Colaboración: El tiro de Getúlio Vargas
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Por Sergio Berrocal
“Luis apartó con el dorso de la mano los billetes de avión y echó una ojeada a las últimas notas de servicio de la redacción central de Bruselas y a las últimas ediciones de los diarios brasileños. Encima del montón de papeles, unas líneas de su secretaria le guiñaban una sonrisa : « Boa noite. Até amanha ». El ordenador seguía encendido. Luis giró su sillón y empezó a teclear. Sabía que era lo último que escribiría. El jueves debía regresar a Bruselas y su aventura de cuarenta años de periodismo activo acabaría. Pero antes, el miércoles, tenía previsto asistir a una de las primeras representaciones de la Opera de Manaus, inventada por los viejos barones del caucho, que en el siglo XIX, ya ni se acordaba exactamente, construyeron para su recreo, cachondeo y pruritos sexuales un teatro suntuoso que podía compararse con la Opera de París. Solo que ese teatro estaba enclavado en plena selva amazónica. Su secretaria le había hecho una reserva en el último vuelo del día para Manaus.
En Brasilia, el cielo estaba negro y el aparato de aire acondicionado se peleaba perezosamente contra el calor cuando acabó la última línea. Pulsó la tecla que enviaba a la Redacción central de Bruselas y se levantó. El ascensor le llevó al piso catorce, desde cuya terraza se tenía una de las más bellas vistas de Brasilia. Vio el lago Paranoa, la avenida que todos los días le conducía a Planalto, el palacio presidencial.
Una secretaria de un edificio vecino tuvo que ser atendida por un médico cuando el cuerpo se estrelló entre flores amarillas y verdes, a orillas de una palmera imperial y a dos pasos de ella.
El Redactor jefe de « Bruxelles Soir » no podía dar crédito a la corta información que acababa de aparecer en su ordenador procedente de Brasilia. La firmaba su corresponsal en Brasil, Luis Guevara, y decía así : « El periodista Luis Guevara, corresponsal en Brasil de « Bruxelles Soir », se arrojó esta noche desde el décimo cuarto piso del edificio donde tenía su oficina en Brasilia”.
En declaraciones hechas a sí mismo antes de suicidarse, Luis Guevara afirmó que su vida había dejado de tener sentido ».
Rápidas verificaciones con la policía de Brasilia confirmaron el suicidio. El Redactor jefe, que había odiado toda su vida a Luis, llamó a su más fiel chupatintas : « Escríbeme un artículo subrayando que es una gran pérdida para el periodismo mundial, bueno, no exageremos tampoco, para el periodismo europeo, ochocientas o mil palabras con fotos y una llamada en primera plana… Ah, y olvídate de su nota absurda.
Subraya que desde la larguísima crisis monetaria que atravesó Brasil estaba sumamente estresado y que es probablemente el cansancio lo que le llevó a ese desenlace ».
Estos párrafos son el final de uno de mis libros, “Último vuelo para Manaus”, mi eterna novela, escrita y reescrita con los mismos personajes, otras situaciones, pero siempre mis obsesiones en el centro. Obsesiones, la vida, la muerte, la manera de acabar, la forma de empezar, por qué hay que someterse, por qué debemos resignarnos. Qué diferencia hay entre el nacer y el morir, entre el perder y el ganar. Cuando se es un peliculero se llega a esos extremos.
Brasilia fue un momento decisivo, quizá el que podía haberlo cambiado todo. Brasilia es la ciudad que te ofrece todas las posibilidades porque no tiene ninguna que ofrecer, porque es una planicie en una antigua sabana donde dicen que solo había serpientes medio atontadas por el calor y arbustos más raquíticos que los nordestinos que llegaron en masa para hacer realidad los planos de Oscar Niemeyer y Lúcio Costa. El marco ideal para reflexionar, pensar y, sobre todo, para que tu voz resuene en el desierto de un país que construyó esta ciudad mítica, sin parangón en el mundo, como una forma de castigar a los políticos que en Río de Janeiro llevaban la vida tropical de Carmen Miranda, siempre de farra, de bar en bar, de prostíbulo en prostíbulo. Esto es lo que decían algunos, claro, los más perversos.
Brasilia se les ofreció como la opción redentora si realmente querían seguir siendo políticos, seguir gobernando. En Brasilia no hay nada a priori que tiente los sentidos de quienes no tienen que hacer más que gobernar algo que ya está gobernado, transitar por pasillos de moquetas profundas y cuatro restaurantes de altos vuelos, al menos eso es lo que había cuando yo llegué para vivir tres años de mi propio exilio, por gusto de santificarse. Porque Brasilia invita a la meditación, porque allí están todas las religiones. Puedes adorar sobre todo a Jesús que se paseaba en todos los taxis y aparecía en momentos de desesperación cuando la gente pobre –los ricos no lloran—se desesperaba y le pedía que volviese a la tierra. Nadie parece tener confianza en Dios, el padre que le dejo crucificar.
Alguna vez estuve en la inmensa estación de autobuses donde grandes cartelones con un tosco retrato de Jesús se pedía justicia.
