Crítica: "Epitafio", algo más grande que un volcán
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Por Hugo Lara
Con "Epitafio" (2015), Yulene Olaizola y Rubén Imaz emprendieron un pequeño proyecto que a la postre resultó excepcional. Estos dos jóvenes cineastas, cuyas filmografías se entrecruzan en más de un sentido, encarnan a una nueva generación de cineastas mexicanos que están en el camino de consolidarse como autores (si no es que ya lo consiguieron), con films llamativos y valiosos. Olaizola desde su documental "Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo" (2008), a la que siguieron "Paraísos artificiales" (2011) y "Fogo" (2012), en tanto Imaz ha dirigido antes "Familia tortuga" (2006) y "Cefalópodo" (2010).
En "Epitafio", los directores-guionistas recogen una de las fabulosas hazañas que narra Bernal Díaz del Castillo en su imprescindible "Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España". Se trata del ascenso al volcán Popocatépetl que emprendió el capitán Diego de Ordaz junto a dos soldados españoles, con el objeto de satisfacer su curiosidad y obtener, de paso, azufre para fabricar pólvora, antes de que el ejército de Hernán Cortés entrara a México-Tenochtitla, la gran ciudad del imperio mexica.
Lo que describe Díaz del Castillo en su crónica es el testimonio que ofreció el capitán nacido en 1480 y quien junto a sus dos soldados se abrió paso entre fuego y piedras incandescentes hasta la boca del volcán, que se hallaba en erupción moderada con fumarolas en el año de 1519 (casi como hoy en día). Que esto haya sido cierto resulta dudoso pero no importa, pues como bien se sabe, a fin de cuentas la historia la escriben los vencedores para su engrandecimiento. Hay que anotar que estos guerreros, aun de pensamiento medieval, estaban llenos de supersticiones, asombrados por un entorno casi mágico que los encandiló y les revolucionó la imaginación.
De cualquier manera, Olaizola e Imaz se sirven de esta anécdota para crear una fábula más próxima al existencialismo que a la aventura o, si se prefiere, para alumbrar una aventura existencialista, con una atmósfera alucinante y hermosa, onírica, bien capturada por el fotógrafo Emiliano Fernández.
Los directores se sirven apenas de tres personajes (además de un grupo de indígenas al inicio del relato): Ordaz (Xabier Coronado), el oficial Gonzalo (Martín Román) y el soldado Pedro (Carlos Triviño). Los tres hombres, con sus armaduras, suben en medio del paisaje desolado —casi extraterrestre— entre la nieve y la bruma. En ciertos descansos, diezmados por el frío y el esfuerzo, los guerreros disertan sobre cuestiones de la fe y la conquista, sobre la vida y sus creencias, sobre lo que, para ellos, es más grande que un volcán. Ordaz los alienta a seguir con el recuerdo de las grandes gestas en nombre de dios y de la corona española, bajo el argumento de demostrarle a los tlaxcaltecas que son de verdad "teules", dioses que han llegado a esas tierras. Pero tras ello se desliza la búsqueda de la trascendencia, casi a nivel de obsesión, en el tono épico que podría acercar esta película en espíritu a propuestas como "Aguirre, la ira de Dios" (1972) o "Fitzcarraldo" (1982), ambas de Werner Herzog. Esta conexión podría observarse en la irracionalidad de la misión, en la locura hacia la que avanzan los personajes y su nimiedad frente a la naturaleza.
Por otra parte, hay en esta puesta en escena una limitación de recursos que los realizadores desquitan a fondo porque dotan a la trama de la grandeza del cine, pues saben dar cabida con plenitud a los imponentes paisajes (en realidad la filmación se desarrolló en las inmediaciones del Pico de Orizaba o Citlaltépetl, un volcán inactivo). Con todo esto, pero con diferente lenguaje, se antoja la posibilidad de una adaptación al teatro, dada la calidad de su propuesta y las variadas posibilidades de su lectura.
Otro acierto de "Epitafio" es atreverse a asomarse a la rica historia de México en su periodo postcolombino inmediato, una veta temática que ha sido poco explorada por el cine mexicano. Hay acaso dos o tres películas valiosas que lo han hecho: "Cabeza de Vaca" (Nicolás Echevarría, 1991) y "Erendira Ikikunari" (Juan Mora Cattlet, 2006). Con cierta distancia, también podría emparentarse con la estupenda producción colombiana "El abrazo de la serpiente" (Ciro Guerra, 2015), que permite reflexionar sobre el traumático encuentro de los dos mundos que se arrastra hasta nuestros días.
"Epitafio" es una película que hay que saber apreciar, que debe beberse con pequeños sorbos. Bajo su fuerte armadura y su modesta producción, detrás de su ritmo pausado y sin prisa, hay que darle oportunidad, porque se disfruta y crece en la cabeza del mismo modo: poco a poco.
