Colaboración: Era de noche, La Habana
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
La noche ya era tinta china sobre La Habana, una joya del Caribe en la que cuarenta años de descuido urbanístico provocado por el férreo bloqueo norteamericano habían dejado huellas en los rincones más bellos. Con todo y con eso, tener la suerte de vivir en uno de esos caserones de otra época, donde las corrientes de aire bailaban día y noche con los fantasmas de un pasado reciente pero que los desacuerdos políticos habían ahondado como sólo puede hacerlo una guerra civil, era algo que quitaba el sentido.
Sentarse en el porche mientras en la calle se oía el tráfago de coches y gente, mientras luces mortecinas indicaban la existencia de otras casas, de otras vidas, de otras historias, de otros cuentos por contar y nunca contados, era como una leyenda de una noche de verano. Con el tiempo, las mansiones del Vedado, algunas de las cuales estuvieron durante muchos años en manos de los comités de defensa de la Revolución, habían sido ocupadas por inquilinos normales que veían pasar el tiempo, unos muy orgullosos de un país que, según decía Pastor Vega, existía por un capricho del destino. Y otros que no soñaban más que en abandonarlo y en ver los escaparates tan repletos de golosinas de todo tipo como de mentiras de consumidores hambrientos de lo necesario y de lo superfluo pero no siempre con medios para satisfacer sus deseos.
María y Luis apenas hablaron en el trayecto de vuelta. Cada uno estaba sumido en sus cosas, en dos mundos tan distintos como eran los suyos. Él se decía todas las noches dispuesto a seguir en Cuba para saber qué iba a pasar, con la esperanza de encontrar realmente un mundo mejor donde otros no veían más que dictadura mal administrada y peor consentida. Ella a veces soñaba con su padre, el hombre que la abandonó siendo todavía una mocita para volver a su país, en el centro de Europa. María se decía a ratos que le hubiese gustado conocer ese mundo europeo del que tanto hablaban quienes le conocían. Luis siempre se mostraba cauto cuando ella le preguntaba sobre las excelencias del capitalismo porque estaba convencido de que, en fin de cuentas, la felicidad puede hallarse en los lugares más insospechados y no necesariamente teniendo tres televisores, cuatro videos y una aparente libertad. Como cubana, ella ansiaba conocer esas cosas, convencida de que era imposible que el mundo se redujese al perímetro de la isla donde le había tocado nacer. Pero tenía miedo de lo que él le contaba: que de nada servía tanta riqueza cuando no beneficiaba a todo el mundo y cuando los que más tenían eran los menos y cuando los más pasaban a veces necesidades en dominios tan elementales vistos desde Cuba como la salud o la enseñanza.
Cuando bajaron por la Rampa, al fondo y a la izquierda el Hotel Nacional parecía una pura ascua. El sonido agudo de las trompetas y el sincopado del saxo flotaba hasta la puerta, donde agentes de seguridad procuraban que entre los invitados y los clientes del hotel no se deslizara ninguna “jinetera”, esas prostitutas que en los años sesenta habían sido como un adorno más de La Habana –la mayoría jóvenes y bonitas estudiantes llegadas desde el fondo de sus provincias- pero que ahora eran expulsadas de una tan sensual ciudad, en un extraño deseo de “limpieza moral” que amargaba la estancia de muchos turistas. Era como si con los años al régimen le hubiesen entrado achaques de vieja cotorra. Unos años antes, un corresponsal extranjero había sido expulsado por haber titulado una crónica de forma sensacionalista, “Una mujer cubana vale dos mil dólares”, cuando en realidad explicaba sencillamente que las gestiones para que un extranjero pudiese casarse con una cubana y sacarla del país alcanzaban esa suma.
Todos los santos varones y todas las suculentas hembras de la música cubana parecían haberse dado cita alrededor de la piscina del Nacional cuando pudieron entrar finalmente, no sin que antes tuviesen un encontronazo con dos almidonados guardas que miraban con recelo a María y hubiesen llevado más a fondo sus investigaciones si él no hubiese puesto el grito en el cielo.
