Colaboración: El Cristo baleado y la Inquisidora
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Por Sergio Berrocal
He visto muchos Cristos de todas las formas y colores, algunos incluso paseando por la calle, pero a ninguno le habían pegado un tiro. He sabido de mucha gente mala, la he vivido, padecido, a veces combatido, pero nunca de brujas sin escobas pero llenas de odio. Noche bonita perdida en sierras y cuestas interminable en medio de España, la que deja atrás a la del sur, aquella a la que un atrevido periodista, sin más conocimiento que unas copas entusiastas, llamó la California de Europa. Cuántas imbecilidades se escriben cuando el entusiasmo huele a feria para las que los andaluces son únicos y por las que darían la vida, mucho ruido y pocas nueces, que hubiese dicho el William Shakespeare aquel.
La España que empieza a la altura de Madrid, la que se pasea por esos cansinos y desiertos campos en los que Don Quijote vagó en nuestra imaginación, que es lo que cuenta, porque la realidad no es más que la que nosotros construimos, cuando ya no hay caballeros andantes sino vividores en automóviles pretenciosos de medio lujo o que quieren parecerlo. Por no decir sinvergüenzas para una causa sin fin más que la del euro.
Confieso que cuando atravesé esa frontera que habían formado mis neuronas, con la que divido el sur del norte, creí que en cualquier camino, a la salida de cualquier bar me tropezaría con esa pareja maravillosa que inventó ese señor llamado Cervantes y que tan mal se conoce en muchos sitios y al que tan poca justicia se le ha hecho por mucho que se crea lo contrario. Si Cervantes hubiese sido inglés o francés, se oiría hablar de él hasta en la sopa. Pero ya no hay Quijote para enseñarte la locura del bien vivir ni Sancho Panza capaz de meter cordura en la cabeza de su señor, que somos todos nosotros, los que nunca distinguimos entre el bien y el mar.
Don Quijote y Sancho Panza son más poderosos que el cinematográfico Billy el Niño, o que cualquiera de esos mitos creados por la angustia del mal vivir norteamericano, incluidos en las más viejas películas en blanco y negro como en las más modernas como el Steve McQueen en busca de la aventura y de la verdad en la aventura con cuello alto y Jacqueline Bisset, la primera dama de las Américas a la que luego reemplazo Jackie Kennedy con su presidente John F. Kennedy.
Seguramente los hubo en otras épocas, incluso antes de que Cervantes los inventara para gozo de los lectores.
En un pueblecito de cuestas infinitas, de gente que sabe estar, que no enloquece de mala educación, que sabe acompañar unos buenos días con una sonrisa por breve que sea. Se llama Chillón.
Chillón vive a la sombra de su hermano mayor, Almadén, tierra de minas casi únicas en el mundo, las que producían el serpenteante mercurio. Pero ya no hay minas vivas. Las han enterrado quizá en vida. Quedan mineros que fueron el alma de un oficio duro pero que huele a película. Porque el mercurio fue toda una aventura que ya nadie parece querer o saber contar.
En Chillón sorprende la monumentalidad de una iglesia orgullosa, inmensa, que parece querer recordar a Sancho que con la Iglesia se topa en todas las esquinas. Porque España no es tierra de cristos sino de vírgenes, lo cual confiere cierta dulzura.
Quizá por ello no esperaba que en la enorme iglesia de Chillón, que más pareciera catedral olvidada en lo alto de una cuesta, fuese tan monumental. El gótico, el renacentista y el estilo mudéjar se han unido en esta construcción delirante.
Ante la dulzura que parece derramar la patrona del lugar, una virgen pequeña que la gente de este pueblo tiene en lo alto de un castillo que fue árabe, la Virgen del Castillo, no esperaba tropezarme con un Cristo maltrecho. Está cuando se entra en la iglesia a la derecha, como si no quisiera que le viesen. Durante la Guerra Civil española (1936-1939) un desesperado de la vida entró y soltó un tiro que fue a dar en un costado del crucificado.
Cae la noche y ancas de rana enormes, antaño comida de brujas, que quizá vengan de una charca situada en la frontera de China con Manchuria, despiden al día en unas mesas del paseo grande y vacío.
Desde su pared, el Cristo baleado podría ver una de las casitas bajas que rodean el paseo y donde vivió un extraño personaje, una mujer, Isabel Sánchez, llamada la Inquisidora, que durante mucho tiempo se dedicó a denunciar a la Inquisición, que poco tenía de santa, a los judíos conversos o que a ella no le caían bien. Eran otros tiempos extraños, los que vivió España hacia 1500 cuando triunfaron los Reyes Católicos y árabes y judíos pagaron el pato de la derrota.
A la que fuera la casa de Isabel siguen llamándola La Casa de la Inquisición, aunque allí los sádicos mandados por la Santa Iglesia no probaron allí sus malas artes. Ahora la ocupa una pareja sin historia. La única prueba del paso de la Inquisidora por esta tranquila casita es un escudo que salta a la vista nada más abrirse la puerta: "No es lícito gloriarse sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo". Eso es lo que dicen que dice la inscripción porque su morador actual, Pablo, asegura que mandaron una reproducción del escudo a los curas y que fueron incapaz de descifrar lo escrito.
El hombre, sonriente y apacible, se jacta de que allí se duerme de maravilla, sin fantasmas ni almas de otro mundo.