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Con "Epitafio" (2015), Yulene Olaizola y Rubén Imaz emprendieron un pequeño proyecto que a la postre resultó excepcional. Estos dos jóvenes cineastas, cuyas filmografías se entrecruzan en más de un sentido, encarnan a una nueva generación de cineastas mexicanos que están en el camino de consolidarse como autores (si no es que ya lo consiguieron), con films llamativos y valiosos. Olaizola desde su documental "Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo" (2008), a la que siguieron "Paraísos artificiales" (2011) y "Fogo" (2012), en tanto Imaz ha dirigido antes "Familia tortuga" (2006) y "Cefalópodo" (2010).
En "Epitafio", los directores-guionistas recogen una de las fabulosas hazañas que narra Bernal Díaz del Castillo en su imprescindible "Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España". Se trata del ascenso al volcán Popocatépetl que emprendió el capitán Diego de Ordaz junto a dos soldados españoles, con el objeto de satisfacer su curiosidad y obtener, de paso, azufre para fabricar pólvora, antes de que el ejército de Hernán Cortés entrara a México-Tenochtitla, la gran ciudad del imperio mexica.
Lo que describe Díaz del Castillo en su crónica es el testimonio que ofreció el capitán nacido en 1480 y quien junto a sus dos soldados se abrió paso entre fuego y piedras incandescentes hasta la boca del volcán, que se hallaba en erupción moderada con fumarolas en el año de 1519 (casi como hoy en día). Que esto haya sido cierto resulta dudoso pero no importa, pues como bien se sabe, a fin de cuentas la historia la escriben los vencedores para su engrandecimiento. Hay que anotar que estos guerreros, aun de pensamiento medieval, estaban llenos de supersticiones, asombrados por un entorno casi mágico que los encandiló y les revolucionó la imaginación.
De cualquier manera, Olaizola e Imaz se sirven de esta anécdota para crear una fábula más próxima al existencialismo que a la aventura o, si se prefiere, para alumbrar una aventura existencialista, con una atmósfera alucinante y hermosa, onírica, bien capturada por el fotógrafo Emiliano Fernández.
Los directores se sirven apenas de tres personajes (además de un grupo de indígenas al inicio del relato): Ordaz (Xabier Coronado), el oficial Gonzalo (Martín Román) y el soldado Pedro (Carlos Triviño). Los tres hombres, con sus armaduras, suben en medio del paisaje desolado —casi extraterrestre— entre la nieve y la bruma. En ciertos descansos, diezmados por el frío y el esfuerzo, los guerreros disertan sobre cuestiones de la fe y la conquista, sobre la vida y sus creencias, sobre lo que, para ellos, es más grande que un volcán. Ordaz los alienta a seguir con el recuerdo de las grandes gestas en nombre de dios y de la corona española, bajo el argumento de demostrarle a los tlaxcaltecas que son de verdad "teules", dioses que han llegado a esas tierras. Pero tras ello se desliza la búsqueda de la trascendencia, casi a nivel de obsesión, en el tono épico que podría acercar esta película en espíritu a propuestas como "Aguirre, la ira de Dios" (1972) o "Fitzcarraldo" (1982), ambas de Werner Herzog. Esta conexión podría observarse en la irracionalidad de la misión, en la locura hacia la que avanzan los personajes y su nimiedad frente a la naturaleza.
Por otra parte, hay en esta puesta en escena una limitación de recursos que los realizadores desquitan a fondo porque dotan a la trama de la grandeza del cine, pues saben dar cabida con plenitud a los imponentes paisajes (en realidad la filmación se desarrolló en las inmediaciones del Pico de Orizaba o Citlaltépetl, un volcán inactivo). Con todo esto, pero con diferente lenguaje, se antoja la posibilidad de una adaptación al teatro, dada la calidad de su propuesta y las variadas posibilidades de su lectura.
Otro acierto de "Epitafio" es atreverse a asomarse a la rica historia de México en su periodo postcolombino inmediato, una veta temática que ha sido poco explorada por el cine mexicano. Hay acaso dos o tres películas valiosas que lo han hecho: "Cabeza de Vaca" (Nicolás Echevarría, 1991) y "Erendira Ikikunari" (Juan Mora Cattlet, 2006). Con cierta distancia, también podría emparentarse con la estupenda producción colombiana "El abrazo de la serpiente" (Ciro Guerra, 2015), que permite reflexionar sobre el traumático encuentro de los dos mundos que se arrastra hasta nuestros días.
"Epitafio" es una película que hay que saber apreciar, que debe beberse con pequeños sorbos. Bajo su fuerte armadura y su modesta producción, detrás de su ritmo pausado y sin prisa, hay que darle oportunidad, porque se disfruta y crece en la cabeza del mismo modo: poco a poco.
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