El Todo Habana del cine estaba desparramado por los alrededores de la piscina que lucía con tanto fulgor como si de un momento a otro se esperase el salto de Esther William y de sus sirenas. Sólo faltaba Xavier Cugat con su chihuahua en el regazo dirigiendo aquella orquesta de violines que hizo célebre en el Hollywood de cuando los cielos azules de las películas tenían el mismo brochazo y los actores eran machos bravíos y las mujeres hembras de armas tomar. Numerosos cineastas extranjeros y otros que nada tenían que ver con el cine andaban dándole costalazos a exquisitas botellas de ron Habana Club que ayudaban a pasar la frontera del gaznate con una impresionante cantidad de “rocas” heladas. Nadie hubiese dicho que Cuba vivía un período casi de guerra y que a pocos kilómetros del Malecón habanero los guardacostas norteamericanos no quitaban los ojos de la tierra cubana. Sin duda hubiesen quedado sorprendidos si hubiesen visto a Fidel Castro departir amablemente con sus invitados. Era la primera vez que Luis le veía desde hacía un año y se le antojó que tenía los ojos tan cansados como los de un Cristo que había encontrado perdido en una carretera de Bretaña, allá por la lejana Francia.
Pero el personaje que más concitaba la atención era Alfredo Guevara, el hombre más importante del cine nacional y amigo íntimo de Fidel Castro de cuando los tiempos difíciles. Refinado como el embajador de Cuba ante la UNESCO que fuera en París, luciendo en la solapa izquierda el distintivo de la prestigiosa Legión de Honor que el gobierno francés le había concedido, sonreía y hablaba con quienes le rodeaban como si estuviese confesándolos.
El día siguiente amaneció tan caluroso como todos los que se sucedían en aquel bendito invierno. Desde la cama, Luis oyó las sirenas. Maria cortó el zumbido metiéndose la cabeza debajo de un almohadón. No ocurría nada. No es que las tropas yanquis estuvieran a punto de desembarcar en La Habana o en cualquier otra parte de Cuba como ya lo habían intentado alguna que otra vez. Era el Día de la Defensa Nacional y los cubanos que no podían hacer otra cosa se sometían a una serie de ejercicios militares para, según las autoridades, estar preparados ante cualquier eventualidad.
La radio estaba transmitiendo. Una voz femenina explicaba cómo los enfermos de SIDA podían trabajar sin ningún problema a condición de reunir algunos requisitos. "No es justo –decía la voz un poco monocorde—que alguien mantenga su angustia en silencio. Para que no exista discriminación en el trabajo, las administraciones no deben de actuar con espíritu economista, ante estos problemas deben aplicar lo que establece la legislación".
Un locutor encadenaba con una monotonía aplicada: "Los trabajadores de la central termoeléctrica del Este de La Habana establecieron un record de esmeración para un año al generar en apenas once meses más de un millón 600.000 megavatios/hora que beneficia a una parte de la población capitalina. Una demostración de su eficiencia en el trabajo es que alcanzaron un 75 por ciento del factor del potencial disponible, una cifra por encima de la media nacional y algo notable si se tiene en cuenta la antigüedad de las máquinas generadoras, informaron dirigentes sindicales de la entidad. El colectivo obrero de esta central termoeléctrica del Este de La Habana prevé la ratificación de vanguardia nacional y el primer lugar del país además de ganar la sede del acto por el día del trabajador eléctrico que se realizará el próximo 14 de enero…"
"Se realizarán este domingo en todos los municipios de la capital las tradicionales ferias agropecuarias".
"… Destaca el comandante en jefe Fidel Castro la labor de los fotógrafos por su contribución a la historia de la Revolución"…
"… Unica productora en Cuba de medicamentos cefaloporánicos cumplió su plan de producción mercantil ascendente a más de siete millones de pesos".
