, fui inmensamente feliz con mis libros desaparecidos. Hasta que un mal día mis amigos me dijeron que estaban recibiendo mis libritos. En un último esfuerzo por conseguir el equilibrio, que se volvieran a extraviar, insistí en mandar libros con la esperanza de que se perdieran y puse una notita en cada envío: "Si usted, que tiene en las manos este libro, quiere recibir lo que yo escribo mándeme una notica con su dirección y me encantará tenerle entre mis lectores" (Añado que por entonces uno de mis editores, al que yo le compraba mis libros que él imprimía maravillosamente, me dijo que había vendido tres ejemplares de no sé qué título, algo sobre la manipulación de la información, a profesores de una universidad de Estados Unidos. Me apresuré a localizar en un mapa la ciudad adonde habían sido enviados esos ejemplares y durante un tiempo fantaseé con las líneas y nombres para mí desconocidos de aquella geografía de país rico).
Pero para volver una vez más a mi cuento cubano debo decir que poco después de que Barack Obama se paseara con su rostro grácil por La Habana he dejado de mandar libros a Cuba. Es horroroso. Todos llegan y a veces con una puntualidad que ya les gustaría a los del Premio Nobel.
Para mí, lo peor es leer las reseñas de libros que descubro todas las semanas en dos semanarios franceses que recibo regularmente. Es raro que cualquier autor no reciba exclamaciones delirantes: Formidable, Impresionante, Lo nunca visto, Para ponerse de rodillas. Y otro tanto ocurre con la gente que escribe sobre cine.
Me he trasladado a los críticos españoles y salvo raras y maravillosas excepciones, resulta que todos las películas son maravillosas, y yo sin verlas, que todos los libros son como para organizar un via crucis de agradecimiento, que todos los autores son tan excepcionalmente sabios que ir a los cines o entrar en una librería es como peregrinar a Lourdes o a Fátima, aunque me conozco otros rincones de Brasil que también valen la pena.
Y yo que me conformo con que alguien, de vez en cuando, me diga "qué bien escribes, jodido", lo que no compromete a nada.
Debo reconocer que en lo que se refiere al cine he encontrado un par de críticos con muchísima mala leche vengadora que creen en la tierra quemada. Pero los prefiero a los empalagosos adjetivos que manejan los demás. Dios mío, ¿será que todos los demás, los que no nos quedamos lelos de admiración, no merecemos vivir?
Juro que escribo esto un día de otoño caliente y con un sol bien intencionado, en el sur profundo que, como digo siempre, es el último fuerte europeo antes de África.
Juro que no soy un resentido, bueno, tal vez un poquito pero nada como para tirar cohetes.
Juro que la próxima vez trataré de encontrar algo agradable que contar. A mí el sol de otoño me pone melancólico y ni el Orfidal puede con esta melancolía.
Juro que cuando sea mayor y comprenda que el mundo está, efectivamente, lleno de genios en el cine, en las letras y en casa de la vecina del 5º B, una de las pocas lectoras que tengo en esta plaza, me enmendaré.
Y entonces alabaré todos los libros, todas las películas, todas las emisiones de televisión. Mi psicoanalista -ya he pasado la etapa de psiquiatras- me aconseja que me confiese y que haga penitencia.
Dios salve a la Reina. Y a quien sea.
Nota bene: El título de este artículo está inspirado en el de de un magnífico libro, "La conjura de los necios", escrito por John Kennedy Toole que obtuvo el Premio Pulitzer de Literatura, mucho más serio que el Nobel. El problema es que se lo dieron cuando se publicó el libro, lo que parece normal. Pero ya para entonces, el autor se había suicidado desesperado de que ningún editor quisiese ni siquiera echar un vistazo al manuscrito. Su madre agarró el maldito manuscrito y lo paseó por todos los editores hasta que encontró a uno que lo leyó y descubrió que aquello era el Quijote norteamericano. Y le dieron el Pulitzer en 1981. Lástima que John no pudiese disfrutarlo.
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