Crítica Seminci: "Vasil", el influjo del otro
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Por Jon Apaolaza
Llegada por carambola a la Sección Oficial de la Seminci de Valladolid (estaba programada en otra sección pero acabó sustituyendo a la cinta de Jaime Chávarri que fue retirada por participar previamente en otro certamen), "Vasil" es una simpática defensa de la universalidad o si lo prefieren un ataque a la línea de flotación de la desgraciadamente muy común xenofobia de nuestras sociedades occidentales.
Vasil (Ivan Barnev) es un emigrante búlgaro, por tanto un socio en la Unión Europea, que no sufrió una necesidad imperiosa aparente por emigrar desde su país a España, pero tiene ganas de sol y cambiar de aires, sin mayores ataduras que le anclen a su patria. Buen tipo, discreto, as en el bridge y el ajedrez, además de muy dotado para la cocina, el búlgaro es acogido provisionalmente por un arquitecto jubilado, también aficionado a los tableros y los jaques, Alfredo (Karra Elejalde).
Intenta, con el apoyo de los amigos que va haciendo a través de los juegos que domina, obtener ayudas sociales o un trabajo para mantenerse y no dormir en la calle, pero choca con la burocracia y la escasez de ayudas a los más desfavorecidos. Por su carisma y amabilidad casi logra romper las manías de puntualidad de Alfredo, su anfitrión, pero finalmente no lo logra.
La debutante Avelina Prat, que conoció la historia de primera mano (su padre es la versión original de Alfredo), defiende el valor de lo foráneo y la estupidez de la cerrazón ante lo nuevo y lo diferente. Aunque Vasil es carismático y está lleno de valores, no lográ romper el caparazón de todas las mentes. Su caso es casi un cuento de hadas comparado con el de cientos de miles de inmigrantes que en España malviven con menos facilidades, distinto color de piel y mayor marginalidad.
Sea bajo gobiernos de derecha o izquierda, indistintamente, España no es precisamente un paraíso para los migrantes, y aunque Prat no pretende hacer de su amable cinta un alegado por políticas más receptivas, el mensaje acaba surgiendo inexorablemente mientras se desgranan los minutos de esta "dramedy" narrada en planos largos o medios, sin movimientos de cámara y con un notable ascetismo estético.
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Llegada por carambola a la Sección Oficial de la Seminci de Valladolid (estaba programada en otra sección pero acabó sustituyendo a la cinta de Jaime Chávarri que fue retirada por participar previamente en otro certamen), "Vasil" es una simpática defensa de la universalidad o si lo prefieren un ataque a la línea de flotación de la desgraciadamente muy común xenofobia de nuestras sociedades occidentales.
Vasil (Ivan Barnev) es un emigrante búlgaro, por tanto un socio en la Unión Europea, que no sufrió una necesidad imperiosa aparente por emigrar desde su país a España, pero tiene ganas de sol y cambiar de aires, sin mayores ataduras que le anclen a su patria. Buen tipo, discreto, as en el bridge y el ajedrez, además de muy dotado para la cocina, el búlgaro es acogido provisionalmente por un arquitecto jubilado, también aficionado a los tableros y los jaques, Alfredo (Karra Elejalde).
Intenta, con el apoyo de los amigos que va haciendo a través de los juegos que domina, obtener ayudas sociales o un trabajo para mantenerse y no dormir en la calle, pero choca con la burocracia y la escasez de ayudas a los más desfavorecidos. Por su carisma y amabilidad casi logra romper las manías de puntualidad de Alfredo, su anfitrión, pero finalmente no lo logra.
La debutante Avelina Prat, que conoció la historia de primera mano (su padre es la versión original de Alfredo), defiende el valor de lo foráneo y la estupidez de la cerrazón ante lo nuevo y lo diferente. Aunque Vasil es carismático y está lleno de valores, no lográ romper el caparazón de todas las mentes. Su caso es casi un cuento de hadas comparado con el de cientos de miles de inmigrantes que en España malviven con menos facilidades, distinto color de piel y mayor marginalidad.
Sea bajo gobiernos de derecha o izquierda, indistintamente, España no es precisamente un paraíso para los migrantes, y aunque Prat no pretende hacer de su amable cinta un alegado por políticas más receptivas, el mensaje acaba surgiendo inexorablemente mientras se desgranan los minutos de esta "dramedy" narrada en planos largos o medios, sin movimientos de cámara y con un notable ascetismo estético.
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