"Con el fin de multiplicar las relaciones entre las patrias de José Martí y Simón Bolívar y hacer realidad las ideas de Fidel y Hugo Chávez, Cuba y Venezuela firmaron hoy un trascendental convenio de colaboración deportiva".
"…Mientras más daño se trata de hacerle a nuestro país por parte del rubio del norte, nuestro pueblo, con su cruel bloqueo, la ley de ajuste cubano, la … de los fondos por servicios telefónicos y otras patrañas como consentir a terroristas y a delincuentes… nuestro pueblo está más firme y contundente, y también más firme y contundente es la respuesta preceptuada de antemano en el juramento de Baraguá".
A él todas aquellas frases, que se sucedían día tras día en las emisoras nacionales, seguían sabiéndole a puro surrealismo, aunque tratase de entender que Cuba no era un país cualquiera y que ese lenguaje respondía a una situación precisa. Iba todavía más allá y a ratos casi lo justificaba en su intento de meterse de lleno en esta Revolución que tan ajena era a su educación. Nadie le había enseñado que con otro milenio en marcha fuese posible hablar de heroicidad de un pueblo, de imperialismo. Hacía una eternidad, había vibrado por la lucha de Vietnam contra los invasores, franceses primero y luego estadounidenses. Pero la guerra se había acabado, el comunismo seguía siendo también vietnamita. En Cuba la idea de que la Revolución cuajase una vida mejor no parecía tener fecha. Era una movilización de todos los días y ni siquiera Fidel Castro había podido resignarse a dejar en su casa el uniforme verde olivo, salvo cuando acudía a una conferencia internacional. Luis quería ayudar a realizar todo lo que se prometía desde hacía cuarenta años pero le costaba creer que con frases como aquellas se pudiese llegar seriamente a algo. Más de una vez hablaba de ello con María. Ella se limitaba a mirarle como a un niño travieso que no sabe muy bien lo que va a hacer y se reía.
(Del libro del autor “Cuba, Revolución y dólares”)
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.
La noche ya era tinta china sobre La Habana, una joya del Caribe en la que cuarenta años de descuido urbanístico provocado por el férreo bloqueo norteamericano habían dejado huellas en los rincones más bellos. Con todo y con eso, tener la suerte de vivir en uno de esos caserones de otra época, donde las corrientes de aire bailaban día y noche con los fantasmas de un pasado reciente pero que los desacuerdos políticos habían ahondado como sólo puede hacerlo una guerra civil, era algo que quitaba el sentido.
Sentarse en el porche mientras en la calle se oía el tráfago de coches y gente, mientras luces mortecinas indicaban la existencia de otras casas, de otras vidas, de otras historias, de otros cuentos por contar y nunca contados, era como una leyenda de una noche de verano. Con el tiempo, las mansiones del Vedado, algunas de las cuales estuvieron durante muchos años en manos de los comités de defensa de la Revolución, habían sido ocupadas por inquilinos normales que veían pasar el tiempo, unos muy orgullosos de un país que, según decía Pastor Vega, existía por un capricho del destino. Y otros que no soñaban más que en abandonarlo y en ver los escaparates tan repletos de golosinas de todo tipo como de mentiras de consumidores hambrientos de lo necesario y de lo superfluo pero no siempre con medios para satisfacer sus deseos.