Tal vez porque un poco más allá el Cristo tiroteado vigila.
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He visto muchos Cristos de todas las formas y colores, algunos incluso paseando por la calle, pero a ninguno le habían pegado un tiro. He sabido de mucha gente mala, la he vivido, padecido, a veces combatido, pero nunca de brujas sin escobas pero llenas de odio. Noche bonita perdida en sierras y cuestas interminable en medio de España, la que deja atrás a la del sur, aquella a la que un atrevido periodista, sin más conocimiento que unas copas entusiastas, llamó la California de Europa. Cuántas imbecilidades se escriben cuando el entusiasmo huele a feria para las que los andaluces son únicos y por las que darían la vida, mucho ruido y pocas nueces, que hubiese dicho el William Shakespeare aquel.
La España que empieza a la altura de Madrid, la que se pasea por esos cansinos y desiertos campos en los que Don Quijote vagó en nuestra imaginación, que es lo que cuenta, porque la realidad no es más que la que nosotros construimos, cuando ya no hay caballeros andantes sino vividores en automóviles pretenciosos de medio lujo o que quieren parecerlo. Por no decir sinvergüenzas para una causa sin fin más que la del euro.
Confieso que cuando atravesé esa frontera que habían formado mis neuronas, con la que divido el sur del norte, creí que en cualquier camino, a la salida de cualquier bar me tropezaría con esa pareja maravillosa que inventó ese señor llamado Cervantes y que tan mal se conoce en muchos sitios y al que tan poca justicia se le ha hecho por mucho que se crea lo contrario. Si Cervantes hubiese sido inglés o francés, se oiría hablar de él hasta en la sopa. Pero ya no hay Quijote para enseñarte la locura del bien vivir ni Sancho Panza capaz de meter cordura en la cabeza de su señor, que somos todos nosotros, los que nunca distinguimos entre el bien y el mar.
Don Quijote y Sancho Panza son más poderosos que el cinematográfico Billy el Niño, o que cualquiera de esos mitos creados por la angustia del mal vivir norteamericano, incluidos en las más viejas películas en blanco y negro como en las más modernas como el Steve McQueen en busca de la aventura y de la verdad en la aventura con cuello alto y Jacqueline Bisset, la primera dama de las Américas a la que luego reemplazo Jackie Kennedy con su presidente John F. Kennedy.
Seguramente los hubo en otras épocas, incluso antes de que Cervantes los inventara para gozo de los lectores.
En un pueblecito de cuestas infinitas, de gente que sabe estar, que no enloquece de mala educación, que sabe acompañar unos buenos días con una sonrisa por breve que sea. Se llama Chillón.
Chillón vive a la sombra de su hermano mayor, Almadén, tierra de minas casi únicas en el mundo, las que producían el serpenteante mercurio. Pero ya no hay minas vivas. Las han enterrado quizá en vida. Quedan mineros que fueron el alma de un oficio duro pero que huele a película. Porque el mercurio fue toda una aventura que ya nadie parece querer o saber contar.
En Chillón sorprende la monumentalidad de una iglesia orgullosa, inmensa, que parece querer recordar a Sancho que con la Iglesia se topa en todas las esquinas. Porque España no es tierra de cristos sino de vírgenes, lo cual confiere cierta dulzura.
Quizá por ello no esperaba que en la enorme iglesia de Chillón, que más pareciera catedral olvidada en lo alto de una cuesta, fuese tan monumental. El gótico, el renacentista y el estilo mudéjar se han unido en esta construcción delirante.
Ante la dulzura que parece derramar la patrona del lugar, una virgen pequeña que la gente de este pueblo tiene en lo alto de un castillo que fue árabe, la Virgen del Castillo, no esperaba tropezarme con un Cristo maltrecho. Está cuando se entra en la iglesia a la derecha, como si no quisiera que le viesen. Durante la Guerra Civil española (1936-1939) un desesperado de la vida entró y soltó un tiro que fue a dar en un costado del crucificado.
Cae la noche y ancas de rana enormes, antaño comida de brujas, que quizá vengan de una charca situada en la frontera de China con Manchuria, despiden al día en unas mesas del paseo grande y vacío.
Desde su pared, el Cristo baleado podría ver una de las casitas bajas que rodean el paseo y donde vivió un extraño personaje, una mujer, Isabel Sánchez, llamada la Inquisidora, que durante mucho tiempo se dedicó a denunciar a la Inquisición, que poco tenía de santa, a los judíos conversos o que a ella no le caían bien. Eran otros tiempos extraños, los que vivió España hacia 1500 cuando triunfaron los Reyes Católicos y árabes y judíos pagaron el pato de la derrota.
A la que fuera la casa de Isabel siguen llamándola La Casa de la Inquisición, aunque allí los sádicos mandados por la Santa Iglesia no probaron allí sus malas artes. Ahora la ocupa una pareja sin historia. La única prueba del paso de la Inquisidora por esta tranquila casita es un escudo que salta a la vista nada más abrirse la puerta: "No es lícito gloriarse sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo". Eso es lo que dicen que dice la inscripción porque su morador actual, Pablo, asegura que mandaron una reproducción del escudo a los curas y que fueron incapaz de descifrar lo escrito.
El hombre, sonriente y apacible, se jacta de que allí se duerme de maravilla, sin fantasmas ni almas de otro mundo.
Tal vez porque un poco más allá el Cristo tiroteado vigila.
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