Crítica: "Rider", un constante pedaleo entre el "quiero y no puedo"

por © NOTICINE.com
"Rider"
"Rider"
Por Angela Pérez Torres

El español "Rider", tercer largometraje de Ignacio Estaregui, es -en esencia- una road movie en tiempos de consumismo, o lo que es lo mismo, una road movie en bicicleta. La premisa, sencilla, de fácil ejecución, parte de un lugar interesante: una joven venezolana, Fío, que, para pagar el préstamo del máster que cursa, debe sobrevivir a una noche en bicicleta entregando pedidos por las calles de Zaragoza.

Durante los 72 minutos del metraje, la cámara no se despega de Mariela Martínez, quien lleva, al pie de la letra, todo el peso de la película. Mariela responde al reto con soltura, despliega una encomiable variedad de registros. Sabe, en definitiva, estar a la altura del guion. Transmite la angustia cuando toca y la emoción cuando se le pide. Mariela, al igual que los actores secundarios, sabe qué se le pide. A título general, las interpretaciones de "Rider" son adecuadas, creíbles, un ejemplo de buena ejecución. Son, en suma, un claro caso de un fallo en la hoja de instrucciones. Porque, si algo cojea en esta película, viene de un problema de raíz: un guion plano para personajes planos. No es casualidad que los principales adjetivos que acudan a la cabeza al describir a los personajes de "Rider" sean: fácil, cómodo y estereotipado.



Dicho esto, la película tiene sus momentos, salpicados, pero, en resumidas cuentas, curiosos. Por supuesto, cualquiera sabe que eso no es suficiente. La película funciona, en conjunto, pero lo hace a ratos, a empellones. Es como si la propia trama se cansase de pedalear. Pedalea con fuerza durante algunos tramos, pero enseguida se cansa, pierde la dirección GPS y, como la protagonista, se desorienta. Quizá todo se reduce, de nuevo, a un problema de base: un guion que titubea. Aunque tal vez el problema sea, sencillamente, la pretensión de convertir una premisa dramática en un planteamiento que pretende emular al thriller. ¿Quién sabe? Quizá el problema venga cuando se intenta hacer pasar una pera por manzana. Cualquiera sabe que algo así nunca funciona. Quizá existan excepciones, pero este no es el caso.

Esa secuencia hacia la mitad de la trama, ese momento clave que pretende marcar un cambio de registro, el punto álgido de tensión, se convierte en el peor enemigo de la película. En ese punto, la protagonista no es la única que hiperventila al darse cuenta de lo que está viendo. Es el punto en el que el público se muerde las uñas, y no precisamente por la tensión del momento.
Y no es que el largometraje no tenga buenos momentos. Sus mejores secuencias son, de hecho, las de menor carga dramática. Instantes salpicados en detalles como un anuncio repleto de etnias y caras sonrientes, presumiendo de la diversidad de la empresa mientras una latina limpia de fondo las oficinas de alguna sucursal. Instantes como algunas llamadas telefónicas, y digo algunas porque, aunque plantean una idea original, otras conversaciones se hacen acartonadas, tan predecibles como el propio final de la película. Y es que, desde que se plantea el principal debate interno de la protagonista, el espectador ya puede intuir la ruta que seguirá nuestra rider particular.

En definitiva, se podría decir que lo que sostiene esos altibajos de la trama es, casi exclusivamente, el punto de partida de la película: una rider que intenta sobrevivir a una noche de repartos. Un planteamiento potente que se queda en eso, en un constante pedaleo entre el "quiero y no puedo".

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