María y Luis apenas hablaron en el trayecto de vuelta. Cada uno estaba sumido en sus cosas, en dos mundos tan distintos como eran los suyos. Él se decía todas las noches dispuesto a seguir en Cuba para saber qué iba a pasar, con la esperanza de encontrar realmente un mundo mejor donde otros no veían más que dictadura mal administrada y peor consentida. Ella a veces soñaba con su padre, el hombre que la abandonó siendo todavía una mocita para volver a su país, en el centro de Europa. María se decía a ratos que le hubiese gustado conocer ese mundo europeo del que tanto hablaban quienes le conocían. Luis siempre se mostraba cauto cuando ella le preguntaba sobre las excelencias del capitalismo porque estaba convencido de que, en fin de cuentas, la felicidad puede hallarse en los lugares más insospechados y no necesariamente teniendo tres televisores, cuatro videos y una aparente libertad. Como cubana, ella ansiaba conocer esas cosas, convencida de que era imposible que el mundo se redujese al perímetro de la isla donde le había tocado nacer. Pero tenía miedo de lo que él le contaba: que de nada servía tanta riqueza cuando no beneficiaba a todo el mundo y cuando los que más tenían eran los menos y cuando los más pasaban a veces necesidades en dominios tan elementales vistos desde Cuba como la salud o la enseñanza.
Cuando bajaron por la Rampa, al fondo y a la izquierda el Hotel Nacional parecía una pura ascua. El sonido agudo de las trompetas y el sincopado del saxo flotaba hasta la puerta, donde agentes de seguridad procuraban que entre los invitados y los clientes del hotel no se deslizara ninguna “jinetera”, esas prostitutas que en los años sesenta habían sido como un adorno más de La Habana –la mayoría jóvenes y bonitas estudiantes llegadas desde el fondo de sus provincias- pero que ahora eran expulsadas de una tan sensual ciudad, en un extraño deseo de “limpieza moral” que amargaba la estancia de muchos turistas. Era como si con los años al régimen le hubiesen entrado achaques de vieja cotorra. Unos años antes, un corresponsal extranjero había sido expulsado por haber titulado una crónica de forma sensacionalista, “Una mujer cubana vale dos mil dólares”, cuando en realidad explicaba sencillamente que las gestiones para que un extranjero pudiese casarse con una cubana y sacarla del país alcanzaban esa suma.
Todos los santos varones y todas las suculentas hembras de la música cubana parecían haberse dado cita alrededor de la piscina del Nacional cuando pudieron entrar finalmente, no sin que antes tuviesen un encontronazo con dos almidonados guardas que miraban con recelo a María y hubiesen llevado más a fondo sus investigaciones si él no hubiese puesto el grito en el cielo.
El Todo Habana del cine estaba desparramado por los alrededores de la piscina que lucía con tanto fulgor como si de un momento a otro se esperase el salto de Esther William y de sus sirenas. Sólo faltaba Xavier Cugat con su chihuahua en el regazo dirigiendo aquella orquesta de violines que hizo célebre en el Hollywood de cuando los cielos azules de las películas tenían el mismo brochazo y los actores eran machos bravíos y las mujeres hembras de armas tomar. Numerosos cineastas extranjeros y otros que nada tenían que ver con el cine andaban dándole costalazos a exquisitas botellas de ron Habana Club que ayudaban a pasar la frontera del gaznate con una impresionante cantidad de “rocas” heladas. Nadie hubiese dicho que Cuba vivía un período casi de guerra y que a pocos kilómetros del Malecón habanero los guardacostas norteamericanos no quitaban los ojos de la tierra cubana. Sin duda hubiesen quedado sorprendidos si hubiesen visto a Fidel Castro departir amablemente con sus invitados. Era la primera vez que Luis le veía desde hacía un año y se le antojó que tenía los ojos tan cansados como los de un Cristo que había encontrado perdido en una carretera de Bretaña, allá por la lejana Francia.
Pero el personaje que más concitaba la atención era Alfredo Guevara, el hombre más importante del cine nacional y amigo íntimo de Fidel Castro de cuando los tiempos difíciles. Refinado como el embajador de Cuba ante la UNESCO que fuera en París, luciendo en la solapa izquierda el distintivo de la prestigiosa Legión de Honor que el gobierno francés le había concedido, sonreía y hablaba con quienes le rodeaban como si estuviese confesándolos.