Por supuesto que los políticos no estaban allí. Me pregunto si saben que existe ese tráfico de autobuses para todo el país. Ellos tenían un lindo aeropuerto, moderno, funcional, casi de juguete, en el que todos los viernes por la noche, cuando acababan las “labores” en los distintos entes gubernamentales o en el Parlamento, el que más y el que menos salían de estampida para Sao Paulo. Y no les digo si estaban malitos. Había un dicho que todos repetíamos con el temor de la superstición: “El mejor hospital de Brasilia está en Sao Paulo”, la ciudad tentacular, de veinte, treinta millones de personas, donde la violencia es indefinible, donde muchos grandes hombres de negocios circulan en helicóptero para tratar de evitar el secuestro, el tiro.
Pensabas encontrar la fe en Brasilia y no pudiste. Ni siquiera Evita Perón, transformada en una especie de diosa en una capilla de culto esotérico, pudo ayudarte.
Pensaste en hacer quizá lo que cuentas en esa novela de “Último vuelo para Manaus”. Pero no tuviste valor.
Un día, en Brasil, te metiste sin pensarlo en la casa museo de Getulio Dornelles Vargas, un tipo que fue cuatro veces presidente de la República y que se suicidó en el cuarto que tenía en su residencia de Catete el 24 de agosto de 1954. Los demás políticos, la eterna oposición, querían que dimitiera, lo acosaban para que dimitiera. Y dimitió a su manera.
Su habitación parecía oler todavía a la pólvora del disparo, porque nadie se suicida con más que una bala, a menos que sea un descuidado y tenga que repetir suerte. Ni siquiera en la ruleta rusa.
Pasé un buen rato, más de lo que hubiese querido, contemplando la cama, las cosas que querían dar vida a la habitación del hombre que tuvo el valor de decir no, hasta aquí hemos llegado.
La tarde tropical había caído ya sobre el Catete y fue un guardián del museo el que me obligó a marcharme.
Durante todo el rato, entre velos de tul, me pareció verle tendido en la estrecha cama, amortajado.
Vagué muy tarde por el barrio, sin siquiera buscar un bar para guarecerme de la impresión. Al día siguiente me dijeron que había sido una imprudencia, que era uno de los barrios más peligrosos de Río de Janeiro. Seguro que exageraban. Pero, en todo caso, sabía que no hubiera podido pasarme nada. Acababa de estar con Getúlio Vargas.
Pero cuando regresé a Brasilia nunca subí a la azotea de la torre donde estaba mi oficina. Creo que eran catorce pisos. O tal vez menos.
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“Luis apartó con el dorso de la mano los billetes de avión y echó una ojeada a las últimas notas de servicio de la redacción central de Bruselas y a las últimas ediciones de los diarios brasileños. Encima del montón de papeles, unas líneas de su secretaria le guiñaban una sonrisa : « Boa noite. Até amanha ». El ordenador seguía encendido. Luis giró su sillón y empezó a teclear. Sabía que era lo último que escribiría. El jueves debía regresar a Bruselas y su aventura de cuarenta años de periodismo activo acabaría. Pero antes, el miércoles, tenía previsto asistir a una de las primeras representaciones de la Opera de Manaus, inventada por los viejos barones del caucho, que en el siglo XIX, ya ni se acordaba exactamente, construyeron para su recreo, cachondeo y pruritos sexuales un teatro suntuoso que podía compararse con la Opera de París. Solo que ese teatro estaba enclavado en plena selva amazónica. Su secretaria le había hecho una reserva en el último vuelo del día para Manaus.
En Brasilia, el cielo estaba negro y el aparato de aire acondicionado se peleaba perezosamente contra el calor cuando acabó la última línea. Pulsó la tecla que enviaba a la Redacción central de Bruselas y se levantó. El ascensor le llevó al piso catorce, desde cuya terraza se tenía una de las más bellas vistas de Brasilia. Vio el lago Paranoa, la avenida que todos los días le conducía a Planalto, el palacio presidencial.
Una secretaria de un edificio vecino tuvo que ser atendida por un médico cuando el cuerpo se estrelló entre flores amarillas y verdes, a orillas de una palmera imperial y a dos pasos de ella.
El Redactor jefe de « Bruxelles Soir » no podía dar crédito a la corta información que acababa de aparecer en su ordenador procedente de Brasilia. La firmaba su corresponsal en Brasil, Luis Guevara, y decía así : « El periodista Luis Guevara, corresponsal en Brasil de « Bruxelles Soir », se arrojó esta noche desde el décimo cuarto piso del edificio donde tenía su oficina en Brasilia”.
En declaraciones hechas a sí mismo antes de suicidarse, Luis Guevara afirmó que su vida había dejado de tener sentido ».
Rápidas verificaciones con la policía de Brasilia confirmaron el suicidio. El Redactor jefe, que había odiado toda su vida a Luis, llamó a su más fiel chupatintas : « Escríbeme un artículo subrayando que es una gran pérdida para el periodismo mundial, bueno, no exageremos tampoco, para el periodismo europeo, ochocientas o mil palabras con fotos y una llamada en primera plana… Ah, y olvídate de su nota absurda.
