Crítica: "La sequía", desierto
- por © EscribiendoCine-NOTICINE.com
Por José C. Donayre Guerrero
La película "La sequía" (2019), dirigida por Martín Jauregui, es una mirada particular que intenta ser la expresión de un espacio natural a través de un punto de vista. Entre experimental y una road-movie existencial, aunque el movimiento viene dado por lo que ocurre con el personaje principal, combina elementos dispares y busca el efecto de choque entre ellos, zigzagueando entre el juego y la ensoñación. Y si bien logra ser una interesante idea, marcada por la espectacularidad y grandeza de sus imágenes y fotografía, no llega a redondear del todo su propósito de plasmar un viaje personal que en realidad es una huida y una transformación.
Fran (Emilia Attias) es una actriz famosa que está pasando por un momento difícil, ha dejado su pasado glorioso por algo que le ha ocurrido. Ha ido a recluirse a un desierto, en mitad de la nada, con su vestido elegante. Sufre, además, el calor intenso y la soledad. A partir de ahí se comienzan a sucederle cosas extrañas que son producto del espacio donde se encuentra y en el cual se irá sumergiendo. Algo le molesta hasta el punto de no hablar, algo le ha molestado y eso la hace caminar y abandonarse al desierto sin importarle el clima ni la gente que empieza a aparecer. De a pocos uno podrá descubrir en qué lugar se encuentra pues los rasgos y costumbres locales comienzan a ser parte de su recorrido.
Desde luego que resulta atractivo, visualmente, filmar en Fiambalá, Catamarca, además de llevar a cabo un proyecto ecológico por el uso de la energía solar, eso le otorga un tinte distinto tanto como si la película tomara el color del desierto, un anaranjado que pinta todo el clima. Lo mismo centrar todo en un personaje que no pertenece a ese lugar y que puede identificarse desde el comienzo. Sin embargo, la parte narrativa es un poco dispersa. La película desde el comienzo no llega a entregarse a lo muy experimental o la ensoñación más potente, siempre va de uno para el otro lado pero sin profundizar completamente. Los personajes que aparecen no traen más que la comedia y una que otra disputa sin ir más allá en la caricatura o el misterio local.
La idea neurótica de que la imagen nunca deje al personaje principal siempre es una interesante opción. No obstante, si se toma grandes referencias del cine, aquí hace falta que además de ello, el espacio asuma la mirada de ella. Enrarecer todo a su subjetividad y que cada elemento que encuentre ya esté enrarecido de antemano por esa mirada sufriente. Lo hace por algunos momentos, pero no redondea. Es de impacto tenue. Cuanto más se centra en un inentendible sufrimiento y empiezan a fluir elementos locales y costumbristas, propios del folklore cultural argentino, resulta más atractivo. Al final, lo que más queda, es el espacio y el sonido del desierto.
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La película "La sequía" (2019), dirigida por Martín Jauregui, es una mirada particular que intenta ser la expresión de un espacio natural a través de un punto de vista. Entre experimental y una road-movie existencial, aunque el movimiento viene dado por lo que ocurre con el personaje principal, combina elementos dispares y busca el efecto de choque entre ellos, zigzagueando entre el juego y la ensoñación. Y si bien logra ser una interesante idea, marcada por la espectacularidad y grandeza de sus imágenes y fotografía, no llega a redondear del todo su propósito de plasmar un viaje personal que en realidad es una huida y una transformación.
Fran (Emilia Attias) es una actriz famosa que está pasando por un momento difícil, ha dejado su pasado glorioso por algo que le ha ocurrido. Ha ido a recluirse a un desierto, en mitad de la nada, con su vestido elegante. Sufre, además, el calor intenso y la soledad. A partir de ahí se comienzan a sucederle cosas extrañas que son producto del espacio donde se encuentra y en el cual se irá sumergiendo. Algo le molesta hasta el punto de no hablar, algo le ha molestado y eso la hace caminar y abandonarse al desierto sin importarle el clima ni la gente que empieza a aparecer. De a pocos uno podrá descubrir en qué lugar se encuentra pues los rasgos y costumbres locales comienzan a ser parte de su recorrido.
Desde luego que resulta atractivo, visualmente, filmar en Fiambalá, Catamarca, además de llevar a cabo un proyecto ecológico por el uso de la energía solar, eso le otorga un tinte distinto tanto como si la película tomara el color del desierto, un anaranjado que pinta todo el clima. Lo mismo centrar todo en un personaje que no pertenece a ese lugar y que puede identificarse desde el comienzo. Sin embargo, la parte narrativa es un poco dispersa. La película desde el comienzo no llega a entregarse a lo muy experimental o la ensoñación más potente, siempre va de uno para el otro lado pero sin profundizar completamente. Los personajes que aparecen no traen más que la comedia y una que otra disputa sin ir más allá en la caricatura o el misterio local.
La idea neurótica de que la imagen nunca deje al personaje principal siempre es una interesante opción. No obstante, si se toma grandes referencias del cine, aquí hace falta que además de ello, el espacio asuma la mirada de ella. Enrarecer todo a su subjetividad y que cada elemento que encuentre ya esté enrarecido de antemano por esa mirada sufriente. Lo hace por algunos momentos, pero no redondea. Es de impacto tenue. Cuanto más se centra en un inentendible sufrimiento y empiezan a fluir elementos locales y costumbristas, propios del folklore cultural argentino, resulta más atractivo. Al final, lo que más queda, es el espacio y el sonido del desierto.
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