El día siguiente amaneció tan caluroso como todos los que se sucedían en aquel bendito invierno. Desde la cama, Luis oyó las sirenas. Maria cortó el zumbido metiéndose la cabeza debajo de un almohadón. No ocurría nada. No es que las tropas yanquis estuvieran a punto de desembarcar en La Habana o en cualquier otra parte de Cuba como ya lo habían intentado alguna que otra vez. Era el Día de la Defensa Nacional y los cubanos que no podían hacer otra cosa se sometían a una serie de ejercicios militares para, según las autoridades, estar preparados ante cualquier eventualidad.
La radio estaba transmitiendo. Una voz femenina explicaba cómo los enfermos de SIDA podían trabajar sin ningún problema a condición de reunir algunos requisitos. "No es justo –decía la voz un poco monocorde—que alguien mantenga su angustia en silencio. Para que no exista discriminación en el trabajo, las administraciones no deben de actuar con espíritu economista, ante estos problemas deben aplicar lo que establece la legislación".
Un locutor encadenaba con una monotonía aplicada: "Los trabajadores de la central termoeléctrica del Este de La Habana establecieron un record de esmeración para un año al generar en apenas once meses más de un millón 600.000 megavatios/hora que beneficia a una parte de la población capitalina. Una demostración de su eficiencia en el trabajo es que alcanzaron un 75 por ciento del factor del potencial disponible, una cifra por encima de la media nacional y algo notable si se tiene en cuenta la antigüedad de las máquinas generadoras, informaron dirigentes sindicales de la entidad. El colectivo obrero de esta central termoeléctrica del Este de La Habana prevé la ratificación de vanguardia nacional y el primer lugar del país además de ganar la sede del acto por el día del trabajador eléctrico que se realizará el próximo 14 de enero…"
"Se realizarán este domingo en todos los municipios de la capital las tradicionales ferias agropecuarias".
"… Destaca el comandante en jefe Fidel Castro la labor de los fotógrafos por su contribución a la historia de la Revolución"…
"… Unica productora en Cuba de medicamentos cefaloporánicos cumplió su plan de producción mercantil ascendente a más de siete millones de pesos".
"Con el fin de multiplicar las relaciones entre las patrias de José Martí y Simón Bolívar y hacer realidad las ideas de Fidel y Hugo Chávez, Cuba y Venezuela firmaron hoy un trascendental convenio de colaboración deportiva".
"…Mientras más daño se trata de hacerle a nuestro país por parte del rubio del norte, nuestro pueblo, con su cruel bloqueo, la ley de ajuste cubano, la … de los fondos por servicios telefónicos y otras patrañas como consentir a terroristas y a delincuentes… nuestro pueblo está más firme y contundente, y también más firme y contundente es la respuesta preceptuada de antemano en el juramento de Baraguá".
A él todas aquellas frases, que se sucedían día tras día en las emisoras nacionales, seguían sabiéndole a puro surrealismo, aunque tratase de entender que Cuba no era un país cualquiera y que ese lenguaje respondía a una situación precisa. Iba todavía más allá y a ratos casi lo justificaba en su intento de meterse de lleno en esta Revolución que tan ajena era a su educación. Nadie le había enseñado que con otro milenio en marcha fuese posible hablar de heroicidad de un pueblo, de imperialismo. Hacía una eternidad, había vibrado por la lucha de Vietnam contra los invasores, franceses primero y luego estadounidenses. Pero la guerra se había acabado, el comunismo seguía siendo también vietnamita. En Cuba la idea de que la Revolución cuajase una vida mejor no parecía tener fecha. Era una movilización de todos los días y ni siquiera Fidel Castro había podido resignarse a dejar en su casa el uniforme verde olivo, salvo cuando acudía a una conferencia internacional. Luis quería ayudar a realizar todo lo que se prometía desde hacía cuarenta años pero le costaba creer que con frases como aquellas se pudiese llegar seriamente a algo. Más de una vez hablaba de ello con María. Ella se limitaba a mirarle como a un niño travieso que no sabe muy bien lo que va a hacer y se reía.
(Del libro del autor “Cuba, Revolución y dólares”)
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.