Colaboración: Septiembre en La Habana

por © NOTICINE.com
El Yara, en Rampa
Por Sergio Berrocal     

Siempre, creo que siempre, La Habana ha rimado para mí con el mes de diciembre, cuando los cines encienden todas sus luces, incluso lo hacían en tiempos de los peores apagones, y las películas desfilan por las pantallas con la alegría de un festival de cine más. La vida se podría contar así. Pero hace tiempo, ¿y cómo se cuenta el tiempo de las ausencias, en la nostalgia más absoluta y deliciosa que te llena la boca a sabor de la sal que llega desde El Malecón?

En mi terraza del otro lado del mundo, a ocho mil kilómetros más o menos, veo a los bañistas de agosto, los árboles de julio cuajados de verde, los jazmines que te llenan de olor y esperanza de una mañana mejor, de una tarde no tan desagradable como aquella del chocolate sin leche y, como diría Armando Manzanero, y no estabas tú. Porque siempre te vas cuando te necesito. Con tus tacones de cuatro metros de cielo y tu vestido de seda azul estarás paseando por allí, adonde yo ya no llego.

La Habana no es ya, a estas alturas de mi propia película, a esta altura de una vida que tantos diciembres vivió allá lejos de la Europa del desengaño, un recuerdo maravilloso que con el puñetero tiempo se va acabando, difuminando, distorsionándose en el recuerdo, como los viejos amores que nunca resisten.

Porque los recuerdos, eso que algunos llaman despectivamente nostalgia, aunque sea lo único que nos une al presente, y aunque sean con cine en technicolor, aunque canten en inglés con acento de Broadway, la lengua que quizá mejor ha amado al París de los puentes infinitos, el de los pintores desquiciados por la falta de éxito, como un Van Gogh más, el París de todo lo que fue y nunca más será, de lo que pudo ser pero no hubo tiempo porque el tren de John Frankenheimer o aquel otro que nunca más paró en la estación donde le esperaba Vittorio de Sica, todos esos trenes que desfilaban en la sábana blanca de la pantalla se quedaron en la estación de todas las ilusiones donde no había quien los pilotara hacia el cielo.

Porque ni siquiera en París, ni siquiera en septiembre, cuando se acaban las atrocidades el verano y comienza la dulzura de un otoño en la Place de la Concorde, al lado del Hotel Crillon, que aunque ha vuelto a abrir sus puertas renovado nunca pisarás, forastero, más que para tomar un café y todavía de pie y con prisas. Porque ni siquiera en París existe ese cielo que veías y hasta tocabas cuando tenías veinte años y el amor te parecía tan normal como un café au lait con un cruasán de mantequilla.

La Habana siempre ha sido para mí un París chiquitito y entrañable donde el Sena era reemplazado por ese mal que lo rodea todo y que ha ayudado a escribir la historia de Cuba. Un París de gente más afable que los parisienses, eternamente cabreados con el mundo, que te abordaba en la calle y no siempre para pedirte un favor. Y aunque te lo pidieran, qué pasa, porque en el otro París en el suntuoso que tiene una torre donde el Presidente Donald Trump comió como un rey de los que gobernaron Francia tanto tiempo, se habla otra lengua y la gente se ha olvidado de vivir, de sonreír, aunque se abracen a veces a la entrada de un Café Flore donde Hemingway escribía con su cachito de lápiz.

Un París con 40 grados a la sombra y sin las angustias del Metro puñetero que se te ha escapado, pero alguien con un Lada, hablo de mis tiempos, te llevará hasta el otro lado de la ciudad donde cualquiera te espera siempre. En París ya nadie te espera, nadie te va a sonreír y menos darte un beso lleno del bochorno de la tarde.

Cuando salías del Yara, todavía con los oídos llenos del entusiasmo o de la decepción del público, que reacciona, que vive, que se toma en serio todo lo que sucede en la pantalla, o que se lo tomaba porque el tiempo pasa y la vida te reserva algunas sorpresas… Cuando bajabas la Rampa metido en una nube de algodón húmedo. Chorreaba la sensación de estar en tierra conocida, en un lugar donde cualquiera o casi te iba a sonreír sin ningún interés. Discutías con cualquiera de la película y, colmo de los colmos, te metías en el Copelia para tomar un helado con cola incluida.

"Quiero que vívas más tiempo. ¿No lo puedes entender?". La frase color Corín Tellado había hecho enmudecer a la sala donde el aire acondicionado se peleaba con el bochorno callejero que se colaba por algún agujero de la pantalla.

Y al día siguiente tocaba el Chaplin, adonde siempre he acudido con recelo porque Charlot no ha sido nunca el hombre de mi vida, más bien de mis pesadillas. Tío raro que no amas a Chaplin y todavía menos sus gracias. Maldito seas.

Y a veces bajábamos a pie y con pachorra porque no había prisa, la felicidad no tiene prisa, la única prisa la tiene la desgracia, por aquel Broadway habanero, donde mi primera vez, todavía estaba pesimamente visto, uno de esos muchachos que luego fueron glorificados en el maravilloso film "Fresa y chocolate", con adorable carita sin afeitar de dos días, me invitaba a un té. Fallé cuando no le pregunté si era con limón y con pastas, como las que servían aquellas adorables viejecitas que con encajes antiguos te envenenaban con la más deliciosa de las sonrisas.

Pero fallas tanto que un té, con o sin pastas, ya no tienen ninguna importancia.

Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.