Subraya que desde la larguísima crisis monetaria que atravesó Brasil estaba sumamente estresado y que es probablemente el cansancio lo que le llevó a ese desenlace ».
Estos párrafos son el final de uno de mis libros, “Último vuelo para Manaus”, mi eterna novela, escrita y reescrita con los mismos personajes, otras situaciones, pero siempre mis obsesiones en el centro. Obsesiones, la vida, la muerte, la manera de acabar, la forma de empezar, por qué hay que someterse, por qué debemos resignarnos. Qué diferencia hay entre el nacer y el morir, entre el perder y el ganar. Cuando se es un peliculero se llega a esos extremos.
Brasilia fue un momento decisivo, quizá el que podía haberlo cambiado todo. Brasilia es la ciudad que te ofrece todas las posibilidades porque no tiene ninguna que ofrecer, porque es una planicie en una antigua sabana donde dicen que solo había serpientes medio atontadas por el calor y arbustos más raquíticos que los nordestinos que llegaron en masa para hacer realidad los planos de Oscar Niemeyer y Lúcio Costa. El marco ideal para reflexionar, pensar y, sobre todo, para que tu voz resuene en el desierto de un país que construyó esta ciudad mítica, sin parangón en el mundo, como una forma de castigar a los políticos que en Río de Janeiro llevaban la vida tropical de Carmen Miranda, siempre de farra, de bar en bar, de prostíbulo en prostíbulo. Esto es lo que decían algunos, claro, los más perversos.
Brasilia se les ofreció como la opción redentora si realmente querían seguir siendo políticos, seguir gobernando. En Brasilia no hay nada a priori que tiente los sentidos de quienes no tienen que hacer más que gobernar algo que ya está gobernado, transitar por pasillos de moquetas profundas y cuatro restaurantes de altos vuelos, al menos eso es lo que había cuando yo llegué para vivir tres años de mi propio exilio, por gusto de santificarse. Porque Brasilia invita a la meditación, porque allí están todas las religiones. Puedes adorar sobre todo a Jesús que se paseaba en todos los taxis y aparecía en momentos de desesperación cuando la gente pobre –los ricos no lloran—se desesperaba y le pedía que volviese a la tierra. Nadie parece tener confianza en Dios, el padre que le dejo crucificar.
Alguna vez estuve en la inmensa estación de autobuses donde grandes cartelones con un tosco retrato de Jesús se pedía justicia.
Por supuesto que los políticos no estaban allí. Me pregunto si saben que existe ese tráfico de autobuses para todo el país. Ellos tenían un lindo aeropuerto, moderno, funcional, casi de juguete, en el que todos los viernes por la noche, cuando acababan las “labores” en los distintos entes gubernamentales o en el Parlamento, el que más y el que menos salían de estampida para Sao Paulo. Y no les digo si estaban malitos. Había un dicho que todos repetíamos con el temor de la superstición: “El mejor hospital de Brasilia está en Sao Paulo”, la ciudad tentacular, de veinte, treinta millones de personas, donde la violencia es indefinible, donde muchos grandes hombres de negocios circulan en helicóptero para tratar de evitar el secuestro, el tiro.
Pensabas encontrar la fe en Brasilia y no pudiste. Ni siquiera Evita Perón, transformada en una especie de diosa en una capilla de culto esotérico, pudo ayudarte.
Pensaste en hacer quizá lo que cuentas en esa novela de “Último vuelo para Manaus”. Pero no tuviste valor.
Un día, en Brasil, te metiste sin pensarlo en la casa museo de Getulio Dornelles Vargas, un tipo que fue cuatro veces presidente de la República y que se suicidó en el cuarto que tenía en su residencia de Catete el 24 de agosto de 1954. Los demás políticos, la eterna oposición, querían que dimitiera, lo acosaban para que dimitiera. Y dimitió a su manera.
Su habitación parecía oler todavía a la pólvora del disparo, porque nadie se suicida con más que una bala, a menos que sea un descuidado y tenga que repetir suerte. Ni siquiera en la ruleta rusa.
Pasé un buen rato, más de lo que hubiese querido, contemplando la cama, las cosas que querían dar vida a la habitación del hombre que tuvo el valor de decir no, hasta aquí hemos llegado.
La tarde tropical había caído ya sobre el Catete y fue un guardián del museo el que me obligó a marcharme.
Durante todo el rato, entre velos de tul, me pareció verle tendido en la estrecha cama, amortajado.
Vagué muy tarde por el barrio, sin siquiera buscar un bar para guarecerme de la impresión. Al día siguiente me dijeron que había sido una imprudencia, que era uno de los barrios más peligrosos de Río de Janeiro. Seguro que exageraban. Pero, en todo caso, sabía que no hubiera podido pasarme nada. Acababa de estar con Getúlio Vargas.
Pero cuando regresé a Brasilia nunca subí a la azotea de la torre donde estaba mi oficina. Creo que eran catorce pisos. O tal vez menos.
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